Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

AUTOPSIA PRELIMINAR DE JORGE IBARGÜENGOITIA

Uno

Echándome un clavado en la memoria, recuerdo que el primer libro que leí de Jorge Ibargüengoitia fue La ley de Herodes. Continué con Los relámpagos de agosto y de ahí me pasé a Maten al león. No soy de esa clase de lectores que siguen fielmente a un autor y que devoran su obra en orden cronológico. Más bien, me atengo a la fortuna –y a mi estado de ánimo- para leer lo que ella me depare.

Así, la obra de Ibargüengoitia fue cayendo en mis manos de manera aleatoria, pero no en su totalidad. Aún no me topo con Estas ruinas que ves, por ejemplo. Si alguien la tiene, no se apresure a ofrecérmela ya que de momento estoy interesado en comprender el periodo teatral del guanajuatense, que descubrí cuando leí El atentado y Piezas y cuentos para niños.

Mis investigaciones me llevaron a saber que Jorge Ibargüengoitia fue el mejor discípulo de Rodolfo Usigli –padre plenipotenciario del teatro mexicano-, por encima de Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña, Emilio Carballido y Héctor Mendoza, compañeros de generación en la clase de Teoría y Composición Dramática, la llamada “Generación de los 50’s”.

“De mis vagos alumnos (y no digo vagos en el tradicional sentido universitario sino en el académico) […] usted me parece hasta ahora el único que ha encontrado un camino propio.”

Estas son palabras que Usigli le escribió a su alumno más adelantado en una carta fechada el 31 de diciembre de 1953. El motivo de la misiva fue el de realizar correcciones a una obra teatral –Susana y los jóvenes– que Ibargüengoitia le había presentado a manera de examen final en el tercer año del curso. En la epístola se puede leer también lo siguiente:

“Me agrada, sin embargo, que no aborde usted temas literarios superiores a su experiencia humana, y tengo la impresión de que ha descubierto una veta y tocado una cuerda nueva en la historia de nuestra metafísica comedia.”

El maestro pudo detectar el carácter con el que su alumno se distinguiría en la historia de la literatura mexicana: “Posee virtudes humorísticas que habrá de ahondar” le dijo sentenciosamente. Usigli fue un maestro que enaltecía y humillaba en un solo movimiento. En la carta destroza el texto y al autor con furia implacable:

“Sus tramas son endebles y le falta el amor –y amor quiere decir cuidado- del lenguaje. […] Su emoción humana, como la experiencia en el poema de López Velarde, ‹‹sigue señorita›› […] En todo caso, me da usted en la lectura de Susana, la impresión –pasajera, ¡ay!, así como usted es pasajeramente muchacho- de un muchacho que aborda con gracia y desenvoltura el problema de una comedia mexicana –esto es, salida realmente de México-, aunque no lo resuelva. Tiene usted obligación de lo primero pero no de lo segundo.”

Tengamos en cuenta que quien hace la crítica es el Rodolfo Usigli gigante del teatro mexicano, y que quien la recibe es apenas un ingeniero trunco que recién se iniciaba en la literatura por medio del arte dramático.

Dos

Jorge Ibargüengoitia se dedicó al teatro durante diez años, de 1954 a 1964, a pesar de las críticas de su maestro y de las dificultades que se le presentaron para producir sus obras. Esta no es una historia de triunfo ni de superación personal. De hecho, el dramaturgo –eterna promesa que jamás se consolidó- se alejaría del teatro muy amargado, sin volver a escribir nada y negándose a los posibles montajes de sus obras.

A propósito del tema, la dramaturgia de Ibargüengoitia se encuentra compilada en la editorial Joaquín Mortiz, en tres tomos publicados entre 1980 y 1990, varios años después de su muerte en España, en 1983.

Como parte de sus actividades dentro del espectro teatral mexicano de aquellos años, encontramos que fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1954 y 1956), de la Fundación Rockefeller (1955), en la Fundación Fairfield (1965), y de la Fundación Guggenheim (1969). Pero una sola de sus obras obtuvo un premio de renombre: en 1963, El atentado –publicada en 1964 en la Revista Mexicana de Literatura- empató en el primer lugar del Premio Teatro Casa de las Américas con Milagro en el mercado viejo de Oswaldo Dragún.

Ibargüengoitia nos hace saber su molestia ante el empate en un artículo llamado Teatro. Experimenta y verás (Revista de la Universidad de México. Vol. XVII, num. 12. Agosto 1963):

“¿Por qué? Porque Osvaldo Dragún no me parece un buen autor. Si me lo pareciera, yo no escribiría como Ibargüengoitia, sino como Osvaldo Dragún.”

Tres

Entre 1961 y 1964 Jorge Ibargüengoitia fue un crítico implacable. Publicó en Vuelta, Revista de la Universidad de México y en los suplementos culturales México en la cultura del periódico Novedades, La cultura en México del periódico Siempre!

