Polvo de ángel

Ya tenía mucho sin saber de Alan, ignoraba dónde estaba metido. Esta noche tal vez podría encontrarlo.

Como siempre, regresó a las 5 de la mañana. Bajó de su taxi para deslizarse por la calle desierta hasta entrar a su casa. Iba jadeante, sin saber si era por miedo o por alegría. Le sudaban las manos con la camisa húmeda a pesar de la noche fresca. Temblaba tal vez porque el sudor hacía que el frío se sintiera más en su cuerpo delgado o porque se moría de los nervios. Anteriormente, había metido la llave en la cerradura con la esperanza de que por primera vez, en varios meses, no estuviera corrido el pasador; sin embargo, otra vez, como siempre, tuvo que dar tres vueltas a la llave para abrir la puerta.

A pesar de que la prueba más contundente de la ausencia de Alan era precisamente el cerrojo con llave, entró en la penumbra preguntando si había alguien. Nadie contestó. Conteniendo la respiración y tanteando entre los muebles caminó hasta alcanzar el interruptor. Prendió la luz: la sala y el comedor se hallaban tal como los había dejado; vacíos y en completo orden. Fue a su habitación para ver su cama perfectamente tendida. Tomó un baño para después dormir con desencanto.

Por alguna razón nunca esperaba que Alan llegase durante el día. Realizaba sus actividades normales; limpiaba el taxi y hacía las cuentas de la jornada anterior. Si necesitaba efectuar alguna reparación, la hacía. Ponía música. Algo de los setentas u ochentas. Cocinaba y comía pulcramente, en completo silencio. A veces le llamaban por teléfono amigas o amigos. Le hacían invitaciones para salir pero siempre decía que no porque iba a trabajar en su taxi.

La noche le agradaba porque las calles se abrían a su paso, los movimientos se notaban fácilmente; movimientos premeditados. Los carros pasaban con sus luces encendidas y así parecía que los conductores no querían ser vistos, que miraban atrás para asegurarse de que nadie los siguiera. A veces él también lo hacía, por el retrovisor, y la calle reflejaba la luz de los arbotantes, y más a lo lejos la penumbra como madera oscura.

Los viajes eran silenciosos, dormitaban todas las cosas, nadie deseaba saber nada que no fuera llegar hasta donde se dirigía.

La vida nocturna se convertía en una expectativa constante; todo se agitaba lentamente y las miradas venían siempre desde un estado de contemplación, como si todo fuera parte de una sola presencia. Por eso sabía que Alan, únicamente, vendría bajo ese halo, de otra manera no tendría ningún sentido. Pero tardaba demasiado; ya habían pasado cuatro meses desde la última vez, él no sabía si el encuentro se repetiría, se exasperaba porque su vida de pronto estaba llena de angustia. A sus cuarenta años ya estaba cansado.

Otra vez, al igual que las noches anteriores, bajó de su taxi y caminó despacio al cruzar la calle. Lo cierto era que no quería volver; sabía que lo que buscaba andaba por ahí entre las hojas negras, no en la brillantez de la lámpara del buró, que tendría que quedarse dibujando círculos para dar con él. Pero siempre llegaba el alba que tapaba con su gran losa la cúpula nocturna y su luz que no dejaba ver a la distancia.

Tuvo que dar tres vueltas al pasador. Miró la casa estática y no pudo evitar hacer la pregunta. Ciertamente ya no esperaba nada. Faltaban dos horas para el amanecer y no quería perderse ningún soplo de penumbra, como si se diera una última oportunidad de encontrar eso que se veía perdido para siempre.

Sin embargo, quién sabe por qué de pronto empezó a escuchar algo que daba vueltas, y tardó un poco en comprender qué era; tal vez se asustó, tal vez le daba terror que nunca pudiera encontrarlo, pero que Alan sí lo hiciera tan fácilmente. O que sin importar cuánto observara siempre se le escabullera, y más aún, posiblemente el hecho de haberlo esperado todo ese tiempo le molestaba más, no podía irse y pagarle con la misma moneda, con su ausencia, porque no podía darse el lujo de no verlo. Era un juego de azar, quién sabe cuándo se toparían otra vez.

Daba la impresión de que el sonido no provenía de la puerta. No era posible. Dudaba que fuera verdad, así que no hizo por levantarse a abrir. Pero las vueltas seguían su curso y cada una hacía que se preguntara quién es. Ya sabía quién era, pero de pronto pensó que no se trataba de Alan. Se desconocía quién o qué era: un asesino, un extraño, un intruso, pero no él, no podía ser él. Se llenó de miedo. ¿Quién es?, continuaba preguntándose. Se levantó con exaltación, quiso gritar: ¡quién es!

