Nostalgia

1

Esa noche me habían invitado unos compañeros de la oficina a tomar unos tragos en el Ambassador, un bar para ejecutivos. No era la primera vez que iba, pero había dejado de hacerlo definitivamente después de la muerte de mi esposa Anastasia. Para ese entonces, ella tenía un año de fallecida y estaba cerca nuestro hipotético segundo aniversario. Su muerte me dolió mucho. Me hizo muy susceptible a sufrir fuertes depresiones. Estaba aburrido. Perdí a mis amigos. Lo único que hacía era inventarme los recuerdos de lo que no pude vivir con Anastasia; las cosas que nos faltaron por hacer, las cosas que nos faltaron por tener y, esa noche, por alguna razón, estaba cansado de ella. La odiaba. Necesitaba distraerme.

—Vamos, te hará bien— dijo uno de los compañeros de la oficina, con cierto tono compasivo, no parecía que el grupo necesitara mi presencia, más bien fue una invitación cortés, por no dejar. Como ya dije, me había convertido en un completo desconocido. Llegamos al bar y la mesera preguntó por nuestras bebidas, yo pedí whisky para empezar. Pasó el tiempo y la plática fue circulando dentro de los convencionalismos, pronto me arrepentí de estar ahí. Miraba a la gente hundiéndose entre las mesas de sombras, repentinamente alguien reía, la música indiferente no paraba. Lejos, el barman saludaba a un hombre que se sentaba en la barra, la mesera caminaba grácil sobre sus tacones. Después de un rato de mutismo, volteé hacia los que estaban conmigo y me di cuenta que ninguno continuaba bebiendo, lo que me pareció bastante molesto. No tenía nada en común con ellos, para empezar, ellos poseían una razón para regresar a casa. Llamé a la mesera, necesitaba otro trago y, después de ése, otro, y otro y otro, y otro más, y tal vez, después de ése, otro.

2

Estaba harto de las conversaciones insípidas. Empecé a decirles que eran unos estúpidos, ellos menos que nadie sabían, no importaba qué, simplemente, no podían saber. Empezaron a decir que me callara, que estaba borracho, que mañana cambiaría de opinión. No quise callarme y se fueron. Me sentí mejor al quedarme solo. Fue un error haber aceptado no debería estar ahí. Sin embargo, después de todo, no quería marcharme, ya estaba demasiado eufórico. Mi vida era tan monótona, me había convertido en un ser silencioso. Veía mi casa ensordecida, recordándome la negación que la imagen de Anastasia constituía; que persistentemente me torturaba. Me resistía a regresar. Vi a la mesera acercarse y le pedí que viniera. Sus pasos agudos sonaban en mi cráneo alcoholizado. Se percató de mi condición y no quiso mirarme. Sabía que no necesitaba otra copa sino su comprensión, un poco de consideración hacia mí. Yo era un borracho más con pretensiones de media noche. Se alejó rápidamente, a secas. No me escuchó porque ya sabía lo que iba a decir, y estaba cansada de tales asuntos. Otro más de los solitarios insoportables, otro malacopa repugnante. Yo estaba consciente de todo aquello y, sin meditarlo, me levanté a buscarla. Precisaba que me escuchara, que dijera algo, no quería hacerle daño, tal vez sólo quería decirle eso. Me acerqué confundido. ¿Dónde estaba? ¿Quién era? No me importó y no reconocía ya su rostro. Vi su silueta detrás de la barra, ahí, esperando que me detuviera. A final de cuentas me atajó un sujeto. Me dijo que la muchacha estaba en horas de trabajo, que no la molestara. Pagué la cuenta y me marché.

3

Subí a mi auto. Resignado prendí el carro para regresar a casa. No tuve problemas para llegar. Entré en la cochera y apagué el motor. Miré la puerta, la luz estática pintando la misma puerta todas las noches. Pintándola con el mismo impávido color blanco. Con las mismas líneas constantes. Y con ese silencio rebuscado, flexible e irrompible; esa falta de sonido, esa lentitud con la que el mutismo atrapa los sucesos y los detiene poco a poco. Mi vida llevaba mucho tiempo confinada dentro de sus extensiones. Me arrepentí por no intentar, una segunda vez, hacer contacto con la mesera. Si tuviera su número telefónico sería un consuelo, por lo menos esta noche, pensé. Qué estúpido fui.

