El cuarto número 5

Después de un largo día de mucho sol sobre la cara, de gran calor deslizándose por las aceras derretidas, escurriendo millones de personas a cada minuto, después del sudor evaporado en su salinidad confundiéndose con la tierra que flotaba caliente, después de diez horas de prisas y de pesados movimientos para ir de un lado a otro buscando tal vez en el lugar incorrecto.

Después de caminar por las largas calles desde el trabajo en la fábrica de pantalones, de repetir el mismo procedimiento para hacer funcionar la máquina de coser y de estar esperando el instante de llegar a la cama, tal como la noche anterior, y la anterior, y la anterior, no sin antes dar un gran suspiro, un suspiro no de cansancio, sino de aburrimiento por la gran inmovilidad de los sucesos que parecían repetirse uno a uno, como una serie de pantalones en la banda sin fin de la fábrica, un suspiro con esa pequeña pausa entre la inhalación y la exhalación, esa pausa tan particular en donde un pequeño silencio se presentaba, para demostrar otra vez el estado real de la cosas, para ver que no importaba cuán optimista se pudiera ser, siempre existía aquel descubrimiento y ocasionaba preguntarse estúpidamente ¿cómo fue que llegué a este punto?

Ella ya estaba cansada de escuchar su mente, también el hambre la había fastidiado porque no importaba cuánto comiera, el hambre siempre se retorcía en su vientre. Abrió la puerta de la pequeña vecindad y miró el pasillo sucio, vio cómo la pintura de las paredes poco a poco se iba carcomiendo, idénticas a su estómago con la gastritis, que por cierto ese día no paraba. Cerró la puerta tras sus espaldas y siguió el trayecto hasta las escaleras del fondo. Ya no aguantaba las rodillas, el sobrepeso había contribuido a aumentar su incomodidad en aquella ciudad que cada vez conocía menos. Subió trabajosamente y descubrió que el problema de las várices había vuelto. Tal parecía que la operación de hacía dos meses no solucionó la molestia. La incapacidad que le costó su empleo anterior fue en vano. Para cuando llegó a su cuarto, el miedo regresó súbitamente, (porque no se podría llamar departamento, un departamento tendría otro aspecto, para empezar sería mucho más amplio, se tendría privacidad, no se escucharían los gemidos de la pareja de al lado por las mañanas, ni los pasos del joven del 7 regresando de madrugada, tampoco cómo vomitaba después de una borrachera. Un departamento definitivamente tendría otro aspecto). Metió la llave en la cerradura escuchando con atención cómo se deslizaba el pasador. Cada vez que le daba vueltas, estúpidamente, esperaba encontrar algo nuevo adentro, tal vez alguien que estuviera robando, eso sería una sorpresa, la hija del casero con su novio, una víbora, un precipicio, otra puerta, su otro “Yo”, algo; otros muebles, alguien esperando en la cama. Extrañamente sentía esta incertidumbre al estar girando la cerradura, abría los ojos más de lo normal para no perderse ningún detalle de lo que pudiera estarle aguardando. La puerta se abrió y la solitaria cama destendida la exasperó aún más. Quizo dar un grito, pero para qué, eso no cambiaría las cosas.

Y, tal como en noches anteriores, tendió la cama. Un sentimiento absurdo la abrigaba mientras lo hacía porque las sábanas, la colcha y las almohadas eran acomodadas escrupulosamente para en el lapso de una hora desacomodarlas otra vez. Sin embargo, este ritual era lo que le daba cierta normalidad a su vida sin que ella lo supiera, tender la cama se había convertido en el ancla que la mantenía sujeta a la realidad, la cual cada vez era más fragmentada.

Al terminar la cama, fue al refrigerador que no enfriaba nada, la comida comúnmente se descomponía por el maldito calor. Todo era culpa del calor, los bochornos que sentía a medio día eran insoportables, la sed. El pesado camino de regreso sería mucho más cómodo sin el sol cayendo como plomo en los hombros. Y ahora lo del refrigerador. No había tregua.

