Un epígrafe de Joseph Roth

Hace tiempo conocí a un tipo llamado Andreas Kartak que tuvo la suerte de recibir doscientos francos de la nada. Un caballero se le acercó y sin más le entregó el dinero. Andreas por su puesto titubeó un poco; como clochards nos acostumbramos a no confiar en las personas. Pero, amigo, quién puede rechazar tal suma; en especial cuando nos aburrimos de beber las sucias aguas del Sena. El caballero aquel resultó ser devoto de Santa Teresita de Lisieux, y le dijo que lo único que tenía que hacer era devolver ese dinero al cepillo de la santa, cuando pudiera. Los demás nos quedamos azorados ante tal ofrecimiento.

Yo quise acercarme a Andreas y preguntarle qué iba a hacer con tanto dinero, pero no lo hice porque pensé que sería inútil. Desde que lo conocí él siempre fue un borracho empedernido y no cambiaría, menos con la libertad que le daban los doscientos francos. Lo vi distanciarse por Pont Marie confundido ante la situación que se le presentaba. Aunque si me lo pregunta, no sé qué hubiera hecho yo. En ocasiones me encuentro al mismo caballero que le entregó los billetes. Lo sigo algunas calles e intento cruzarme en su camino, esperando tener la misma suerte que Andreas, pero no la he tenido. A veces pienso que sólo algunos elegidos (sí, esa es la palabra) viven tales experiencias, como si los demás sólo estuviéramos destinados a ser los espectadores de lo que les sucede.

Andreas lo perdió todo después de que lo metieron a la cárcel. Contaba que había defendido a una mujer, que él era inocente. Pero ya sabe, todo mundo alega lo mismo. No le creíamos; al menos yo no. Días después de los doscientos francos, lo vi salir de una taberna abrazado de una dama. Yo estaba tirado cerca de los botes de basura buscándome un bocado cuando se volvió a verme. Vaciló, pero luego me dijo: —Ella es la mujer de quien les hablaba. La dama había estado riendo, pero después de ver a Andreas dirigiéndome la palabra se quedó pálida. Ellos siguieron avanzando; iban algo ebrios.

—Andreas —le grité antes de perderlo—, dame unas monedas.

Él regresó y me puso en la mano diez francos. Luego volvió con la mujer que lo había metido a la cárcel. En ese momento pensé que le habían hecho bastante mal, pero que yo me conformaría con tener a esa mujer junto a mí aunque me causara la ruina. Ya lo ve usted, amigo. Jamás he podido vivir algo parecido. No sé, tal vez me han faltado agallas.
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Por esas semanas seguí a Kartak. Recorrió todas las tabernas del centro de París. Se encontró con viejos amigos; incluso, uno de ellos, un famoso futbolista, le rentó una habitación en un hotel de segunda. Andreas cada vez que me hallaba tirado me daba algo de dinero. Me sorprendía que los doscientos francos le rindieran tanto. Una noche le pregunté:

—¿Andreas, de dónde sacas tanta plata?

—La encuentro por doquier —contestó y se fue.

Sigo sin entender. Cómo que la encontraba por doquier. Es el destino, amigo. A la manera de los héroes griegos; no sé si haya leído usted algo de los héroes griegos. Bebía y bebía. No se le notaba; sólo el rostro se le ponía rojo como si estuviera más vivo que nunca.

Los últimos días normalmente andaba solo. Yo quise pedirle que me invitara a estar con él, tomar vino en compañía, pero me sentí miserable de que aquella idea me pasara por la mente. Él estaba en otro nivel. Si me permite el término, diría que estaba en un nivel más trágico. Al menos yo todavía intento escapar de mi destino, pero en él se notaba la determinación de no parar. Asumiría todas las consecuencias. Debía morir así. De otra manera los doscientos francos carecerían de todo sentido, y tal vez el mundo colapsaría. Sí, amigo, sé que puedo estar exagerando, pero no me dejará mentir: el mundo funciona como una gran maquinaria: todas las piezas deben estar en su lugar.

Kartak una buena tarde se desplomó. Murió funestamente, pero cumplió su promesa de devolver los doscientos francos a Santa Teresita de Lisieux, como un tributo a la gran borrachera que bebió a su salud. Sabía que era uno de los elegidos (sí, esa es la palabra), costándole la muerte. Todavía recuerdo una de sus frases, muchas veces se la oí decir. Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido.

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.