4

Hice el ademán de encender nuevamente el automóvil para ir a algún lugar. No sé, al Emporio, un prostíbulo. No sé, tal vez solamente a dar vueltas. Sin embargo, me detuve porque me di cuenta que eso no calmaría mi ansiedad. Necesitaba hablar con alguien. Saqué el celular y su luz iluminó mi cara, y por ese momento lo único que podía ver eran todos esos nombres que tengo en mi lista de contactos. Bajaba el cursor buscando a la persona que tendría el suficiente reparo de escucharme a esas horas de la madrugada. Continuaba bajando los contactos. Me vino a la mente un viejo amigo, Roberto. Voy a llamarlo, sin embargo, no, él no, porque ya no me conoce, cambié demasiado desde entonces. Además, yo necesito una mujer, oír la voz femenina, sólo una mujer puede entenderme, pensé. Un hombre no querrá oírme porque yo no busco a un hombre. Me sentía ridículo y fatal. Seguí bajando la lista y pensé en Gabriela. No, ella no. Será demasiado aburrido llamarla, entre ella y yo no hay nada, no hay nada, no hay sexo. No quería resignarme porque las horas pasaban y pronto amanecería; me ocasionaba un terror enorme el hecho de levantarme y ver todo igual. De pronto, recordé a Andrea y la llamé. Una antigua conocida, antes de Anastasia, aún conservaba su número. Ya llevaba mucho tiempo sin tener razón de ella, en ese momento no me importó nada. Me inventé una excusa entre el lapso que va de presionar el botón de marcado y el primer tono.
Esperé nervioso la conexión, ese pequeño vacío de expectativa que fue roto con la voz artificial: “Su llamada será transferida al buzón”, colgué. Lógico, seguramente, ya habría cambiado de celular. Mi desesperación me había llevado a inventar ficciones, como sea de todas formas ella tendrá su vida, no puedo nada más irrumpir en ella, y menos a esta hora. Todas estas cavilaciones en vez de tranquilizarme, en vez de ayudarme a aceptar las circunstancias, de hacerme parar la tortura, el ridículo; en lugar de dormirme ya de una vez para no seguir pensando, reafirmaron más mi decisión de encontrar a alguien. Como si estuviera indignado con el mundo, con la maldita gente. Llamé a Alejandra, popular en el trabajo, atractiva. La sangre se me fue a las sienes, me agarró por sorpresa su voz somnolienta.

—Bueno…

—¿Alejandra?… Soy Rubén.

—… ¿Rubén?

—Del despacho… ¿Cómo estás?

—…¿Quién? ¿Qué hora es?… Oye… estaba dormida…

—Disculpa, solamente, quería saludarte… ¿Te llamo mañana?

Después ya no tuve respuesta. El cansancio y la borrachera me confundían. Me sentía estúpido, encerrado, no tenía escapatoria, no importaba cuánto buscara, no importaba que hubiera personas a unos metros en las casas vecinas. Estaba solo. Pero no quería aceptarlo. Pensé en Anastasia y la odiaba porque se había muerto. Pinche Anastasia. No era justo para mí…

*

Me quedé ahí una media hora, en silencio. No quería que amaneciera, estaba cansado pero no podía dormir. Vi nuevamente el celular y todos esos nombres. Me pareció absurdo que tuviera tantos. Por último, qué más me quedaba, busqué el de Anastasia, como si eso me acercará a ella, como si ése fuera el único nombre en la lista. Lo observé y llamé, por inercia, por no dejar. Después de todo era la única persona que estaría disponible para mí. Todos dormían y nadie me conocía. Aunque estuviera muerta, era ella o nadie. Y esperé el tono…
Su familia no se había deshecho del celular, seguramente su hermana lo usaría ahora o, quién sabe, tal vez estaría sonando dentro de un cajón. Seguía sonando, no iba a colgar hasta que me pasara al buzón, tal vez, aún, se escucharía ella diciendo que dejara algún mensaje.