Tomó agua y una lata de atún. Miró el celular. Ya no recordaba cuándo la habían llamado por última vez. Seguramente Pedro seguía enojado, pero ella estaba en lo correcto. No es que no quisiera un poco de diversión, no es que no quisiera estar con él, no es que no estuviera aburrida. ¿A quién le importaba el amor? Siendo sinceros, sí importaba, pero sentía que se le escapaba el tiempo para pasarla bien. No soportaba que la comparara con su esposa, con ésa. Nunca se lo volvería a permitir. Le era posible sobrellevar que Pedro no quisiera verla tan seguido por culpa de sus hijos o tener que pagar ella las cuentas en un restaurantillo de segunda, también podía prestarle dinero para sus borracheras, incluso tolerar su tufo alcohólico, que la llamara gorda o que se burlara de ella cuando no entendía alguna circunstancia estúpida. Algunos insultos se olvidan, unos golpes de vez en cuando también, pero que la comparara con su esposa, jamás. Qué se joda él con todo y ésa.
Dejó el celular con un ademán de desprecio, como si de esa forma Pedro tomara su merecido, aunque para ello no alcanzaran todas las condenas del mundo. Le hubiera gustado verlo decapitado por una sierra, pero que su cabeza rodara viva por el suelo para que aprendiera, y que después se la volviera a poner sobre los hombros y se le hincara pidiendo perdón. Hizo un gesto de insulto, Pedro era un marica. Fue a darse un baño.

Las gotas resbalaban por sus senos, caderas, y espalda. Rodaban y caían a un precipicio de recuerdos. Se puso una toalla en la cabeza y se miró en el espejo. Qué vieja. Sí, estaba vieja, sus mejores años, si es que existieron, ya habían pasado. La verdad eso tampoco importaba. Se envejece, es normal, así pasa. Todo se desmorona con el tiempo, las cosas ya no están en su lugar, se pierde la forma sin remedio. Ella podía estar de acuerdo con todo eso. Pero que sus mejores días se hubieran ido por el caño, la aplastaba. Nunca se percató. Hasta ahora que se sentía tan asexual, la mayoría de los hombres no la bajaban de doña, se sentía terriblemente tonta como para seducir a alguien. Tal vez por eso se había refugiado en Pedro. Un poco de diversión no es mala, un mucho de sexo, antes de que fuera demasiado tarde. Necesitaba a alguien inferior a ella para sentirse a gusto, a alguien grotesco, a un hombre horrible de horrible cuerpo, de mañas horribles. Necesitaba a un perdedor, a un escoria, de otra forma nunca podría sentirse mujer, sentirse sexual. Tal vez era el sobrepeso, si bajara algunos kilos se vería más joven. Qué extraño que hubiera engordado tanto, solamente tuvo un hijo.

Mejor no quería pensar en él. Su hijo nunca la llamaba, si lo hacía era solamente para pedir dinero. Pero pensándolo bien era mejor así, que no se vieran. Los treinta años de manutención fueron suficientes, lo que menos quería era tenerlo encima. Un embarazo treinta años había sido más de lo que se puede dar. Al fin pudo abortarlo, que cada quien se fuera por su lado, que la dejara vivir, que la dejara divertirse, que la dejara moverse. De esa forma se había logrado un pequeño reducto por el cual se podían comunicar, ese reducto era el celular. Así ella podría decir que tenía un hijo, de otra manera, sería como un gran montón de estiércol. A menudo pensaba que había cometido un error garrafal al tenerlo. Posiblemente, las cosas hubieran sido distintas, pero, como siempre, ya no era tiempo de considerar aquello, él ya estaba ahí y de lejos aún podía tolerarlo.

Su hijo todavía vivía con la madre de ella. A veces recordaba aquella enorme casa oscura de rincones abandonados. Gran parte de la vivienda estaba vacía a pesar de que también ahí estaban metidas sus hermanas con todo y esposos e hijos. Los hermanos visitaban a su madre los fines de semana y se adueñaban de todo. Creían que el hecho de tener sus propias familias en otros lugares, el hecho de tener hijos crecidos (que no eran otra cosa más que grandes bestias antropófagas), les daba el título de dueños, sentían que se habían convertido en su padre quien, gracias al destino, ya había muerto porque ningún mal dura más de cien años. Pero ahora ellos se encimaban sobre su existencia. No faltaba quién la regañara por tener un hijo tan inútil, por tener un trabajo tan poco digno. Lo paradójico era que ninguno de ellos se presentaba cuando la madre caía enferma. La casa estaba tan llena que era imposible vivir en ella; no llenas las recámaras o el patio, no de esa forma física que a veces resulta vacía porque cada quien puede permanecer encerrado en su cuarto y entonces todos poseer un gran espacio. Esta casa estaba llena, atiborrada, porque sus habitantes continuamente tomaban las cosas como dadas, como una obligación del propietario a dar todas sus pertenencias porque si no lo hacía de esa manera entonces tenía que ser castigado y casi linchado, no a golpes, sino a reclamos. Nadie estaba conforme con que alguno de ellos pudiera ser independiente de los demás; independiente ya no digamos de manera económica porque esto jamás sucedería, sino de una forma vital. Todos deberían sufrir los mismos males al igual que los demás debido a que no se concebía de otra manera la vida. Ya bastaba con eso.