Ya tenía mucho tiempo sin escuchar eso que le sorprendió cómo sus oídos recordaban cuando se vieron por última vez. Y algo era diferente; ese deslizar de la puerta no se presentaba igual. Extraño resultaba que los retumbos le mostraran ciertos movimientos misteriosos.

Después de todo ahí estaba; lo miraba fijamente, al fin había vuelto y le dieron ganas de estrechar su cuerpo varonil y joven, le dieron ganas de tomar su espalda y besar su cuello. Pero había cambiado desde la última vez. Se asustó porque él llevaba 15 años siendo de la misma manera; teniendo la misma mirada, la misma expresión, la misma experiencia. Sin embargo Alan era otro. ¡Cuánto había crecido! Su cara se presentaba más imponente, más vieja, sin la ingenuidad de antes. Parecía que nada de lo que pudiera darle sería suficiente, se volvía incomprensible. De pronto quiso asirlo, seguía siendo hermoso.

Le asustaba que Alan hubiera cambiado tanto. Se descubrió molesto por la fatiga propia y por verlo a él tan entero. No obstante, tal vez lo que más exasperado lo tenía era su falta de consideración al no aparecer sino hasta cuatro meses después. Era fútil un reproche; pedirle que dejara su sigilo sería una estupidez. Qué envidia no poder ser como él.

¿Por qué había regresado? Su mirada no buscaba lo mismo que en ocasiones anteriores, parecía querer encontrar algo que olvidó, que según él le pertenecía pero que no estaba a la vista, como si se lo hubieran escondido.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Vengo de paso —pronunció Alan.

—¿De qué hablas?

—Sabes lo que busco, solamente eso.

—¿Por qué primero no te sientas? —respondió con un tono de reproche—. Ven siéntate —continuó—. ¿Por qué no te sientas?

Alan permaneció estancado en un gesto frío. Ninguna luz podría revelar su interior y menos para quien lo llamaba en ese momento.

—Siéntate —dijo exaltando la voz.
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No osciló dentro de la noche ningún ruido. Un momento después ya no tenía ningún caso que se sentara, se había perdido el instante en el cual ellos se abrazarían; quién sabe dónde estaba ahora, no lo atraparon cuando pasó a su lado. Existía un vacío, así que no había forma de que lograran unirse. Únicamente quedaba otra línea monótona que se dirigía constante y contundentemente hacia la soledad mutua en un abandono a la tortura de sus monólogos nocturnos.

Se levantó:

—¿Por qué no dices nada? —dijo gritando—. ¿Por qué no contestas?

Sin embargo, Alan no se movió.

—Abrázame —continuó arrepentido.

Los brazos de Alan no se movieron; los tomó y se los puso en la espalda y miró su cara.

—¿Tienes ángel?

¿Qué esperaba? Sólo quería el polvo. ¿Qué esperaba?, pensó.

—¿Lo quieres? ¿Después de todo este tiempo sólo me buscas para eso?

Lo odiaba, quería que fuera de otra manera. Trataba de no delatar su resentimiento, pretendía no empezar una riña porque entonces la espera no habría valido la pena.

—¿Dónde está? —dijo Alan mientras se adelantaba a un librero al fondo de la sala.

—Ya no tengo, te lo acabaste la última vez.

Empezó a abrir los cajones, sacaba lo que había en su interior.

—Te dije que te lo acabaste.

Alan sabía que los polvos nunca se terminaban. Necesitaba hacer todo el numerito; cumplirle con favores para que le diera una miseria. No volvería a hacerlo. Se había prometido jamás volver a estar con él. Ahora se preguntaba por qué había ido. Necesitaba la droga, eso era todo. Y ahí estaba de nuevo. De pronto recordó la razón por la que dejó de hacer sus visitas nocturnas, no podía seguir. Tarde o temprano todo terminaría mal.

Alan se volvió mirando con desprecio; descubrió la anochecida casa arreglada, todas las pertenencias; mantenían la misma apariencia de siempre: las sillas en el mismo lugar, los adornos en la mesa de la sala continuaban ahí, tal como hacía cuatro meses, en completo orden. Miró la delgada cara de la que destacaba el brillo de los ojos negros en la penumbra. ¿Tan desesperado estás?, pensó.

Después de eso se sintió culpable. Tal vez el otro tenía razón; tal vez había sido muy desconsiderado por no aparecer hasta esa noche; sin embargo, el otro no entendía; nunca lo había buscado por algo personal, ni siquiera la última vez. Pero ahí estaba.

