Alfredo Loera

COLUMNA

Cuarto vacío

Por Alfredo Loera

Columna

No tan rápido, acuérdense de Sergio Ríos Zapata y Francisco José Amparán

Nuestra ciudad por primera vez parece estar construyendo una tradición literaria. Con esto no quiero decir que no la haya habido desde mucho tiempo atrás; sin embargo, en años recientes se ha comenzado a pensar a sí misma. Los escritores o literatos de la región han intentado sacar nombres que podrían insertarse en una especie de canon lagunero o coahuilense si ustedes gustan. Eso no tiene nada de malo y hasta es natural. El único inconveniente es que por lo común aquellos que llevan la voz cantante, es decir aquellos que tienen mayor “renombre”, se han preocupado solamente por mencionarse a sí mismos como los mejores exponentes de nuestro mundillo literario.

En últimas fechas se ha hablado mucho acerca de un boom regional. El peligro se encuentra en el tono ya que en muchas ocasiones se implica que los escritores regionales actuales son lo mejor que han dado estas tierras. Eso a mí no me incomoda en lo particular, uno puede decir lo que le venga en gana de su obra, pero en lo general creo que no es del todo pertinente, porque con este tipo de declaraciones se oculta, se elimina grotescamente a todos los escritores previos que abrieron camino y que generaron confianza en el resto del país respecto a lo que se escribe aquí.

Se habla mucho de escritores premiados y no premiados, se cacarea toda la posibilidad de estos, que aún pueden considerarse jóvenes. Yo me he dado a la tarea de leerlos a casi todos y quisiera comentar que por lo pronto no hay un cuentista que alcance lo que una generación previa ya habían hecho con Francisco José Amparán y Sergio Ríos Zapata.

Desgraciadamente lo que ocurre, considero, es que no hay memoria. Es decir, los escritores jóvenes y no tan jóvenes actuales piensan que son los únicos que han escrito por aquí en Torreón. Sale un librito en una editorial comercial o independiente, dos o tres, y ya son incomparables. Son incomparables porque de esa manera se mantienen intactos. No hay nada peor que un escritor que no se despeina con los que vinieron antes que él. No hay nada peor que un escritor que no sabe pelear en el campo de la literatura. Por supuesto la pelea se da consigo mismo, pero a través del otro. El otro incomoda, el otro resplandece y eclipsa lo que se pueda llegar a ser. Lo más triste es que los escritores jóvenes, y conste que yo soy uno de ellos, nunca entendieron lo que es escribir un bueno cuento. Aquí les dejo dos, de estos maestrazos laguneros. A ver, ¿díganme quien recientemente ha escrito algo mejor en el género del cuento?

«Voces en la sombra», de Sergio Ríoz Zapata

Era una noche sin estrellas en la serranía de Durango. Los árboles estaban quietos, imperturbables, como vigilantes pétreos a lo largo del margen del río Nazas. La corriente era apacible al moverse por el lecho pedregoso y la negrura se llenaba de murmullos desvaídos. En la tienda de campaña, junto a la ribera, Alfonsina dormitaba intranquila en su saco de dormir. Afuera de la tienda se encontraba Paco, frente a la fogata, cuidando de que el fuego no fuera tan alto para no delatar su presencia en la soledad del monte. Sentado en su mochila, atizaba las brasas con una vara gruesa, en tanto la otra mano, fría y pegajosa, la mantenía acariciando su viejo rifle calibre 22.

Comenzó a tararear algunas tonadas para alejarse un poco ese sentimiento de intranquilidad que lo invadía, llenándolo de agobio, pero no lograba concentrase, incluso se le escapaban las viejas canciones de sus tiempos de scout, y tan sólo salían silbidos inciertos de sus labios. Con un sentido de opresión en el abdomen creciendo con el tiempo, miraba una y otra vez hacia la ribera, río abajo, por donde esperaba aparecieran sus otros compañeros, pero sólo atinaba a imaginar entre las sombras, leves y apagadas, de la enramada de los árboles y el monte, figuras siniestras, fantasmales que lo acechaban en silencio, inmóviles, esperando con paciencia el momento de abalanzarse sobre él en cuanto se durmiera.

