Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

¡chulas tertulias!

No recuerdo en que año vi Media Noche En París de Woody Allen, pero sí recuerdo haber dicho ‹‹¡Ay, qué bonito!›› cuando su alter ego conoció a Ernest Hemingway.

Seguí el resto de la película más embelesado que con una porno, haciéndome chaquetas literarias con los otros personajes que interactuaban con alter Allen.

Me dije ‹‹yo estaría de nalgas por conocer a Eliot››, ‹‹¿por qué no vivo en Nueva York?››, ‹‹¿por qué mi belle époque se centra ahora en los bares hípsters del distrito Colón?››. Terminé la película con un cuadro de nostalgia, que llevé conmigo a las diversas cantinas que frecuento, con la vana ilusión de encontrar a un Buñuel.

Hasta que un día dejé de andarme con mamadas. Retomé mis terapias de autoestima y me dije ‹‹sí has tenido tertulias literarias con personajes que, si bien no son Borges, son ellos mismos››. Y me la he pasado de poquísima madre. Y también me la he pasado tan aburrido como aquella vez en que me puse a ver crecer el pasto.

Cuando cursé mi diplomado en creación literaria, en la tres veces heroica Escuela de Escritores de la Laguna Sogem, tomé diversos cursos con grandes escritores.

¡Ah! ¡No se me olvidan sus enseñanzas magistrales! Tampoco olvido que, terminando su curso a eso de las dos de la tarde de un sábado, ya se estaba armando la machaca, o sea una carne asada en casa de alguien.

Cuando era requerido –porque jamás olvidaré que me desafanaban ocasional y gachamente-, asistía dispuesto a aprender más de literatura y de paso, a ponerme hasta el culo joséjoséanamente hablando.

No voy a regar la sopa ni a soltar ningún chisme. No diré quién era el más malo para contar chistes; ni quien le traía ganas a quien; ni mencionaré el nombre del vampiro; ni del escritor que, ya bien entrado en copas, atravesó una caja de pizzas con su dedo índice. Esas son cosas sin sustancia literaria. De hecho, la tertulia literaria –vista como bacanal-, tampoco tiene demasiada importancia en sí.

Si no estás en el medio, seguramente te importa un huevo que tu comensal sea el autor de cualquier chingadera, y puedes seguir chupando porque es gerundio, con la misma dedicación.

No obstante, para los del medio, el rodearse de grandes artistas como que a veces se vuelve un evento parecido a… no sé… el descubrimiento de la penicilina.

Desde que el hombre es hombre y además escritor, ha habido miles de fans dispuestos a pagar la peda con tal de estar al lado del autor de cualquier chingadera. Lo imagino como una puja de subasta por un artículo raro y coleccionable.

-A continuación les presentamos el siguiente evento literario: un escritor maldito que vomita en la sala. Comencemos por una botella de sotol. ¿Una botella de sotol?
-¡Yo pongo una de Torrecillas!
-Una botella de sotol de Torrecillas, a la una…
-¡Un Bukanitas!
-Un Bukanitas, un Bukanitas, a la una, a las dos y… ¡a las tres! Vendido por una botella de Bukanas.
Estar cerca de un escritor admirado y apropiarse de él como una anécdota intensamente personal, es una costumbre que el grupie literario busca conseguir hasta por medio de la humillación.

Una vez, un famoso director de teatro vino a dar un curso de actuación a Torreón. Una joven, de buen culo pero ingenua, lo invitó a Lerdo a probar la nieve Chepo. El director se negó –probablemente porque le dio oso ir a Lerdo-, a ella le dio vergüenza ser rechazada y a mí me dio un chingo risa presenciar el patético cuadro. Pendejos los tres que no sabíamos que, años más tarde, incluso el celestial Juan Gabriel sí se habría dignado a probar la deliciosa nieve.

En otra ocasión platiqué con una señora copetona sobre José Revueltas. Le dije que ‹‹yo tengo un amigo que habla de él hasta por los codos››. Ella me replicó ‹‹Revueltas estuvo en mi casa y platicamos hasta el amanecer››.

Me la mató al vuelo, con todo y que su tertulia trasnochada sólo haya servido para opacar mi comentario, porque esa mujer jamás escribió nada.

Alguien debería crear un test que preguntara ‹‹¿a cuál escritor hubieras querido conocer?››, para ridiculizarlo inmediatamente proponiendo, en su lugar, la siguiente pregunta ‹‹¿a cuál escritor sí te andabas dando?››. Yo respondería que a huevo, a Margeritte Yourcenar, como la traiga, no le hace que ella fuera el activo.
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A mí esto de anhelar tertulias literarias en torno a una mesa de cantina, me parece una reverenda mamada… hasta cierto punto. Nunca me hicieron daño las cheves que degusté con los escritores famosos. A veces esperaba con ansiedad ansiosa el siguiente curso, y era yo el primero en decir ‹‹¡arre!››. No hay nada literario en esto, y no es denuncia. No es que quiera decir ‹‹¡odio a las vacas sagradas!››, ‹‹¡mejor quiero tomar jugo de grosella con Andrés Manuel!››. No, no es eso.
Y es que mi actitud centrada, mi alma en calma, mi mente serena -gracias a que no hace mucho ajusté mi autoconcepto- me lleva a decir, si hay oportunidad de beber con un escritor, aunque se pedorree a cada rato, hay que aprovecharla. Y si no se da cada fin de semana, hay que asumirlo y seguir viviendo.