El cuarto en su gran monotonía era mejor, sin embargo, sólo resultaba ser un último escape. Ahí estaba esperando algo, en silencio. Todas las noches apagaba la luz sin decir nada. Incluso ella misma no hubiera podido decir qué. Era sorprendente cómo la vida transcurría sin ser vista por nadie. Le hubiera gustado decir “buenas noches”, pero resultaba estúpido. Lo que ella buscaba era una respuesta. Entonces para qué, no tenía caso. Diría “buenas noches” a ciegas, se recostaría en la penumbra oyendo el enrarecimiento nocturno de la ciudad, sintiéndose más estúpida. Tenía hambre, pero ya era tarde para salir a buscar algo, nada de lo que había en el refrigerador le apetecía y además estaba gorda. Una culpa la obligaba a no hacerlo: estaba gorda. Ya era suficiente.

De pronto se oyó que alguien entraba en la vecindad, se oyeron las pisadas y un murmullo. Era el joven del 7, no venía solo, a veces traía muchachas. Estaba al tanto de quién era, lo miraba sin que él se diera cuenta. No es que fuera una chismosa, en aquella vecindad se oía todo: las pisadas, las puertas abriéndose, las puertas cerrándose, los estornudos, las toses, el movimiento de los muebles, las conversaciones, los escupitajos. Ella sabía de cada sonido, pero no conocía a nadie. Estaba cansada.
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El joven del 7 cerró su puerta tras de sí. Silencio. La presencia de aquellas personas la distrajo un poco, pero estaban muy alejadas como para mantener su interés. Pronto fue muy difícil seguir con ellos, lo último que escuchó fue una leve carcajada. Miró el celular, apenas había pasado media hora y la espera era larga. Parecía que aguardaba algo, tenía la esperanza de irse, pero ¿adónde? No tenía dinero. En un instante ya no tenía ganas. Se quedó dormida.

Se despertó asustada, enojada por desperdiciar el tiempo durmiendo. ¿Qué hora era? ¿Ya casi amanecía? Deseaba que faltara mucho para ir a trabajar, cómo deseaba que la noche se alargara en un interminable descanso. Una noche de la que nunca se volviera a levantar, una noche en la que se olvidara de todo y, como quien dice, pudiera comenzar de nuevo pero de tal forma que ya supiera lo que debería saber, no cometer los mismos errores y sí otros que valieran la pena. Un descansar total, casi monstruoso. Un descansar suicida en el cual ella pudiera liberarse de todo, de su monotonía de vacío. Llenarse de muerte, buscarla para hablar con ella y preguntarle por la salida o la entrada a otra experiencia, a otro ángulo escondido. Morirse para, por primera vez, sentir. Alargarse en un instante detenido por un anhelo de muerte, pero sin morir del todo.

La luz encendida la confundió aún más. Las cosas estaban igual que antes de cerrar los ojos en su breve sueño. El buró se presentaba estático, la lámpara, la puerta. Cada una de las paredes hacía el mismo gesto de seriedad. Pareciera que el tiempo no tenía ningún efecto sobre nada, el tiempo únicamente transcurría en ella. Se estaba yendo por su propio cuerpo, su cuerpo era una fuga de tiempo, un lugar por donde ella se estaba escurriendo. No importaba que se agarrara de la silla, de la cama, se acababa como un reloj de arena.

El celular sonó y su pantalla encendida la sobresaltó. Aún no había desaparecido por completo, el mundo continuaba rodado después de todo. La Tierra seguía cayendo como un grano de arena. Se levantó y leyó: “Pedro”. Fue una sorpresa, no quería contestar. Tuvo la sensación de observarse desde lejos, como si fuera una desconocida para sí misma. Viéndose repetir como una serie de pantalones en la banda sin fin de la fábrica. Contestó:

—Bueno —dijo monótonamente.

Del otro lado se oyó la voz de Pedro preguntándole en dónde se había metido, preguntando un por qué de todo.

—No es de tu incumbencia, no es de tu incumbencia.

La conversación fue adonde ella no quería ir, pero desde que presionó el botón ya era sabido cómo acontecería cada parte, cada sílaba pronunciada con ese tono tan similar a un metal fatigado.

—No me compares con tu esposa, yo no soy como tu esposa, ¿para qué me llamas? No, es que tú no entiendes, no, no, es que tú no entiendes. No, no me compares. ¡Cállate! No empieces. No empieces. ¡Cállate!

La noche aún tronaba caliente, no guardaba más que la vehemencia del día, las voces presentes en toda la vecindad, voces arraigadas, sin poder escapar de estos muros. Voces escondidas en los rincones.

—¡Bueno!… ¡Bueno!… ¡Bueno!

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.