—Bueno…

Contestaron, ¿su mamá o su hermana?

—Sí, bueno, habla Rubén… ¿Quién habla? 60

—Soy yo… —dijo de una manera que me era particularmente conocida.

“Soy yo” ¿Quién más podría decir eso? Ya sabía quién, pero, ¿qué era esto? Me sentí aliviado. Mi mente enferma me hacía oír lo que quería, sinceramente no sé cómo concebí en aquella aberración alegría. Era Anastasia. Y, contradictoriamente estaba confundido, no sabía qué decir, sin embargo la respuesta había sido contundente. La conocía bastante y, después de su fallecimiento, repetí en mi cabeza cada uno de sus ademanes y expresiones. Sabía aún más de Anastasia ahora, muerta; era ella sin ninguna duda. Pero, ¿qué sucedía?, ¿cómo es que estaba hablando conmigo? Y a pesar de todo, esperaba aquel momento desde hacía tanto tiempo. Deseaba verla. Estaba muerta, sí, pero, ¿eso a mí qué me importaba?

—¿Te desperté? —dije.

—Sí…

—Yo y mis llamadas de madrugada…—continué confundido. Empecé a dejarme llevar por las circunstancias.

—Hacía mucho que no sabía de ti… ¿Por qué no me hablaste antes?

—Pensé que no podía llamarte…

—¿Por qué dices eso? Sabes que puedes hacerlo cuando quieras.

—He pensado mucho en ti últimamente…

—Yo también…
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—¿Dónde estás? —pregunté y al instante me arrepentí de hacerlo. No sabía qué clase de respuesta recibiría, estaba desconcertado, todo era tan extraño.

—En mi casa ¿dónde más? —dijo sorprendida.

—¿En tu casa?¿En cuál casa?¿La del centro? —mi impulso fue decirle que no podía ser verdad, que ella no estaba en su casa. Me torturaba pensar que no lo supiera. ¿Cómo le decía que estaba muerta desde hacía un año? La amaba, pero de pronto vi que todo era una perversión. ¿Qué sucedía? El alcohol no podría causarme estas alucinaciones, ¿estaba tan desesperado?

—Sí, ¿por qué? —dijo.

—Por nada, pensé que tal vez estabas… lejos…

Quería verla, no sé si era porque estaba solo y desesperado por tocarla, ya no me bastaba con oírla o si únicamente lo que me movía era el morbo de saber cómo es que ella estaba en su casa del centro, esa casa en donde ella vivió sola, antes de casarnos. No sé por qué quería verla, me gusta pensar que era claramente porque la amaba, sin embargo, sinceramente, todo aquello me tenía confundido. Le dije:

—Quiero verte…

—… ¿No es muy noche?…

—No es problema…

—Ok, te espero.

Después colgó.

5

Prendí el carro. Esta vez, al contrario de otras noches, tenía una razón, ya no deambularía interminablemente en círculos. Eran las tres y pronto amanecería, pero no importaba, no iría a trabajar, estaba cansado de todo. ¡Era Anastasia! La calle se extendía iluminada bajo los arbotantes, bajo las ramas que se elevaban como grietas. De pronto me di cuenta que el efecto del alcohol se me había pasado. Aceleré. Quería llegar pronto, posiblemente porque me dio miedo andar solo entre tanta inmovilidad. La noche se había estancado, todo permanecía tan detenido, y yo ahí avanzando, haciendo ruido. Yo ahí respirando en el silencio como dentro de una cripta.

6

Vi la casa. Ya en otras ocasiones había pasado por ahí y sabía que después de Anastasia nadie vivió en ella. Se me presentaba oscurecida, abandonada. Bajé del carro. Nervioso, me acerqué a la ventana, no pude ver mucho, me percaté de los ángulos vacíos. No había muebles y las paredes imperturbables se trasponían opacas, unas tras otras. Estaba muy desconcertado. Entonces lo de la llamada fue una alucinación, pensé. Me asusté porque me di cuenta que me estaba volviendo loco, era un enfermo. Tan enfermo que, después de eso, vi cómo Anastasia abría la puerta y se quedaba parada sonriéndome. Vestía un especie de bata y traía el cabello alaciado, caía sobre sus pómulos. Me sonreía mostrando sus bellos dientes. Me dijo que pasara.

