Paredones

DALIA

Caminamos sobre el río. Desde el amanecer lo hacemos. Los hombres del pueblo nos forzaron. Andamos sobre esta tierra que despacio resplandece con la luz del sol. El cielo aún es oscuro; el alba, un tibio balbuceo grisáceo en el horizonte.

Llevamos ya algún tiempo y la arena ha cubierto nuestros ojos y cabellos, nuestros pies descalzos que en el cauce no generan ningún ruido. A veces nos detenemos para reagruparnos, y después nos ponemos de nuevo en marcha perfiladas a contraluz.

Para nosotras sólo está la otra orilla, con sus mezquites que se balancean en los vestigios de la noche. Ahí tendremos que esperar. Es lo convenido, una tradición de Paredones.

A pesar de las angustias, a pesar de la aridez, tomamos el camino. A nuestras espaldas son densas las miradas.

Somos las mujeres de las tres noches, somos las mujeres que espantamos a los pájaros, las mujeres que dan sombra, las que echamos raíces en suelo estéril, las de la uva, del algodón, de los dátiles; las mujeres de los pozos de agua inalcanzables, de las lágrimas; las mujeres de las tonaditas nocturnas, de la soledad; las mujeres de piel de mediodía, de las rocas pulverizadas, las mujeres del agua imaginaria. Las mujeres de los que atraviesan el llano, las que sueñan con fuego, las de ojos de gato, las que se convierten en lechuzas, las que saben los corridos, las mujeres de a centavo, las de tres canciones; mujeres abandonadas, mujeres de mil rostros, mujeres pacientes, cómplices, repartidas; mujeres deseadas, mujeres reliquias, mujeres casi vírgenes, mujeres con hambre, cansadas, que duermen en las mesas de los rincones, mujeres borrachas, mujeres celosas, mujeres serviciales, mujeres orgullosas, mujeres expuestas, mujeres exigentes, mujeres desprendidas, mujeres usurpadoras, mujeres que caminamos sobre el río el día de la muerte de Cristo.

DON PARMÉNIDES

Entonces cierro las puertas del Garzita. Ya está bien entrada la noche y sé que nadie más va a venir a tomar. Imagino que a pesar de tener las puertas cerradas los avecinados seguirán escuchando el borlote de la sinfonola. Muchos habrán estado rumiando la posibilidad de escaparse de sus jacales, pero ahora que el sonido de la música se ha hecho sordo, saber perdida una parranda les dificultará el sueño.

Las muchachas están animadas aunque haya un solo cliente. Miro el reloj colgado sobre los licores. Marca la una treinta, quiere decir que ya son las tres treinta. Lo tengo atrasado para que los borrachos se tranquilicen y crean que todavía pueden seguir tomando un rato más. En pocas horas van a venir por ellas.

Años atrás siempre les propuse cerrar esta noche, para que descansaran y no se les hiciera tan pesado el peregrinaje, pero nunca quisieron.

Dalia, desde hace horas, sigue sentada sobre las piernas de Sixto, en la esquina más lejana, junto al meadero. Finge una sonrisa, porque sabe que la estoy observando. En el extremo contrario de la cantina, hay otro grupo de muchachas, le toman a una botella de sotol invitada por la casa. Pobres mujeres, no sé por qué no aprovechan unas horas de sueño.

La Chunca se hace la dormida, ahí sobre una de las mesas. Dalia no quita su sonrisa sardónica. Sixto ya bastante borracho no ha dejado de hablar en toda la noche. La mujer no está interesada en lo que alega. Se mira molesta. Está enojada con Arqueles. Le dijo que viniera a pesar de ser este día. Yo sabía que no iba a venir y se lo previne a la Dalia. No quiso escuchar.

ARQUELES

Nos hemos levantado desde muy temprano y cualquier tarugada nos impresiona. Andamos como dormidos, como si hubiéramos despertado de un mal sueño frente a estas puertas que nadie abre.

Nos dijeron que nos reuniéramos en la calle principal y de ahí bajamos hasta acá. Ahora estamos parados sin saber qué hacer. Es algo que hemos hecho año con año, pero de ninguna manera nos sentimos tranquilos. Tal vez nos asuste verlas dormidas sobre las mesas.

El padre Galván nos acompaña y en sus manos carga una biblia, murmura algo incomprensible. Epigmenio vuelve a golpear la puerta. Es un argüende.

Después de insistir un rato, nos abren. Las sacamos de una por una. Varias están aún borrachas. Llevan el atuendo de la noche, los cabellos húmedos, los rostros pintarrajeados. Sus cuerpos sin ropas se retuercen mientras las alzamos. Las ponemos en fila india para que el padre Galván pueda arriarlas antes de que las aluce por completo el sol.