Además, ¿para qué llevas piedras al río?, ¿a dónde vas que más valgas?, ¿quién te pegó? Aquí mismo, con tus colegas escritores, pones la chupiseñal y se arma el cotorreo más presto que un calcetín.

-¿Una carnacua?
-Pus… yo diría que sí…
-Ahí traigo para una promo…
-Yo también… Pero nomás dos… Algo tranqui…
-¿A poco nos vamos a quedar así?
-¡Traigan más, que se murió Tony Aguilar!

¡Y que se arma lo que viene siendo, no una chula tertulia literaria, sino un tremendo papitour! Elija una cantina como punto de partida –y seguramente de retorno-. Pida una primera ronda, lea a Shelley, cambie de cantina, de cerveza, de poeta, y de preferencia vaya a pie. No se enamore de las meseras. No vomite en el baño, no se caiga al piso, no se lleve mucho dinero en la cartera.

Por último, coma burritos de hielera, de preferencia de chicharrón picoso con el buen hombre Reveles –food truck ubicado en Gómez Palacio, en el blvd. Miguél Alemán, frente a Martin’s-, y una coca para pasar el fuego.

Eso es para mí lo más cercano a la belle époque, a la zona rosa, al decadentismo, es mi avant garde terregalosa.

Si usted no tiene el valor para poner su vida en riesgo, hágase amigo de uno o varios artistas. Vaya a su estudio, beba caguama en copa de cristal, orine en los naranjos. O tome clases de francés, escuche las conversaciones sobre arte, haga que la anfitriona cocine unos hot cakes, y no dude en jotear con las canciones de Juan Gabriel.

Hasta aquí, ya sabemos que la tertulia literaria no es tan importante a la sociedad, y que usted puede hacer la suya sin contar con una gran estrella. Este punto no lo voy a desarrollar porque es evidente. No necesita demostración argumentativa.

Falta responder si el escritor es tan agradable como aparenta en sus escritos. Ya más o menos dije que hay desde los más sangrones, pésimos cuenta chistes, vampiros fantásticos que caen bien nomás porque nosotros somos amables con los extranjeros. ¿Estás características lo hacen invitable a una tertulia? No. Mejor invitemos a sus libros. Ya sé. Mamé un poco.

¿Y el local? ¿Cómo es esa especie integrante de la fauna lagunera? ¿Se le puede aplicar el clásico ‹‹nos reservamos el derecho de admisión››? Daré un argumento a favor y otro en contra.

Hay que invitarlo porque ya pasa de los treinta y ya no puede acceder a becas de jóvenes creadores. En recientes fechas las instituciones de cultura municipales no están publicando libros, ni buscando conferencistas, ni talleristas. Y las universidades ahorita no andan buscando a la nueva versión del personaje de Robin Williams en La Sociedad De Los Poetas Muertos. Por lo tanto, se requiere que alguien les muestre algo de cariño.

Invítelos, si puede. Mire, tienen el español como segunda lengua, saben comer con tenedor y ya casi no se limpian la boca con la manga de la camisa. Ya prometieron no golpear más a sus esposas, ya usan pañales para no orinarse en sus pantalones.

El argumento en contra es que todo lo literalizan. Peor si es narrador. Deje usted que saquen referencias de Sor Juana, de Rulfo, del sempiterno Borges. Deje usted que le informen que Andrés Manuel va adelante en las encuestas, y que ellos viven el sistema económico del trueque. Todo eso es un pecado venial que se borra rezando un padrenuestro.

Lo malo, les decía, es que cada gesto, cada palabra, cada silencio, se vuelve una oportunidad para hacer literatura. Peor si es narrador: ‹‹yo no quería venir a esta fiesta, pero la invitación me resultó irresistible. Me dijieron que el dealer ya había dejado las chiquitas, que era cuestión que pusiera mi parte y ya se armaba. Lo peor de la noche fue encontrarme con la tarahumara, la mujer cebolla prieta que me cae en los huevos. Estábamos en la sala y la dueña de la casa ya había tendido las líneas en la mesa de centro de cristal. La voladora de Papantla, versión Torrión, las miró como con hambre. Y yo también. Tuve que meterle el acelerador a mi silla de ruedas para ganarle al menos una. Cuando llegué, la danzadora tabachina se lo había tragado todo, como en la canción desesperada de Neruda››.

Ellos hacen literatura contemporánea vanguardista con la fiesta. No los invite, por favor. Encarecidamente se lo suplico. Pero ya que yo no soy usted, y si usted anda en busca de aventuras, quizá, hasta busca darse a uno o a una, nomás le digo… ahí usted sabrá.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.