*

Fuimos adentrándonos entre los pasillos a oscuras, tomé su mano y ella me guiaba por el trayecto entre los cuartos. Había mucho espacio, ningún lugar de la casa tenía muebles. Las paredes se elevaban como las de un laberinto, parecía que corríamos el riesgo de perdernos si continuábamos avanzando. Yo había entrado queriendo no salir, decidido a quedarme con Anastasia permanentemente en todo ese espacio negro. Ella me adentraba en la casa como si fuéramos buscando la soledad en esta ciudad atestada. Como si lo que me hubiera hecho falta todo ese año fuera aquel silencio. Traspasamos al que era su cuarto de antaño; uno de los más amplios, estaba casi al fondo, junto a una ventana que daba al patio. Nos paramos en medio. Extendí la mano, sentí un suave seno. Entré más a la oscuridad, distinguí el aroma, el torso, después el cuello, la cabellera, los labios, la cintura, el aliento. Todo un cuerpo desnudo abrazándome, un cuerpo sin identidad, pero tan cálido como Anastasia. Era ella. Quise preguntarle muchas cosas, pero pensé que sería inútil e innecesario por el momento. Fuimos adentrándonos, peligrosamente, el uno en el otro, corríamos un gran riesgo si continuábamos avanzando. Su respiración cerca de mi cara, su humedad se abría frente a mí. Tomé su espalda y fui bajando interminablemente al mismo tiempo que acercaba mis labios a su cuello. La empecé a besar. No podía ver nada, solamente sentía su pecho sostenido sobre el mío. Empezamos a deslizarnos en un cilindro. Me senté en el piso helado, después, incliné la espalda en la superficie. No sabía si tenía los ojos cerrados o abiertos en la penumbra. No dijimos ninguna palabra.

7

Abrí los ojos. Me había olvidado de lo oscura que estaba la casa. Me sorprendí al darme cuenta que tenía demasiado espacio para mí solo, como si de pronto me descubriera perdido en un desierto, a ciegas, sin tener algún indicio para orientarme. Me dio pánico. Levanté el torso buscando de esa forma ver claramente, pero no fue así. Pedí ayuda con un grito. Oí la respiración de Anastasia, sólo de esa manera me acordé de lo sucedido. No supe si la había despertado, sin embargo, ella no se movió, solamente continuaba horizontal, ajena. Tenía mucho frío y la abracé, se embonó a mi postura, continuaba abstraída en su sueño y, a pesar de que abrazarla resultaba físicamente reconfortante, estaba intranquilo. Quería que Anastasia me hablara, que me dijera qué sucedía. Empecé a darle besos a tientas y se enroscó como un caracol, como si quisiera meterse en su cabeza, persiguiendo su sueño. Pensé que era inútil despertarla, todo se me ocultaba.

8

Volví a quedarme dormido y desperté cuando clareaba. Observé los ángulos vacíos del cuarto y vi la espalda de Anastasia completamente desnuda. Tenía frío, volví a abrazarla. Ella continuaba dormida, como si no quisiera ser molestada y eso hizo que me sintiera un intruso. De pronto pensé que ya era suficiente silencio y frío, que con la luz del sol podríamos hablar, aunque fuera para volver a dormir. Me acerqué a Anastasia ocupando su espacio, dejando su respiración sin lugar. Estaba nervioso, no sabía qué hacer. Mantuve la vista en su cara y supongo que ella sintió la presión. Abrió los ojos reconociéndome y sonriendo, sorprendida de que hubiera pasado la noche a su lado. Me sentía extraño y pensé que ése era el primer momento en que estábamos juntos, que lo que hicimos fue tan frenético que no dio tiempo de nada. Y me alegré por primera vez en mucho tiempo. Le di un pequeño beso para después poder conversar, sin embargo, únicamente nos quedamos mirando. Volvió a enroscarse en sí misma, sólo que en está ocasión apoyó su cuerpo en el mío, de espaldas, mirando hacía la ventana. Después me di cuenta de sus sollozos, quise ver su cara pero no lo permitía con su postura; me acerqué a su oreja, escuché su llanto como al viento en un caracol. Sin embargo no me era posible deducir lo que sucedía. No decía ni una palabra, únicamente lloraba levemente para ella, como si yo no estuviera ahí. Su cabellera se derrumbó sobre la cara y solamente logré entrever sus labios expresando tristeza. Me preocupé, y me mantuve a la expectativa.

