Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

EL RITUAL DE LA COSTUMBRE

Escribiendo que es gerundio

Vamos a suponer, estimado lector, que usted –como yo, como otros tantos seres humanos en este planeta- es escritor. Supongamos también que su musa personal lo ha hecho presa, que se encuentra ahora –o en cualquier otro instante- frente a la computadora, tecleando –lo que sea-, con una agilidad de pianista.

Ya lleva varias horas escribiendo sin interrupción. Le duele la espalda, la nuca, se le cansa la vista, el espíritu decae poco a poco. Finalmente, en el cansancio absoluto, teclea Control G, satisfecho.

Tanto usted como yo –y los otros millones de personas- consideramos lo escrito como una muestra de genialidad, el fruto íntegro de la inspiración, la mejor obra jamás escrita que nos sacará de pobres. Aquí detengamos el vuelo de la imaginación, justamente en el instante de solaz satisfacción.

¿Ya se puso a pensar en todos los pasos que siguió para llegar a esta magnífica versión? Le pregunto, ¿cuántas tazas de café bebió?, ¿escribió de pie o sentado?, ¿escribió durante el día, la noche o en plena madrugada?, ¿se encontraba elegantemente vestido, en harapos, desnudo, ebrio, drogado, hambriento o desvelado?

Si su respuesta fue afirmativa en cualquiera de las anteriores, debo decirle, estimado lector, que está a punto de reproducir alguno –o varios- de los rituales que realizan los grandes autores al momento de escribir.

Pido la paz y la mesura

Recuperemos el momento en el que terminamos la obra de un solo jalón. Seamos sinceros y reconozcamos que eso que tenemos delante de nosotros es, simple y llanamente, un borrador, bueno, malo, regular, execrable, incomparable, significativo, lo que sea.

De cualquier manera, necesita un trabajo posterior en lo personal, o enriquecido por muchos en un taller literario. Este último es un proceso que los integrantes de registrozdevoz.com vemos con naturalidad. Todo texto publicado en esta revista pasa por el tamiz de las apreciaciones personales, grupales y luego otra vez personales, para lograr su mejor versión.

Ese es nuestro rito grupal. Ignoro si cada uno de mis compañeros tiene uno propio que desarrolle en la intimidad. No me importa. Eso es lo de menor relevancia en la creación literaria.

A nuestra humilde idea se opone el morbo publicitario que eleva a un grado superlativo de importancia los rituales del escritor. El morbo publicitario investiga el más mínimo detalle en el proceso creativo de un autor, lo reviste con un halo de excentricidad, y lo ofrece a los consumidores como regla.
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Los elabora a modo de decálogo, heptálogo, pentálogo, trilogía, etc. Recomienda escribir en una postura horizontal –o sea, acostado-, como Orwell, Twain y Proust, porque ellos fueron prolíficos. Ergo, si yo escribo acostado, escribiré la misma cantidad de libros.

Si tengo buenas piernas escribiré de pie, como Camus y Hemingway. Si la afición es la cafeína, escribiré como Balzac. Ahora bien, si padezco de tendencias de alquimista, seré como una Isabel Allende quien hace conjuros, inicia sus novelas cabalísticamente en los días 8 de Enero, a la luz de una vela hasta que se consuman las necesarias para terminarlas. Y, si soy un romántico adicto a la cursilería, escribiré descalzo, con una flor amarilla en el escritorio, como García Márquez.

Pudiera mencionar muchos más ejemplos sin dejar de recaer en que son meramente costumbres peculiares, que son más atractivas que la otra costumbre de escribir al estilo de un obrero, es decir, en una jornada laboral de ocho horas, como cualquier otra persona sometida a los avatares del capitalismo voraz.

Efectos personales

En efecto, decir que uno escribe durante ocho horas –que incluyen receso para desayunar- no es tan atractivo como el decir que se escribe parado de cabeza.

Es imposible escribir parado de cabeza. Así como también lo es el escribir con un cigarro en la boca porque el humo estorba; y el tener una botella al lado porque hemos de elegir la botella sobre la obra. Y es ridículo decir que uno escribe en las cantinas, en los cafés, en las bancas de las plazas, en la fila del banco, o en la taquería, pero lo pregonamos para agarrar desprevenidos a los interlocutores ingenuos que apenas nos conocen. Para guardar la pose, pues.

Me cuesta trabajo imaginar a mis contemporáneos –escritores laguneros de cualquier edad, vigentes o en la decadencia-, generando su ritual. Pero si lo tienen, ¿qué tan diferente es de los que se popularizan?, ¿les ha servido para crear esa obra inmemorable?

En mi caso tengo un ritual al que me apego con cierta disciplina: escribo a mano en hojas recicladas. Cuando considero que está terminada esa primera versión, la paso a la computadora; luego la tallereo, y por último la corrijo en la cálida intimidad. Pero la obra, como si fuera un ente vivo, pide madurar más tiempo del que yo pensaba. Así que pasan meses, inclusive años para que yo pueda decir que está hecha. Como se puede observar no hay nada extravagante.

Lo que realmente sirve es, como lo he dicho otras veces y no soy el único, el escribir con disciplina personalizada. A diario, por temporadas, aprisa para terminar una obra por encargo. Recordemos que los escritores laguneros no siempre vivimos del arte, que trabajamos como cualquier otro ser humano, perseguimos la chuleta, asoleamos el lomo, y luego escribimos. Por las noches embriagantes soñamos con ser funcionarios de la cultura, de los respetables, de los que llaman a cada rato para dar talleres, impartir conferencias, a ser juzgados de un premio, siempre pensando en que tenemos una gran obra que nos respalda.

Volviendo a la seriedad, en el trabajo literario los rituales quedan subordinados a la disciplina, permitiendo que se mejore la técnica, las capacidades volitivas y emocionales, para que la obra tome su verdadero curso, su magnificencia, lo que de bello le corresponde.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.