Se incorporó y bebió un buen sorbo al agua de su cantimplora, necesitaba ponerse listo y no estar imaginando estupideces. Con suerte, sus amigos venían en camino. Se medio tranquilizó y volvió a concentrarse en el fuego de la hoguera.

Surgió una voz de entre la oscuridad.

-¡Muchacho!

Fue tan súbita, que la sorpresa le impidió contestar enseguida.

Volvió a oírse la llamada, una voz curiosamente áspera y dura le llamaba desde una parte del río, por el lado izquierdo de la tienda.

-¡Muchacho! ¿No me oyes?

-¡Eh! –gritó, reponiéndose del susto-. ¿Quién es? ¿Quién anda ahí?

-No tengas miedo –contestó la voz extraña, que posiblemente ya se había dado cuenta del temor de Paco-. No soy más que un viejo… un anciano.

Se hizo una pequeña pausa y Paco aprovechó para buscar en la mochila su lámpara de mano. Quitándole el seguro al rifle, se encaminó al lugar adonde había salido la voz.

-Por favor, muchacho. Apaga la luz.

-¡Ni madres que la apago! ¡Necesito verte!

-Por favor. Sería muy malo para ti. Yo…

La voz enmudeció y quedó en silencio.

-¿Qué quieres decir? –preguntó Paco cada vez más asombrado-. ¿Por qué sería malo? ¿Dónde estás?

Escuchó durante unos segundos, pero no hubo respuesta. Y entonces una sospecha súbita, indefinida se apoderó de Paco. Apagó la lámpara y se mantuvo quieto, hasta percibir unos pasos dentro del agua aproximándose hacia él; en ese momento, la encendió de nuevo y proyectó un haz de luz amarilla hacia la oscuridad del río, al hacerlo percibió un grito leve y sofocado y luego un chapoteo. Rifle en mano, corrió tras la figura de un hombre que se perdía en la oscuridad; habían avanzado pocos metros cuando el tipo cayó sobre las piedras. Paco se le puso al lado y apuntándolo siempre con el rifle le alumbró la cara. Lo que la luz iluminaba, ciertamente lo dejó aturdido: un anciano de cara desfigurada por las llagas lo miraba lleno de miedo.

*

Paco y Alfonsina tenían veinte años. Eran compañeros de carrera. Practicaban el montañismo y exploración; como todo montañista, buscaban lugares poco conocidos y más complicados. Ahora, tenían planeada la salida a una cueva de la sierra de Durango, al lado del río Nazas; donde los lugareños aseguraban había dentro una fuente de agua y pinturas rupestres, sin contar la gran cantidad de chuzos o puntas de flecha que se encontrarían en las laderas, violentas y empinadas de los cerros. Por un tiempo, la hepatitis que sufría Alfonsina detuvo su salida, pero en cuanto el médico la dio de alta se pusieron de acuerdo con otros montañeros y, aprovechando unos días de asueto, salieron un jueves rumbo al campo.

