Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

El escritor y su muerte

Escribo esta columna en un marco cultural libre de muertes de escritores. Una doble fortuna: no hay deudos ni tampoco hay homenajes luctuosos virtuales, tan característicos de nuestros tiempos.

Creo que puedo describir las fases del homenaje luctuoso virtual. La primera consiste en enviar ‹‹buena vibra›› y ‹‹fuerza›› al escritor convaleciente, vía redes sociales. La segunda, cuando el escritor ha fallecido, consiste en la elaboración de frases tipo ‹‹descanse en paz [inserte aquí el nombre del muertito], grande entre los grandes. No sabes cuán importante has sido para mí››. Epitafios plañideros que roban escena al que se nos ha ido, que van más o menos así ‹‹jamás, nunca, nadie, me habló tan directo al corazón como tú [nombre del muertito]››, ‹‹tú has sido la mayor influencia en mi obra››, ‹‹¿ya leyeron lo que escribí con motivo de la muerte de [nombre del muertito]?››. Luego viene la bendita fase de euforia consumista en la que se agota el tiraje de sus libros. Luego, la nostalgia y por último el olvido comercial.

La velocidad con la que se suceden estas fases así como su duración, dependen directamente de la popularidad que el escritor adquirió antes de su muerte.

Gabriel García Márquez murió el 17 de abril del 2014 y todo el mundo se enteró. Más aún, no lo dejaron descansar en paz durante varios meses. Ese mismo año y en ese mismo mes falleció el escritor norteamericano Peter Matthiessen sin que nadie dijera nada, sin que conociéramos que de joven fue informante de la CIA, maestro zen desde los 50 años, un incansable activista a favor de los derechos de los pueblos indígenas, enemigo público de los Estados Unidos, según el FBI.

Gabriel García Márquez sólo escribió. Quizá mucho mejor que Matthiessen. No sé. Habrá que esperar a que las obras del norteamericano se distribuyan en el mundo de habla hispana para verificarlo.

No es que quiera decirle al mundo que una vida fue mejor que la otra basándome en el compromiso social. Considero que un escritor comprometido, tanto como el no comprometido, pueden crear una obra de valía o una obra mediocre. Pero al respecto hay mucho que escribir todavía y nada sería definitivo.

Dejando de lado la vida del escritor, ¿qué de poético hay en su muerte, es decir, el último momento terrenal representable en una escena? El grado poético está directamente relacionado con el nivel de humor negro de quien aprecie ese último momento terrenal.

García Márquez y Matthiessen murieron por enfermedades consecuentes al deterioro humano, el primero por cáncer linfático y el segundo por leucemia. César Vallejo (+1938) por la reactivación de un paludismo que le venía de la infancia; Neruda (+1973) por cáncer de próstata; Octavio Paz (+1998) se murió de cáncer al igual que Borges (+1986); y Benedetti (+2009) por insuficiencia renal.

Toda esta breve nómina de acaecidos de muerte simple se engloban en las palabras de Laura Emilia Pacheco –hija de José Emilio Pacheco (+2014)-, que dijo en ocasión de la muerte del poeta: ‹‹Se fue muy tranquilo, se fue en paz, murió en la raya como él lo hubiera querido››. En efecto, todos se fueron en santa paz, tranquilamente, no sin librarse de los dolores que causan las enfermedades. Ahora bien, ¿qué es eso de “morir en la raya”?, ¿habrá querido decir que su padre de aferró a la vida?, ¿cómo saber si lo hizo? Y lo más importante, ¿qué nos importa si al fin de cuentas dejó una obra aceptable?

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Hay muchos que nos dejaron debido al exceso de alcohol, drogas y mujeres. Otros, vilmente asesinados, como García Lorca (durante la guerra civil española), Marlowe (le clavaron una daga en el ojo durante una pelea en un bar), Jean-Paul Marat (fue apuñalado en una bañera, donde pasaba gran parte de su tiempo).

No faltan los que se murieron jóvenes, como José Carlos Becerra (de 34 años), y Ramón López Velarde (en los cristológicos 33 años). En torno a ellos y a otros se crea una atmósfera melodramática en la que se lamenta, no su muerte, sino la no lograda obra que pudieron habernos dejado.

Entre lo trágico y absurdo está el suicidio. Hunter S. Thompson se voló la tapa de los sesos el 20 de febrero del 2005; Pizarnik, sumamente decidida a irse, consumió cincuenta barbitúricos en el 72; Paul Celán se arrojó en el Sena, desde el puente Mirabeu, en el 70. Hart Crane, en un viaje en barco de México a New York, quiso ligarse a un marinero por lo que el resto de la tripulación lo agarró a golpes. Avergonzado, se arrojó del barco. Jamás se recuperó su cuerpo. De Jorge Cuesta sabemos que murió a los 30 años de edad, colgándose con sábanas del sanatorio Lavista, en donde se internó tras un segundo acceso de locura en el que se acuchilló sus genitales.

Obviamente, estimado lector, no son las únicas muertes ejemplares. Usted, seguramente, irá generando sus objeciones y me reprochará el que no haya incluido tal o cual. Quiero hacerle la aclaración de que no pretendo hacer un top-ten de las mejores muertes en la literatura, sino crear un campo semántico, un escenario, si me permite la expresión, para llegar a una pregunta más importante.

Fuera del morbo, ¿sirve para algo el conocer las formas en que se nos han adelantado estos escritores? Pues… depende. Al escritor no se le puede seguir en todo, ni en su escritura, ni en su vida, ni en su muerte.

A menos que su escritura, su vida y su muerte sean un todo que realiza un ideal artístico (aunque suene platónico). Reinaldo Arenas lo expresa excelentemente en Antes que anochezca:

Cuando yo llegué del hospital a mi apartamento, me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: ‹‹Óyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de mi vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano››

Arenas –quien coherentemente se suicidó en 1990, ingiriendo barbitúricos y alcohol, además de una ayudadita que le dio su amigo Lázaro Gómez Carriles administrándole asfixia, según se sospecha- pudo completar su obra, tal como lo indica su carta de despedida publicada en el mismo libro.

Luego entonces, ¿cuánto tiempo se necesita para completar la obra?, ¿tres años?, ¿cuántas veces tres años antes de que, por el medio que sea, se acabe la vida? No sé. Lo único seguro, además de la muerte, es que uno tiene que seguir escribiendo.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.