Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

El simple ordenamiento de las frases

Saludo al caudaloso
que me pide hable de él.

Angelus (frente a Blackwell Island, N. Y.)
Jaime Augusto Shelley

Cada quien tiene el maestro que se merece. Nosotros, los que integramos esta revista –por si no lo habían notado, por si sólo se han reído a carcajadas, o por si sólo se han dejado conmover con lo que hasta ahora hemos escrito-, tuvimos a Jaime Augusto Shelley.

Este dato, que no siempre incluimos en nuestras biografías literarias, ya debería habernos ganado un lugar entre la jerarquía de los santos, mártires y serafines.

No lo digo porque nuestra sangre de repente se haya pintado de azul, sino porque más bien somos sobrevivientes.

Estar en un taller con Shelley como maestro, significa dar un salto al vacío. O andar descalzo entre espinas, o vivir una temporada en el infierno. Es que Shelley destrozaba con minuciosidad cada palabra, cada verso, cada supuesto poema, si era malo y uno no se daba cuenta.

Con un sarcasmo insuperable, recomendaba –me da risa la palabra, porque en realidad te mandaba a la chingada, si el escrito era malo, insisto en ello.

Entonces, no recomendaba sino más bien ordenaba tomar terapia, escribir en un diario, tirar ese mugrero a la basura, meterse con putillas, quedarse con el título, vivir de otra manera y, finalmente, mejor ser otra cosa que poeta.

Y nosotros pasamos ése primer proceso de purificación de alma y espíritu, no sin un daño irreparable, al menos en la memoria porque siempre lo estamos recordando.

A diferencia de los poetas culobardes –qué bonita me salió la vanguardia-, poetas oximoronistas rancheros, las poetizas de frenético copete luminoso, los consagrados del surrealismo tradicional, los poetas minimí, minimí, minimí, los que disparan metáforas con tétano (¡puim, pium!)… todos ellos escondieron sus poemas bajo el brazo, arrellanados en la oscuridad de un rincón, mientras veían cómo los demás nos aventurábamos.

Le tuvieron miedo a Shelley, por supuesto, pero también a sí mismos.

Porque les cuento, aunque no están ustedes para saberlo, y yo sí para contarlo, que el taller era realmente una purificación de vicios personales.

La idea era deshacer esa concepción provinciana que se tiene sobre la poesía, la que dolorosamente nos presentaron los primeros maestros, y que tenía la misma valía que leer álbumes de declamador universal.

No se trataba de joder por joder, sino joder para encontrar lo que el poema quería ser. Respetar al poema para que encontrara su propio ritmo, su propia extensión, su finalidad. Y esto, pues no es fácil de hacer, intervienen los años, el oficio, la calma, la paciencia, el trabajo continuo, y eso sin contar que a veces el poema superaba al poeta, ya no se sabía qué hacer con él, así que había, por necesidad, que dejarlo de lado por algunos años y volver a él para tratar de domarlo.

La otra intención del taller de poesía era, siempre, siempre, siempre, abandonar por completo la figura del poeta como integrante del mundillo literario en todas sus facetas. Y es que los hay los oximoronistas licenciosos, los tradicionales vanguardistas del surrealismo, los que escriben a la primera y todo bien, los hombres de letras, entre otras variedades.

Meterse en eso conduce a la popularidad con una obra mediocre, y por si fuera poco, escasamente leída. ¿Y qué ha sido de esta fauna que tuvo su auge hace diez años? La respuesta es bien bonita: lo mismo.

Siguen escribiendo como cuando eran jóvenes creadores, sutanos terribles, amantes de la noir, los como quiera yo te los publico, los ¡oh, qué maravilla, qué experimental!

Nada más que ya andan rondando los cuarenta años. Las becas no se les acomodan. Ya las instituciones culturales de los tres municipios de la región no les publican como antes. Es más, ya ni organizan festivales, ni conferencias, ni los convocan a recibir sus inteligentes aforismos. Y aunque las ciudades han cambiado, ellos siguen en el año 2007.

Oponerse a esta clase de poetas, es muy sencillo, no hace falta un manifiesto, sino seguir por vías alternas, buscando el acto poético en La Palabra.

Las enseñanzas de Shelley iban por este sentido y nos calaron hondo. En lo personal, me molestan cada cuando, hacen que me levante de mi cama y me ponga a leerlo y luego a escribir.

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Y luego pienso… Hago bien en seguir…

Les ofrezco, el siguiente poema de Shelley porque define la misión del poeta.

Registro de voz

Ahora,
suelto el cabo,
dejo de dirigirme a alguien en particular,
aunque hablo para un solo rostro furibundo.

Porque es el momento de hablar:
decir lo que se viene acumulando,
pesado nubarrón frente a los ojos,
a punto de pudrirse
entre las máquinas o el ruido
del simple ordenamiento de las frases.

Con éste poema abre el libro Himno a la impaciencia de 1971, que tiene como tema central los eventos del 68. Lo escribió años después del trágico 2 de octubre, porque no podía realizarlo poéticamente –cosa que logró gracias a la distancia de los años.

Además, es un rechazo de otros poetas que hablaron del 68 al vuelo, apropiándose de la tragedia, vulgarizando el hecho y su consecuencia histórica.

Ahora le toca al poeta hablar, decir lo que se viene acumulando, quizá para dar la versión definitiva de lo que se ha dicho antes de muy mala manera. El clímax de la intención será Himno a la impaciencia, poema en 17 cantos con un epígrafe y un réquiem. Va el epígrafe a manera de comprobación:

Te andan siguiendo, poeta, las fechas
memorables de tu patria,
Te anda siguiendo
la miseria enamorada de tu pueblo,
tu libertad a culatazos,
el aire granadero de tus calles.
Te andan buscando, poeta,
Te anda buscando la desgracia…

Entonces, Registro de voz establece el tono, a modo de preludio, con el que se desarrollará Himno a la impaciencia. Es por ello que se puede leer el Registro… como un poema de apertura, obviamente, no sólo para tratar un tema en particular, sino para la totalidad de la poesía.

Se establece una poética de compromiso con La Palabra y con la sociedad, de manera sinceramente fraterna y solidaria.

Reitero, cada quien tiene el maestro que se merece. Nosotros tuvimos alicientes dentro del taller: no pocas veces leía nuestros textos y encontrábamos un verso, un buen verso, algo poético, y de repente no resultábamos ser tan mártires.

Vuelvo a insistir, cada quien tiene el maestro que se merece. Pero no sólo para presumirlo en el currículum como si fuera lo mismo que haber terminado la licenciatura, ni como si por ello nos fueran a dar un puesto de gerente.

Tengo la certeza de que es para seguir guiando la escritura propia en tensión dialéctica, porque el poeta no se acaba en un sólo acto de escribir, sino en diversos momentos de la vida y en franca lucha contra el simple ordenamiento de las frases.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.