Luego de caminar por cerca de tres horas, llegaron al sitio, junto al río, donde pensaban acampar. Esa noche se fueron a dormir con una borrachera de euforia, por la emoción de la aventura, tan indiscutible que les fue difícil conciliar el sueño. A la mañana siguiente, la luz del sol los sorprendió en la sequedad del cerro, entre lechuguillas y matorrales espinosos trepando entre laderas escarpadas; para el mediodía al fin llegaron. No lo podían creer, las cosas eran mejor de cómo imaginaban. La cueva era amplia, fresca y una luz tenue iluminaba el interior de la cámara. Los frescos, coloreados con un tinte rojizo ocre, aparecieron frente a sus ojos, todavía deslumbrados por la luz de afuera, y no dejaron de reverenciarlos; les bastó su extraña belleza y saber que ya estaban ahí cientos de años antes de que ellos llegaran para considerarlos cosa sagrada. El manantial era impresionante, del suelo de granito blanco aparecía un estanque pequeño, donde manaba un borbotón de agua cristalina; el agua mantenía su nivel sin derramarse nunca sobre el piso de la cueva. Después de algunas fotos y de tomar un pequeño refrigerio, llenaron sus cantimploras y emprendieron la bajada. Poco antes de llegar al campamento Alfonsina empezó a sentirse mal, se veía desencajada por la fiebre y por los vómitos. Paco decidió que los otros fueran por ayuda, en tanto él se quedaría al cuidado de Alfonsina; sus compañeros guardaron todo su equipo de campaña y los vio perderse caminando junto al río, mientras un cielo nubloso se coloreaba de rojo y amarillo al caer la tarde.
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*

El pobre viejo seguía sin moverse, con los ojos bien cerrados, encandilado por el haz de luz de la lámpara de mano, tan sólo repetía con voz quebrada:

-Por favor… Lo siento… ¡Lo siento! Tengo hambre.

Cautelosamente, Paco apagó la luz y apartó el rifle del anciano. Con el ánimo afligido, se dejó caer de nalgas en la arena junto al viejo. Se puso el rifle entre las piernas y se palpó maquinalmente las sienes y la frente con los dedos, se sentía exhausto.

-¡Maldita sea, anciano! –dijo Paco al fin, lleno de muchos sentimientos, entre los que predominaba una compasión inmensa–. Ven conmigo. Por ahí tengo algo de comer. –lo llevó a la fogata y le abrió una lata de frijoles.

Un fuego mortecino iluminaba la cara sucia, tumefacta, del anciano mientras devoraba la comida y a Paco la visión le resultaba intolerable, amarga. Empezó a preguntarle algo al viejo con voz desconcertada, pero sus palabras se hicieron confusas y optó por callarse. Ya no volvió a hablar. Al terminar la lata, el viejo le dijo adiós y le lanzó una bendición. Luego, sin otra cosa, se encaminó hacia el río.

-Mucha prisa en irse –comentó Paco, un tanto ofendido.

-No quiero avergonzarte más con mi presencia, muchacho. Te agradezco la comida.

-¡Escucha! –dijo Paco, con un leve tono de excitación en su voz-. No me agradezcas nada. Sólo quédate un rato. Vamos a platicar, hombre. Ven siéntate –el tono era más amable-. A ver, dime: ¿por qué te escondes? ¿Tienes algo contagioso?

-No muchacho, mi enfermedad no se pega. Es por beber agua…, agua envenenada.

-¿Sí? –dijo Paco quedamente, pensando que el viejo exageraba.

-Sí, muchacho, el agua de por aquí te emponzoña la sangre y te llena de llagas…, si es que antes no te mueres. Por eso vengo al río a tomar agua…

De la tienda de campaña se oyó la voz de Alfonsina, que con anhelo sofocado le gritaba a Paco, el tono era desgarrante, como si el vómito la ahogara. Alarmado, dejó al anciano hablando solo y corrió a ayudarla. Al volver, después de unos minutos, encontró al viejo a punto de marcharse.

-Nomás para saber, muchacho. ¿Adónde fueron tus amigos a buscar ayuda?

-Río abajo, a San Antonio, creo que así se llama el pueblo.

-Mejor hubieran ido al Huarache, río arriba. Ahí hay soldados y tienen médicos, luego en San Antonio no hay ninguno, se van pa la ciudá los fines de semana.

-¡Ojalá haya suerte! –dijo Paco con cierta pesadumbre.