—¿Qué pasa?

—Tuve un mal sueño.

Se volvió, afectada.

—Tuve un mal sueño —continuó diciendo, como si hubiera sido mi culpa.

—Sólo es eso, tranquila.

No me escuchaba, no me veía a mí, parecía recordar aún las imágenes que la habían perturbado.

—Ya terminó, no tienes por qué preocuparte, todo está bien —dije sin convicción alguna.

—No recuerdo bien el lugar, era como una fiesta —empezó a decir mirándome fijamente—, había personas que se reían a carcajadas, perversas. Sabía que estabas entre todos. Me metía a empujones a buscarte mientras los demás continuaban riéndose, se burlaban de mí. De pronto te encontré junto a otra mujer, la abrazabas. Lo hacías muy naturalmente, como si no fuéramos nada. Me comentabas algo y después volteabas a platicar con esa mujer. Me daban ganas de largarme a otro lado, te decía que me llevaras a casa pero contestaste que tomara un taxi, me diste dinero. Me fui esperando que me detuvieras, sin embargo, el taxi ya estaba ahí. Miré atrás y me daba mucha rabia que te hubieras quedado. El hombre que conducía no tenía cara, no me había dado cuenta hasta que empezamos a adentrarnos en la ciudad, me asusté mucho cuando lo vi. Le dije que me trajera a mi verdadera casa porque no quería saber de nada que fuera tuyo, nada, porque no había nada mío junto a ti. Éste era el único lugar que realmente me pertenecía. Cuando llegué, el hombre se bajó y le dije que no entrara, sin embargo, lo hizo. No podía distinguir su rostro. Se acercaba pesadamente y no lo podía detener. Era como si deseara matarme. Era tan grande. Me cubrió por completo con su cuerpo, sentí su vaho en el oído. Fue cuando pude ver su rostro. Luego me desperté. No vi cuando me mató. Pero sé que estoy muerta. No sentí nada y aún puedo estar aquí. Sé que estoy muerta. Y no pude hacer nada.

No respondí. Fui incapaz de consolarla y lo raro era que me miraba con miedo, como si yo hubiera tenido la culpa de su sueño o de su muerte. Puso su cabeza sobre mi pecho de manera tan triste que no supe qué decir. Me di cuenta que no podía hacer nada, nos hallábamos separados a pesar de estar uno sobre el otro. Estaba muerta y hubiera sido una estupidez negarlo porque Anastasia lo sabía perfectamente. Ella correspondía a otro estado mucho más amplio, donde se escapaba de mis manos, otra vez.

—¿Cómo era el hombre? ¿Quién era? —dije como si de esa forma enmendara el error que cometí en su sueño. No pronunció ni una palabra, solamente volvió a llorar muy cansada y confundida. Tomé su cabeza para hacerla mirarme pero sus ojos cambiaron de dirección. Era inasible. La acosté nuevamente en mi pecho. No la entendía, no sabía qué hacer. De pronto empezó a abstraerse, su cuerpo empezó a enfriarse, sus dedos calaban como metales en mi pecho y su cara empezó a hundirse. Solamente sus ojos ensombrecidos fulguraban.

Me separé de ella y en ese momento se enroscó permaneciendo en medio del cuarto como un cadáver. Me acerqué a ella y vi que observaba detenidamente un punto indefinido. No dejaba de verlo con la misma tristeza de siempre.

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.