De Federico Shoereder Inclán, a propósito de su obra Hoy invita la güera, dijo:

“Quién sabe qué haya querido hacer, pero le salió una farsa muy mala. Lo que no entiendo es por qué el Departamento Central no se da cuenta de que ese Santa Anna sí es un insulto a la dignidad nacional, porque un país que eligió presidente no sé cuántas veces a un señor así, se merece… pues no sé… una obra como la de Inclán, probablemente.” (Teatro. Todos somos cándidos. En Revista de la universidad de México. Vol. XVII. Num. 4. 1962).

Con estas líneas como ejemplo, podemos ver que era el crítico que todos quieren ser pero que pocos pueden lograr: preciso, agudo, sarcástico, humorístico. Se metió con las vacas sagradas de la era dorada del teatro mexicano, en particular contra Alfonso Reyes, el Aristóteles mexicano.

La crítica llevaba como título El Landrú degeneración de Alfonso Reyes (En Revista de la Universidad de México. Vol. XVIII. Num. 10. 1964). Fue la más polémica, ya que cinco años atrás Reyes había muerto y había sido elevado a la categoría de santo por parte de sus seguidores. Miren esto:

“El espectáculo de la Casa del Lago está formado por dos obras: La mano del comandante Aranda y Landrú. La primera es una obra extraordinaria, porque podría llamarse Cómo matar el tedio en ocho páginas, escrita por un señor (Alfonso Reyes) que no tenía nada que decir y que estaba empeñado en escribir ocho páginas. Al final del cuento, el protagonista, que es la mano del comandante Aranda, descubre que después de todo, la mano ha sido pretexto literario infinidad de veces y decide suicidarse, que fue lo que debieron hacer las ocho cuartillas de Alfonso Reyes, desgraciadamente no lo hicieron y se las tiene uno que soplar para fin de ver Landrú […] El público de la Casa del Lago se ríe cuando se lo mandan, que es cada vez que la mano hace un signo procaz. Esto es más lamentable todavía que la obra, porque ocho cuartillas malas cualquiera las escribe, pero que el público no tenga alientos para protestar ante un fraude es signo nefasto del tiempo y de la sociedad que vivimos.”

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Salió a la defensa de Reyes el joven Carlos Monsiváis. En el mismo número de la Revista de la Universidad, publicó su artículo Landrú o la crítica de la crítica humorística o cómo iniciar una polémica sin previo aviso. De esta crítica de la crítica sólo rescato algunos renglones:

“Porque es muy peligroso que lo pintoresco haga las veces de razonamiento y que se pueda, en nombre del sentido del humor, legalizar la arbitrariedad […] Creo que JI, al atender a la obra y juzgarla como el relato sobre ‹‹un señor mediocre y vagamente degeneradón››, cayó en la trampa de su facilidad humorística: es muy gracioso, pero apartado de un análisis coherente […] Con chistes se puede alejar al lector del desarrollo lógico de un punto de vista.”

Jorge Ibargüengoitia contestó lo siguiente, sin irse de lleno en contra de Monsiváis, dejándonos una sensación de superioridad, humorística y arbitraria:

“Escribo este artículo no más para que no digan que me retiré porque Monsiváis me puso como Dios al perico […] No me voy ni arrepentido, ni cesante, ni, mucho menos, a leer las obras completas de Alfonso Reyes. Me voy porque ya me cansé de tener que ir al teatro […] Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue en broma es un imbécil […] El caso es que decir que Alfonso Reyes escribió dos obras malas (una de las cuales, por cierto, no se atrevió a publicar) sigue siendo aquí un pecado tan grande ‹‹como si›› alguien dijera, hace cincuenta años, que Ángela Peralta cantaba muy feo, o hace veinticinco que Francisco Sarabia era un mal piloto. Así que ¡Viva México! ¡Gloria a los héroes que nos dieron patria!”

Cuatro

Mientras el mundo se interesa por las novelas y cuentos de Jorge Ibargüengoitia, Juan Tovar, M. Cristina Secci y Vicente Leñero, se ocupan de los años dramáticos. El primero desde la memoria fraternal, la segunda desde la totalidad de sus textos –narrativos, dramatúrgicos y periodísticos-, y el tercero desde el itinerario de un autor dramático en el teatro mexicano de los años cincuenta.

El tema recurrente en los tres escritores arriba mencionados es la decisión de Ibargüengoitia por abandonar el teatro. Juan Tovar dice que “no quería seguir lidiando con entes y entidades teatrales” (Ibargüengoitia: los años dramáticos. Doble vista. El Milagro. México 2006). Cristina Secci nos remite a leer las críticas teatrales que escribió de 1961 a 1964 (las cuales fueron publicadas por la editorial El Milagro bajo el título El libro de oro del teatro mexicano), para encontrar que le desagradaba sobremanera que las obras a las que asistía fallaran en la relación texto-puesta (Rompecabezas: vida y obra de Jorge Ibargüengotia. En Casa del Tiempo. Num. 88. Mexico 2006).

Vicente Leñero, por su parte, nos cuenta exhaustivamente cómo fue el itinerario de éste autor dramático (Los pasos de Jorge. Joaquín Mortiz. México. 1989). Dificultades para los montajes, fracasos en taquilla y en temporada, una resistencia tan extraña -quizá absurda- para que Ibargüengoitia alcanzara la misma gloria que sus compañeros de generación.