-Bueno, muchacho. Me voy para que atiendas a tu compañera. Nomás déjame darte un consejo: mejor apagas esa lumbre. Hoy es viernes, y hay gente mala que luego anda tomada. No pocas veces han violado a parejas que acampan solas en el río. Que Dios te bendiga. ¡Adiós!

-¡Adiós! –la voz de Paco se notaba triste, convencido de la vida desgraciada del anciano.

No sabía por qué, pero apagó la fogata y mejor se fue dentro de la tienda a hacerle compañía a Alfonsina. Encendió una pequeña lámpara de aceite y se recostó sobre su saco de dormir. No acababa de cerrar los ojos cuando sufrió un dolor agudo en el abdomen, se levantó medio mareado, con nauseas, bañado en sudor. Desconcertado, miraba que sus síntomas eran muy parecidos a los que había visto en Alfonsina. Comenzó a pensar que la causa era el agua de la cueva: probablemente estaría envenenada. Todavía especulaba en ello cuando un ruido extraño, parecido a un relinchido de caballo, sordo, muy lejano, lo volvió a la realidad. Decidió apagar la lámpara de aceite y asomarse con cuidado escondido en la noche. Río arriba, alcanzó a distinguir tres luces de linterna que cabeceando venían hacia él, de una forma extraña, moviéndose de un lado para otro, buscando algo o alguien. Recogió las pocas cosas que tenía afuera y las metió dentro de la tienda de campaña. Cubrió a Alfonsina con una manta, desarmó la tienda, dejándola tirada, simulando un monto de ramas y corrió a esconderse hacia los árboles. Con la respiración jadeante y el pulgar de la mano derecha crispado en el gatillo de su rifle, se preparó para lo peor. Pasaron los minutos y los de a caballo se iban acercando, Paco seguía esforzándose por luchar contra el mareo, pero era inútil y las fuerzas lo abandonaban poco a poco. Al fin los tuvo enfrente. Eran de la cruz roja militar. No lo podía creer, estaban salvados. Súbitamente, le vino una especie de desmayo y ya no dio más. Cayó en la arena. Los jinetes siguieron de paso y antes de desvanecerse alcanzó a oír algunas voces en la sombra: -¡Sargento! ¡Hable a San Antonio. Informe que no encontramos a los dos muchachos, pero que ya vamos para allá para atender a los intoxicados que tienen en la escuela!

para Paco Sandoval

«Luvianka, siempre estabas», de Francisco José Amparán

Sí, eras muy hermosa. Aun teniendo al Standartenführer SS Reinhard entre las piernas, eras extraordinariamente bella. Recuerdo tu pelo cayendo en capas doradas, una tras otra, sobre los hombros, torneados y blancos. Tu cara semejaba aquella de la Virgen de la capilla en el camino a Lublin, después del recodo. Eso lo recuerdo muy bien porque pasaba cada semana por ahí para comerciar con mis mercancías. Era una capilla pequeña, con un campanario alto, espigado. En eso también se parecía a ti. Cuando llegaba el invierno y se cubría de nieve eran idénticas, te lo juro. Siempre me paraba ahí para recordar y compararte. Alzaba los ojos y sonreía al ver la campana en lo alto. Sólo se parecía a ti cuando tintineaba melodiosa, llamando al Ángelus. Sí, entonces era tu voz la que caía en trozos desde ahí, y me llamaba y cantaba, aunque sin el eco que siempre dejabas al hablar. Después, cuando continuaba mi camino, dando de latigazos a los bueyes que halaban cansados la carreta, seguía buscando en el bosque, en los puentes, en los ribazos, algo que se te pareciera. Y lo encontraba. Aquí los abetos, armonioso y frescos, despidiendo el perfume que emanaba de ti. Allá el trino de los gorriones que, con el eco ausente, pretendía simular tu voz cuando cantabas en el festival de San Estanislao. Siempre estabas, Luvianka.

