Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

¡Motívame ésta!

Amigos lectores, tengo traumas. Hay hechos vividos en antaño a los que vuelvo cada cierto tiempo para encabronarme con la misma intensidad. Tengo traumas y soy masoquista.

En el pinche año de 1995, uno de mis profesores de preparatoria –que logré terminar- pretendía amansar a mi grupo -con justa razón- por medio de un video motivacional.

Me acuerdo que quitaron del escritorio el proyector de acetatos, pusieron en su lugar una televisión, le conectaron la videocasetera, y en ella introdujeron un casete en formato VHS. El contenido era una conferencia de un tal Miguel Ángel Cornejo.

El mencionado Miguel Ángel Cornejo era –porque ya se nos adelantó en el 2015- un conferencista, un motivador personal. Hagan de cuenta… el antecedente del doctor César Lozano, ése motivador personal que abarrota el Teatro Nazas y que es la imagen publicitaria del aceite Nutrioli.

La dichosa conferencia duraba más de una hora, casi dos, casi un siglo. Se llamaba “El ser excelente”, y puede encontrarse en Youtube. No es la misma que yo padecí en 1995, sino una más cercana a nuestra era de vacío.

Lo que todavía se aferra a mi memoria -porque lo escuché en la conferencia- es el cuento de la diferencia entre los cangrejos mexicanos y los cangrejos japoneses, o australianos, o gringos… sepa la chingada… la nacionalidad cambia según la preferencia de quien lo cuente.

El asunto es que los cangrejos internacionales son capaces de organizarse para escapar de una cubeta, a diferencia de los cangrejos mexicanos que se jalan unos a otros hacia abajo, haciendo kafkiano el intento de huida.

¡Ja, ja, ja! ¡Aplausos porque es cierto! ¿Cuántas veces he sido un cangrejo mexicano para mis compañeros de estudio? ¡Hay que ser más cangrejo finlandés!

Quisiera decirles que ese fue el único contacto que tuve con las mamadas de superación personal… pero no. Me da vergüenza admitirlo. Me odio tanto… Me detesto demasiado… Espero que Dios me perdone.

Más adelante leí Por favor sea feliz del conocidísimo Andrew Matthews, a la venta en librería Gandhi. La sinopsis que nos ofrecen en su página de internet dice que “Este libro le dará todas las bases para que usted sea dichoso, viva alegre y aprenda a gozar cada momento de su existencia”. ¡Cuánta sabiduría por la módica cantidad de $84!

Entre otras chingaderas que tuve que fletarme figuran El vendedor más grande del mundo de Og Mandino, y tuve que ver la animación ¿Quién se llevó mi queso? basada en un libro homónimo escrito por alguien, como parte de una sesión de desarrollo humano.

Aprendí que hay que romper los paradigmas, que el cambio está en mí, que soy un pendejo por no notarlo, que el queso –estúpido- puede ser mi corazón, mi alma, el amor, la felicidad… todo menos un queso.

Les cuento cómo creció mi odio a esta literatura motivacional.

Cuando quise iniciar mi vida laboral, consulto el periódico y que encuentro un anuncio que me prometía ingresos de $20,000 mensuales. Y que me emociono y que marco al teléfono de la empresa, buscando a la licenciada fulana de tal. Y que me dicen que les caiga al día siguiente para la entrevista.

Tuve un problema al llenar mi solicitud Printaform. No sabía qué poner como respuesta a la pregunta ¿Cuál es su meta en la vida?

Tener carro, casa, matrimonio, hijos, ser abuelo, no eran mis metas hace veinte años… Escribí “Realización personal” esperando que no lo pusieran en duda.

Asistí a la entrevista. No fui el único. Habíamos más de cincuenta aspirantes al puesto de cobrador de $20,000 mensuales. Nunca pude encontrar a la licenciada fulana de tal, pero sí hablé con una secretaria -que sonaba sospechosamente igual que la licenciada- que me avisó que tomaríamos un curso de dos horas.

Unas cuantas dinámicas de integración, consejos sobre cómo acceder a la excelencia, un rico refrigerio, más dinámicas de integración, y otra cascada de consejos sobre la excelencia… todo para decirnos al final que para ganar ese dinero tendríamos que vender cursos de inglés. Adonde quiera que estén, hasta allá les llega su mentada de madre, por hacerme perder mi tiempo y maltratar mis ilusiones.
No sé ahora, pero en esos años, permeaba la idea de que había que ser una excelente persona para vender chingadera y media, desde cursos de inglés hasta seguros de vida.

Peor se las platicaré… se llegó a pensar que estas ideas, aforismos cursis, reiterativos, simplones, revestidos de sabiduría oriental, eran terapéuticos. Curaban la mediocridad, los problemas familiares, la pobreza.

Yo no sé cómo es que no se han quedado sin objeto material y objeto formal la psicología, la odontología, la filosofía, la psicomagia.