Se sentó a corta distancia. Posiblemente lo hizo porque aquel hombre estaba muy exasperado; su espera había sido larga y ahora lo que más deseaba era estar con él. O tal vez se sentó pensando en el PCP, por la ansiedad, porque ya no tenía otra cosa en la mente. Era un adicto. El sillón era muy suave, cómodo, daba reposo a cada parte del cuerpo, ése podría ser otro motivo para sentarse; irónicamente, en ningún otro lugar encontraría tanta comodidad como en esa casa. Y sin embargo no sabía por qué se estaba sentado junto a aquel hombre, no entendía el origen de su regreso. Era repugnante.

Se deslizaron los brazos por los lisos pectorales, por el abdomen inalcanzable, por la entrepierna abultada, por la droga. No, pensaba Alan. Reclinó la cabeza en el respaldo mientras trataban de besarlo, cuando intentaba hacerse para atrás. Y sin embargo había un tope. Le caía un peso enorme. Una lengua ajena y húmeda caldeaba sobre su rostro. Lo asfixiaba. Había vellos inmundos. Un pubis abismal. Y un rictus en las gesticulaciones. Había muerte. Alan se descubrió ahí, rompiendo su promesa de no volver. Lo que era ya no quería serlo porque se lo había prometido, sólo por eso. No valía nada. Todo era asqueroso. Tenía miedo porque él ya era algo que no conocía; todo se le escapaba de las manos, perdía el control de sus acciones, asumía las consecuencias de las estupideces cometidas por un extraño.

Sin embargo, no podía detenerse, no podía dejar de acariciar ese cuerpo insólito para él. No podía dejar de estar a su costado, no podía dejar de sacar la lengua para unirla con el otro. Sentía el vello de su bigote, la barba bien recortada, incluso los rasgos finos de la barbilla ajena. No podía detenerse, lo cual le daba miedo, porque entonces se daba cuenta de que no tenía escapatoria, que jamás podría liberarse de aquel hombre. Quiso detenerse. No obstante, ya era demasiado tarde. A nadie le importaba. A nadie. En toda la ciudad, en toda la noche, a nadie le importaba. A nadie podía pedir auxilio. De pronto tuvo la necesidad de gritar, de decir que lo ayudaran, porque pensó que ya todo estaba decidido. Pero luego también comprendió que sería inútil decir algo. El pesado cuerpo sobre él, las piernas trenzadas con las suyas, el falo endurecido entre sus piernas, le hicieron ver que estaba solo, que quizá era el hombre más solo de toda la ciudad. Fue entonces cuando supo lo que tendría qué hacer. Cuando entendió que debía bajar sus pantalones. Jamás perdía el pudor, pues, lo hacía de un modo lento, como un niño, como la primera vez. Quizá de esa manera no se sentía tan culpable, quizá de esa manera pensaba que lo que hacía no lo denigraba, no lo hacía sentirse solo. Quizá lo hacía así porque de ese modo contenía sus verdaderos impulsos, esos deseos de llorar, de decirle al otro que lo dejara irse. Y sin embargo el otro no lo advertía, estaba excitado, más que nunca, lo tomaba con cierta violencia, pero al mismo tiempo con cierta ternura. El otro tal vez quería tranquilizarlo, decirle algunas cosas, pero Alan no escuchaba, no podía. Sólo sentía esa sensación extraña recorrerle el cuerpo, desde abajo, por toda la espalda, por los hombros, hasta la sienes. Quería que acabara pronto, quería decirle, por favor, no lo hagas más difícil, acaba pronto, acaba. Porque para él no era algo que tuviera un significado concreto, sino solamente un precio, una cantidad para descargar su desamparo ante las cosas. El otro lo apretó, hizo algunos movimientos bruscos, para después abrazarlo por la espalda, encima de él, relajado. Alan podía intuir su sonrisa, con su mejilla puesta sobre su hombro, lo cual se le hizo de lo más despreciable. El otro no se movía y hablaba, y Alan de pronto no comprendía la causa por la que el otro se engañaba. Entonces fue cuando quiso moverse, quiso quitarse, para recriminarle su estupidez, pero el otro no lo consintió. Así fue como empezaron a forcejear. Empezaron a verse a los ojos, a descubrir sus rostros, ahí los dos desnudos, probablemente por primera vez. Fue cuando Alan palpó lo pequeño que era el cuerpo ajeno, cuando se dio cuenta de lo viejo que estaba. Se sorprendió de constatar de pronto su miedo. Su soledad. Nunca lo supo. Cuando se le preguntó por qué lo hizo, dijo que no lo supo. Antes de irse incineró el cuerpo. Al salir por la puerta, el polvo de ángel ya no importaba.

Gómez Palacio, Durango, diciembre de 2008

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.