Habías estado desde que cumpliste diecisiete años. Fue en 1938, cuando te encontré en la plaza, caminando junto a tu madre. Recuerdo que les ofrecía un ramo de violetas. Tu madre no las quería comprar, pero le dije: “Son para la niña” y las tomó de mala gana. Me sonreíste, y eso es lo que más recuerdo de ti. Desde entonces, Luvianka, estuviste. El pueblo era pequeño, y pude conocerte mejor, espiando, preguntando, pero sintiéndote mía, conociéndote como nadie. En cuanto lo creí conveniente, te empecé a hablar, acompañándote cuando salías de la panadería llevando las hogazas calientes a la casa, donde te esperaba tu madre, en su eterna labor de costura. Y aquellas caminatas eran hermosas, porque el sol empezaba a ocultarse a esas horas detrás de las montañas, y te decía que seguro Sieldce estaba incendiándose en ese momento, porque tanto fuego cayendo sobre la ciudad tenía que acabar con todo. Te reías, con aquella risa cantarina, y te burlabas de mí. Eran burlas inocentes, amistosas, no como las del resto de la gente. Siempre fuiste muy buena conmigo. ¿Te digo una cosa? Entonces creí que podíamos ser novios, y que, a su tiempo, nos casaríamos y, con media docena de niños, seríamos felices en una casita afuera del pueblo. Sabía que más de un muchacho te pretendía. Pero eso no me importaba.

Llegó 1939. ¿Te acuerdas? Las hojas se habían puesto amarillas, creo que más que de costumbre, y ya empezaban a caer empapelando los caminos y los campos, cuando los empleados municipales comenzaron a pegar aquellos cartelones rojos sobre las paredes de las casas y de los comercios. Era el llamado a filas. Todos serían reservistas del ejército, el país estaba en guerra, era el deber. El deber de todos, menos el mío. Mi pierna derecha lisiada, mi lastre y mi perdición, el blanco de todas las burlas, ahora se convertía en mi salvadora. Yo fui el que se reía aquel septiembre. Me sentaba en el suelo y miraba burlón a todos los muchachos, muchos de tus pretendientes, y los venerables hombres maduros, salir del pueblo con su mochila rumbo a Brest Litowsk, para incorporarse a sus regimientos. ¡Qué feliz me sentí entonces! La campiña, el río, el pueblo, incluso la capilla del camino a Lublin, todo quedaba solo para nosotros dos, Luvianka. No había ya gente necia que nos estorbara con su presencia y sus palabras. Era nuestro, y, podíamos compartir nuestras ideas y nuestros sueños, todo, sin miradas reprobadoras o de desdén, sin tener que oír ya las burlas ni las vejaciones, sin esperar que volvieras del pajar con aquel muchacho fornido del brazo. Sí, todo era nuestro.

Hasta que llegaron los alemanes. Entraron por la puerta del oeste, con sus grandes máquinas y camiones, con aquel estruendo y olor a gasolina que nos llenaba. Casi todo el mundo huyó, sólo para encontrarse con que Brest estaba ya ocupado por los rusos. Eso también me dio mucha risa. Huir de los alemanes para caer con los rusos. Claro que nosotros no huíamos, Luvianka. ¿Qué podía pretender yo, con mi pierna inútil y mi carro de bueyes? ¿Cómo podías dejar a tu madre, tísica e incapacitada de moverse de su casa? Huir era idiota, siempre me lo pareció. Alguna gente regresó, sí, pero de los hombres, de muchos no se volvió a saber nada. Mejor. Creo que sólo nos hubieran estorbado. Y también a los alemanes, y sobre todo, al Standartenführer SS Reinhard.