Ser excelente es, según Miguel Ángel Cornejo –uno de los principales promotores de esa idea- dar un extra positivo en cualquier actividad humana.
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Hoy se me antojan tus nalgas un poquito. Pero mañana, te prometo que se me antojarán más… y aun así no me valoraste, pinche vieja… perdón… me alteré.

A ver… si en el día pego la pretina a 100 pantalones, mañana serán 101, y pasado mañana 102. Me pagan por jornada de trabajo, no por producción, pero qué importa. Si tengo que extraer una muela, saco dos. Si tiene depresión, mejor le diagnostico personalidad múltiple.

Si para ir de mi cuarto al baño tengo que dar diez pasos, mañana daré once, no le hace que termine orinado en la regadera. ¡Soy excelente!

No estoy de humor como para enumerar los argumentos que darían por tierra con la cultura de la motivación personal, básicamente porque no podría convencer a nadie.

Pero créanme. Eso no sirve para funcionar en la vida. No. No. No. Ni los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, ni la armadura oxidada, ni los cuatro acuerdos –me informan que ya son cinco-, ni cualquier cosa que me pongan en frente.

Bueno, bueno… ya que me lo piden, les expongo un solo argumento. Todo lo que nos ofrecen como códigos vitales se rigen por la ley del mínimo esfuerzo, con un pequeño truco en el cambio de perspectiva.

Para esta cultura de motivación personal la vida es, en un primer momento, una tarea difícil de lograr: definen como absolutas las dificultades de la convivencia social, ubican al ser humano en un hoyo emocional oscuro.

Así crean la necesidad de superarse, y de consumir sus productos curativos. Y aquí está el cambio de perspectiva: plantean que la solución a esa dificultad de vivir se encuentra en pequeñas acciones, tan simples que por lo mismo se han olvidado: sonría, llévese bien con su marido, dé el máximo de sí en el trabajo, quiera, coma, rece, ame, no se enganche, no viva atado al pasado, pare de sufrir.

Pero no nos conminan a decir: chíngate una cheve, vamos a coger, le partimos su madre a ese cabrón, fórjate pa’ que se te olvide.

Por si esto no fuera suficiente, revisten sus postulados de un carácter de iluminación, como ésa a la que acceden los grandes seres iniciados a lo largo de la historia.

Si Jesús hubiera sabido esto no habría tenido que irse cuarenta días al desierto. Mahoma no habría ido a la montaña. Confucio no hubiera sido tan confuso. El Maestro Limpio no hubiera sacado jabón en polvo.

¡Que se cuiden los sacerdotes, los doctores, los psicólogos, los filósofos, principalmente los taxistas… en poco tiempo se quedarán sin trabajo!

¿Y por qué escribo tanto sobre este tema? Como les dije al principio, tengo traumas. Un par de años atrás, volví a toparme con las chingaderas de la motivación personal. Conocí a un motivador personal, coterráneo, en una impartición de su testimonio de vida ante otros veinte desprevenidos asistentes.

Dijo que escribió un libro llamado… Autoestima, ¿dónde estás? Dijo también que preparada un segundo ¡Acá, chiquito! ¿Pos que no me ves? ya publicado. Cambié el nombre de los libros para proteger de mis ataques la integridad del autor.

Tuve en mis manos el primer libro –supe que el segundo se había publicado por medio de las redes sociales-. Es una edición digna de una tesis. Está escrita en letra Arial, tamaño de letra 12, a doble espacio, texto justificado. Lo más sorprendente son las 98 páginas de contenido.

¡98 páginas de contenido! ¡Me pone de neuras el número no redondeado! Tengo en mi biblioteca 500 libros que superan esa cantidad. Ése autor no se toma en serio. Lo peor de todo, es que fue financiado por instituciones culturales para su publicación, cosa de lo que recientemente me di cuenta.

Estimados lectores, estamos viendo otra vez la ley del mínimo esfuerzo.

Les platico que un verdadero autor no escribe pensando en un número preciso de hojas. No, para nada. Si su libro consta de 150 páginas, en realidad escribió el doble, si no es que el triple para llegar a esa versión definitiva. Y se tardó más de seis meses en hacerlo, años, bastantes años. Horas y horas diarias de trabajo, muchas de ellas aciagas, para ver algo, una obra de arte, no definitiva, pero sí importante.

Ya no sé qué sea más difícil, si convencer a la gente que no consuma esa clase de chingaderas, o tratar de convencer al autor de que no escriba chingaderas como esa.

Esto es lo que me ha hecho volver a mis traumas no resueltos. Yo, obviamente no soy feliz, no ando caminando por el centro hacia las cantinas pedorreando arcoíris, pero sí estoy convencido que la sabiduría, la felicidad, constructos culturales que se consolidan con disciplina, movimientos internos de introspección, con ascesis, con la mera chinga, pues. No como lo hacen parecer esta peligrosa clase de mandarines sociales, vendedores de espejos, encantadores de serpientes.

Cada vez que pienso en esto, en lo que a mí me cuesta escribir, en lo que les costó a los grandes iluminados llegar a la sabiduría, quiero gritarles a los motivadores, ¡mejor motívenme ésta!

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.