El mismo dramaturgo, convertido ya en narrador, confirma rotundamente lo que los tres escritores han querido decir:

«A mis estrenos les debo la salud mental. Si no fuera por ellos todavía estaría escribiendo obras teatrales.» (Memorias de un dramaturgo subvencionado. En Vuelta. Febrero 1979).

Y en otro artículo, en el que recuerda que en 1959 visitó a Salvador Novo, en aquél entonces director del Departamento de Teatro de Bellas Artes, para pedirle un anticipo sobre regalías futuras, con la serenidad que dan los años nos dice:

“Han pasado diecinueve años desde que el protagonista de esta historia entró en el despacho de Salvador Novo a dar un sablazo. En el rostro del autor se notan las huellas del tiempo: ha engordado, ha encanecido, tiene papada, pero vive feliz. No tiene deudas ni se siente olvidado ni es desconocido y, sobre todo, no es dramaturgo. Hace diecisiete años descubrió que, aunque puede escribir obras de teatro con relativa facilidad, su carácter no se presta para trabajar con gente de teatro, ni entiende lo que ellos dicen ni ellos entienden lo que él les quiere decir. Por eso dejó el teatro por la novela y no se ha arrepentido ni un instante de haber hecho el cambio.” (Dos aventuras de la dramaturgia subvencionada. En Vuelta. Febrero. 1979).

Cinco

Todo lector, incluso todo escritor, remitirá a la obra narrativa de Jorge Ibargüengoitia. Principalmente a La ley de Herodes, y no a Los pasos de López o a Maten al león porque son obras antihistóricas postrevolucionarias, veta creativa que encontró a partir de El atentado, pero que no son tan atractivas como la otra. Dirá que es un gran humorista, pero no encontrará otros elementos técnicos como los de Flaubert, Joyce, Faulkner, Rulfo, Dos Passos, que destacar en sus escritos. Aun así, sostendrá que es uno de los más grandes narradores mexicanos.

Hay que estar de acuerdo. No con esta clase de lector o escritor simplón, sino con el mismo destino que hizo que Ibargüengoitia fuera conocido como narrador y no como dramaturgo.

Pareciera que su teatro es más un ejercicio que una parte fundamental de su corpus. Esta circunstancia casi se asemeja a la de otros narradores que visitan el género dramático por convivir y sin mucha fortuna. Por ejemplo, Carlos Fuentes escribió Cantar de ciegos que nadie conoce; Vargas Llosa tiene todo un volumen de teatro que tampoco nadie conoce; y con Octavio Paz escribió una sola obra de teatro, tan desconocida que más bien parece una leyenda urbana.

Lo cierto es que no es el caso, como lo he dicho. La dramaturgia era la principal preocupación de ése primer Ibargüengoitia. Basta leer un fragmento de una segunda carta enviada a Usigli, a la sazón embajador de México en el Líbano, del año 1957. El motivo de la misma fue para que le hiciera la merced de revisarle Ante varias esfinges:

“Le escribo a usted la primera carta del año, sin muchas esperanzas de respuesta, para avisarle que mañana le enviaré mi última obra por vía lentísima. Espero que algún día llegue a su poder. Aunque no quisiera, sospecho que va a parecerle muy mal, que pasará un mal rato a leerla, y que algún día, estando bebidos, me regalará por escribir esas cosas. Le pido perdón por el mal rato desde ahora. La obra resulta de gran importancia para mí. Parece que ya encontré un estilo, mi estilo.”

Usigli tardó más de un año en contestarle. Cuando lo hizo, fue letal:

“Ni modo aquí estoy y tengo que decírselo todo. Ante todo, el lenguaje: cada vez más descuidado y escueto […] y de mal gusto en general […] parece que está leyendo uno una muy mala traducción de Tennesse Williams. En cuanto al estilo, observo una influencia de Chéjov incorrectamente asimilada y neutralizada en sus virtudes por la influencia destructiva y estéril de Williams y aun de Inge […] En cuanto al tema, me parece simplemente desagradable. Le recomiendo […] que madure bien sus ideas antes de sentarse a escribirlas.”

Pero esto no fue lo que realmente hizo mella en el alumno, sino la omisión por parte del maestro en una entrevista conducida por Elena Poniatowska, en 1961, en la cual no es mencionado como uno de los valores del nuevo teatro mexicano. Aquí el berrinche:

“¿Por qué no me menciona a mí? Yo también quiero estar en la constelación. Quiero ser santo y estar en el calendario. No es posible que se le haya olvidado que existo, porque el otro día estuvimos tomando copas en el Bamer.” (Supremo alarido de un exalumno herido. En México en la cultura. Novedades. 1961).

En fin. Para continuar el análisis sobre la dramaturgia de Ibargüengoitia, de momento no sé si hacerme la imagen de un Usigli destructor o la de un alumno herido que padeció un sometimiento creativo ante su padre literario. Me pregunto si estas dos imágenes posibles afectarán en algo mis futuras investigaciones… Lo sabremos a su debido tiempo.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.