Era alto, rubio, de ojos azules, como tú. Entró en un carro descubierto, de pie, mirando a un lado y otro con firmeza. Me pareció simpático a primera vista, y creo que a ti también. Se veía muy marcial con su uniforme gris y sus insignias plateadas. No era muy joven, pero lo parecía, por su cuerpo robusto y la cara aniñada con los ojos azules. Me fijé que inmediatamente le llamaste la atención. Cuando te vio recargada en uno de los pilares de la plaza, sus ojos brillaron. Sonrió, y fue una de las pocas sonrisas que se le llegaron a ver; se inclinó, y dijo algo a su ayudante que iba atrás. Al día siguiente fueron a tu casa aquellos dos soldados con sus cascos bruñidos, a decirte que el coronel Reinhard precisaba de servicio doméstico en su casa, la que había sido del gordo señor Lugov. Tu madre se oponía, pero ¿qué se podía hacer? Fuiste esa misma tarde, y no regresaste sino hasta el siguiente día, en que dijiste a tu madre que el Standartenführer te permitiría visitarla cada tercer día, y que te pagaría bien. No le quedó más remedio que aceptar. Creo que fue un mes después cuando murió. ¿O fueron dos?

Los alemanes no pagaban bien mis productos, por lo que ofrecí mis servicios como jardinero al coronel. No pedía más que comida y hospedaje. El gordo Lugov había mantenido en perfecto estado siempre su hermoso jardín. Pero él había huido al norte, a Lituania, y su jardinero fue enrolado en el ejército. Al Standartenführer le agradaban los prados y los rosales, y aceptó de buena gana mi solicitud. Sólo me preguntó si era judío, mi edad y cosas por el estilo. No hubo ningún problema, y pronto empecé a podar, cortar, sembrar y cuidar las plantas que hasta entonces sólo había podido admirar de lejos, desde el otro lado de los setos que rodeaban la casa del gordo señor Ludov, el comerciante. Entonces pude estar cerca de ti, Luvianka, viviendo en la misma casa. Te veías simpática con aquel delantal verde, desempolvando los muebles, poniendo las figurillas de cerámica en su lugar, ordenando todo. Y luego, en las noches, cuando dormías con el coronel, seguramente te veías más hermosa, más radiante. Por eso nunca te cambió, como me contó el tuerto Buchavsky que hacían otros jefes militares en los pueblos de los alrededores. No, él te prefería, como yo, y no hubiera cambiado su patronazgo por nada, así como él no te cambió nunca. Además, nunca nos trataba mal, ni nos golpeaba como a los judíos del pueblo, a los que un día mandaron en camiones a Auschwitz, creo que cerca de Katowice, para repoblar el lugar. Siempre había pensado que por allá hay muchas ciudades, pero sólo Dios sabe para qué las iban a repoblar, y menos con judíos. El caso es que a nosotros nunca nos hizo nada malo. Al contrario, cuando había banquetes, y venían los jefes de toda la región, a veces nos dejaban comer las sobras de la comida y los vinos. De cualquier manera comíamos bien, con banquete o sin él. Y eso era difícil desde aquel verano en que Brest fue ocupado por los alemanes, y la comida se racionó aún más en el pueblo, porque debía destinarse a las tropas alemanas que ahora peleaban contra los rusos. ¿Te acuerdas, Luvianka, del sonido apagado de los cañones allá en el oriente, en aquel principio de verano, el día más largo de 1941?

Entonces empezaron a pasar camiones y más camiones, llenos de soldados, rumbo al oriente. Nunca se paraban en el pueblo. Siempre seguían, sin dejar sus caras largas y bien rasuradas. Luego eran los tanques. ¿Lo recuerdas? La primera vez que los vi, me asusté. Eran monstruosos y el chirriar de sus bandas de hierro producía escalofríos al que no estuviera acostumbrado a oírlo. Generalmente pasaban de noche, pero cuando lo hacían de día, el Standartenführer se paraba sobre su vehículo, para levantar el brazo y sonreír mientras los camiones y los tanques rodaban hacia la nueva frontera, que, según contaba el tuerto Buchavsky, cada vez estaba más hacia el este. Y tú y yo seguimos aquí, sin preocuparnos de qué podía estar pasando allá o en otro lado. Tú estabas cada vez más hermosa. Eso era lo único que distinguía un día de otro. Cada mañana te veía salir de la alcoba con el pelo más dorado, con la piel más suave y más blanca. Yo seguía podando los rosales y tú seguías estando, como siempre. A decir verdad, el coronel y sus galanteos nunca me importaron, porque tú seguías ahí, y aunque la casita y los niños no parecían posibles en un lapso corto de tiempo, era lo de menos para mí. Sería el año siguiente, o si no, el otro, o el otro. Tú seguías estando, y era todo lo que me importaba.

