Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

Dos libros en cierta estima

En la casa de ustedes, que es la mía, tengo una biblioteca como la de Babel. Ya saben, libros sobre libros que forman columnas que parecen sostener el cielo.

Entre mis posesiones más valiosas se encuentran la Biblia de Gutemberg, la edición manuscrita del Quijote y la primera versión de Cien años de soledad, cuando apenas iba en la primera década. Esa versión se llamaba Década de soledad. Más tarde se llamaría Bodas de plata de soledad, y así hasta completar la centuria.

El poseer estos tesoros de la literatura universal me ha vuelto blanco de secuestro. Por mí pueden venir por ellos y llevárselos. No me importan. Yo soy como el hermano Francisco, si es que el santo de Asís hubiera sido bibliómano. Es decir, deseo pocos libros y los libros que deseo, los deseo poco.

Tengo una edición de La divina comedia de Dante que data de 1921. La deseo un poquito por que, cuando la compré, me costó $35. Además, al abrirla encontré dos amarillentos manuscritos –sin fecha-, escritos con una excelente caligrafía. No los he leído por miedo a invocar antiguos espíritus del mal.

Le tengo 1/16 de amor a un librito de 1981 escrito por Adelita Ayala. Se llama Espigas y fue publicado por el H. Ayuntamiento de Torreón, Coah. Me gusta cuando calla porque trae poemas que quizá no sean la más alta expresión del lenguaje, pero sí son un breve testimonio de la vida lagunera de aquellos años culturales.

Allá, por el piso 72 de mi biblioteca, está un ejemplar de Ojerosa y pintada de Agustín Yañez. Ese libro lo tengo en media estima porque el título me encanta. Y la novela también es buenísima. Pero el título… ¡está del uno!, ¡está bien pro!

Mi biblioteca fue surtida en gran parte por mercaderes de tierras ignotas, que vinieron a intercambiar raros ejemplares. Muchas veces copiaron los que yo tenía, como la versión de la Poética de Aristóteles donde se dan los primeros avances en materia de narcocorridos. En el libro primero, inciso 57, se habla también del uso del lenguaje vanguardista, vos diréis chingadera y media, mas no os paséis de verga en lo sexual, a menos que sea con casquivanas, dice mi traducción original del griego al latín y del latín al español que yo hice.

Pero también yo soy quien ha fungido como un profanador de tumbas, un Indiana Jones de las librerías de viejo. No crean que es por que no tengo dinero que no voy a Gandhi, Gonvill, al Astillero. Me gusta el olor a páginas amarillentas, agrio, peligroso. Es que una vez encontré un ejemplar de Poesía con nombres de Blas de Otero entre un nido de serpientes. El tiro de gracia de la Santa Margueritte Yourcenar se lo arrebaté de las fauces a un hipopótamo, y Mishima o la visión del vacío, de la misma santa mujer, se lo gané a las adivinanzas a la Esfinge.

Bueno, pues en las librerías de viejo –por no decirles templos del comercio-, he encontrado libros autografiados por el autor. Cosa rara… Pienso… Medito… Voy hacia la nada… ¿Por qué se vendería un libro autografiado? ¿Qué te habrá hecho el autor como para que digas ‹‹ya no te quiero, escritor, por prieto y cucaracho›› y luego vendas el libro por menos de $15?

Cuando era capitalista y encontraba esos ejemplares, me ponía bien feliz, cantaba de contento, por que pensaba que podría revender el libro por millones de pesos. Uno de estos días saldré de pobre. Sigo en la búsqueda del vellocino de oro.

Cuando me ponía romántico, un soñador eterno, que mira las estrellas, te juro las pondría en tus manos si pudiera… (Gracias, grupo Intocable). Cuando me ponía romántico, leía las dedicatorias y soñaba que eran para mí. Tengo Las vocales malditas de Oscar de la Borbolla ilustradas por José Luis Cuevas y dedicada a un anónimo amigo, mejor dicho, dedicadas a mí. Un día de estos le diré a de la Borbolla, ‹‹maestro, amigo, me encantó tu vócalico libro, ¿cuándo sacarás otro más? Recuerda que los locos somos otros cosmos, como dijo Oscar Chávez››.

Y un día de estos voy a sacar la tabla uija para agradecerle a Cantinflas su dedicatoria al libro El primer ministro, del que sólo he leído la dedicatoria por que ya vi la película.

No todo ha sido miel sobre hojuelas, ni vita ni dulcedo ni espes nuestra. De esas veces en que dices, ‹‹chinga, chinga, chinga, yo le ayudé un poco en el libro…››, o ‹‹chinga, chinga, chinga, por mí se presentó, yo le dije cómo, cuándo, dónde y con quién hablar››, ‹‹¿ni una mención en la presentación del libro?››, ‹‹¿no me regalas ni un pinche ejemplar?››, ‹‹¡jamás en la vida recomendaré tu libro! ¡Es más! ¡Qué no se te venda! ¡Que sea lo único que escribas en siete años!, ‹‹¡a la chingada, pues!››.
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Hoy amanecí budista. Luego de haber dado un paseo por mi biblioteca –que duró seis años ya que me perdí en su laberinto-, les tuve menor apego a mis libros.

La divina comedia de Dante -edición de 1921 de la UNAM, y comprada en una librería de viejo por $35-, me importa $35 por que con ellos podría comprarme una caguama. Si un experto en biblioteconomía llegara a la casa de ustedes, que es la mía, para comprarme el ejemplar, yo creo que sí se lo vendería.

¡Ah! Pero si se tratara de deshacerme de Fuegos fatuos de Alfredo Loera, o Concierto para un hombre solo de Jaime Augusto Shelley, ahí sí que más vale que traigan el vellocino de oro, como mínimo, para negociar. Es más, sólo me los arrebatarían de mis tiesos y fríos dedos, los de la mano y los del pie.

Que se ponchen las llantas del tren, que se enfríe el infierno, que se quede el infinito sin estrellas, antes que yo pierda la posesión de ése par de libros.

Les diré el porqué de mi afán defensivo pero beligerante. Me los dedicaron. Dicen, palabras más, palabras menos, algo para Ignacio Garibaldy.

No estoy involucrado de ninguna manera en el contenido de los libros. Ni en los cuentos de Loera ni en los poemas de Shelley.
Si así fuera, ya se las habría hecho de jamón en mi columna, o habría metido un desplegado en los periódicos reclamándoles el uso, mal uso y abuso de mi imagen, registrada ante el IMPI.

O, por el contrario, si estuviera yo claramente en sus escritos, ya les habría llenado el buche de alabanza con una diatriba hiperbólica y sensual, en las paredes de los lotes baldíos de mi colonia.

Me une a ellos la simple pero fraternal dedicatoria. Loera publicó su libro en el 2010 (antes que yo, maldito perro afortunado) y me sentí muy feliz por él, ya que es chairo camarada, compañero de mil batallas culturales.

Shelley –cuyo libro es del 2001- nos dio un taller de poesía durante algunos años, quizá dos, no me acuerdo por el trauma. En las postrimerías del taller, por fin se dignó a vendernos sus libros –lo cual le rogábamos por que son difíciles de conseguir.

A mí me alcanzó la fortuna nada más para comprar el Concierto… De todos modos no creo que él hubiera querido dedicarme más de dos. Qué oso. Qué hueva.

Entonces, ¡déjense venir, putos! ¡A ver si pueden! Al cabo, mi barrio me respalda.

De los demás, a la hora que quieran pasar por ellos, nomás confirmen el día, para poder ofrecerles un vaso de agua y un cigarro.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.