Así pasó el tiempo. Fueron bellos días, teniéndote siempre en la misma casa, los dos bajo el mismo techo. Nunca salíamos del pueblo. Los pocos que quedaban nos llamaban traidores o colaboracionistas. Pero eso no importaba. Ellos no comían tan bien, ni te tenían tan cerca como yo. Y tú no necesitabas salir. Ahí brillabas como un sol. Éramos felices. Los dos ahí, próximos; yo mirándote de reojo, casi a escondidas; para no despertar celos en el coronel Reinhard, sobre todo desde aquella vez que entré en la alcoba con un aguamanil enviado por Wilhem, su ordenanza, y lo encontré montado sobre ti, y pude ver tus pechos blancos y tu vientre plano, cálido. El coronel se encolerizó y me echó fuera; después se reía de aquello, e incluso me gastaba bromas. Pero ya no te pude ver con desenfado, aunque lo mío y lo tuyo seguían siendo lo mismo, ¿verdad, Luvianka?

Aquel invierno las cosas empezaron a cambiar. El Standartenführer SS Reinhard salía continuamente al frente de batalla que estaba ya muy cerca. Tuviste que pasar las noches sola, vigilada por Wilhem, que una y otra vez se coló a la alcoba. No me puedes ocultar nada, Luvianka, yo lo sé, te vigilaba, sí, puedes decir que te espiaba. Era para cuidarte, sólo para eso. El coronel regresaba en el ánimo de todo, menos en el tuyo, que seguías alegre y bulliciosa. Estando presente o no el coronel, siempre eras la chiquilla que yo conocí un día en la plaza, a la que le regalé un ramo de violetas.

Una noche el Standartenführer SS Reinhard ya no regresó. Wilhelm se puso nervioso. Dijo algo sobre la ruptura del frente, de los rusos, cosas ininteligibles. Yo me encerré en mi cuarto, a un lado del jardín, y en la mañana, por la ventana pude ver a los soldados aquellos, con su uniforme café y su manta cruzada sobre su pecho y espalda, disparando ametralladoras. Pobre Wilhelm, lo destrozaron. Salí entonces y los rusos, viéndome lisiado y vestido de paisano, no me hicieron nada. Me obligaron a subir las escaleras de la casa. Me pusieron frente a ti. Uno de ellos, aquél que hablaba polaco, el de mirada hosca y dura, me preguntó si te conocía. Le dije que no. Que si tú eras colaboracionista. Le dije que no sabía. ¿Recuerdas su rostro cuando dijo que viera cómo trataban a los colaboracionistas? Lo debes recordar, Luvianka, porque fue cuando de un bofetón te arrojó a la alfombra y ahí, uno por uno te fueron violando los del pelotón mientras tú gritabas y arañabas y sangrabas. Después me volvió a preguntar. Le repetí que no y le pedí su pistola. Fue cuando te di el balazo en la sien. Estabas tendida en la alfombra, con la ropa desgarrada, tus senos al aire, blancos, purísimos, con tu cara de Virgen, salpicada pero no por eso menos blanca, y tu pelo dorado, remedando una vez más los trigales y el camino a Lublin, esparcido ante mis ojos y los ojos de esos hombres, admirados por tu belleza.

Sí, eras muy hermosa, Luvianka.

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.