El grupo parece ser de decenas, de cientos de mujeres, pero después parece ser de sólo unas pocas.

Son como ilusiones del desierto. Y sin embargo, el padre no permite que ninguna se quede atrás.

—No tienen que llevarnos hasta allá para estar con nosotras —dicen.

Nos observan como lo haría una criatura con cientos de ojos.

DALIA

Nadie en verdad ha visto nuestros rostros. Ni siquiera entre nosotras mismas lo hemos hecho. Ni en el alba podemos reconocerlos. Las pinturas, los muslos desnudos y los perfúmenes han hecho de nosotras una masa, con cientos de brazos y cabezas, pechos y vientres. Nuestros ojos sobre ellos es lo único que han podido distinguir. Nos temen e intentan vigilar lo que hay detrás de las palabras que susurramos a sus oídos. Saben que no somos mujeres ignorantes.

Por eso no se volteaba Arqueles a verme cuando nos tenían formadas. No se atreve a que le diga quién es él. Anoche no fue al Garzita porque no quería que lo encontraran en mis brazos. Yo luego le dije a Sixto que se quedara y estuve todo el rato aguantando sus habladurías.

Ya puedo ver que el padre Galván va a la cabeza de la fila. Al principio no distinguía muy bien quién iba adelante. Mis ojos estaban como turbios, no se acostumbraban a la luz. Sentía la tierra que me cubría los pechos y la cara. ¿De dónde cae esta tierra? ¿Acaso está lloviendo tierra? ¿Acaso Dios en verdad nos está castigando? Claro que no. Ahora veo que a cada paso que da el padre levanta el polvo que nos va cubriendo a nosotras. Nada más. Desde hace tiempo, lo único que veo es esa estela que deja tras de sí.

DON PARMÉNIDES

Varios hombres del pueblo están parados frente al Garzita. Ninguno de ellos se anima a decirlo. No pienso hacerles más fácil el trabajo. El padre Galván sobresale al fondo. Están ahí, simples cobardes.

Uno de ellos se adelanta. Inclina la cabeza. Toma con la mano la punta del sombrero. Escupe como si así disimulara sus palabras.

—Don Parménides, venimos por las señoras —dice.

No contesto. Ellos saben qué hacer. Entran como desde la primera vez; abren las ventanas para que la luz caiga sobre las botellas, sobre el licor chorreado por el piso; sobre los vestidos abiertos; sobre la piel oscura. Hace años que ya no les pregunto la razón de su obediencia. “No vamos rebelarnos a estas alturas”, dijeron una vez.

Los hombres sacuden mesas y sillas. Pobres mujeres andan todas chasqueadas.

LAS PENITENTES
Sombras vanas, luz amarga
que el río muerto resguarda.
Caminamos y caminamos
por la oscura mañana,
el polvo del ancho río
sepulta nuestras miradas.
La luna detrás del cielo
comprende nuestras palabras:
ya vienen ebrios los hombres
desde esta misma mañana.

Piensan que no pueden cruzar,
que somos unas extrañas;
aseguran no pretender
nuestras cabelleras pintadas.
Cuando la luz rote sobre su eje,
cuando la noche se abra
escucharán nuestras voces
de violines y guitarras.
Sombras vanas, luz amarga
que el río muerto resguarda.

Ya vamos las penitentes
hacia la orilla lejana.
Ya vamos con nuestro paso
que abre el camino del alba.
Ya vamos las penitentes
por la oscura mañana.
Sombras vanas, luz amarga
que el río muerto resguarda. 
ARQUELES

Adelina está de espaldas. Lleva ese vestido. ¿Por qué lo usa? No lo entiendo. La tela púrpura está vieja y descolorida, le queda apretado, sus hombros no son tan pequeños como los de doña Amelia. El cabello negro le cae en la espalda y ondula cada vez que mira aquí y allá mientras hace las tortillas. No se ha dignado a verme desde el alba.

Es como si temiera hablarme y perturbar el silencio de la mañana. O tal vez teme que le recrimine la desvergüenza de andar con esa ropa, como si le perteneciera y pudiera ocupar el lugar que quedó vacío.

Puedo agarrarla del brazo y ordenarle que se lo quite, pero entonces dirá con arrebato “Ella me lo dio”. Eso fue lo que dijo una vez que le ordené que se quitara ese vestido. Jamás hizo caso.

Me observa de reojo cada vez que coloca una tortilla dentro de la manta. Me hago un taco de sal, sin quitarle la mirada de encima.

—Así ya está bien. —digo.

No contesta. Lo único que hace es salir por la puerta trasera. Pasa un rato y regresa con nopales pelados. Se sienta y empieza a cortarlos. Cuando estoy a punto de cuestionarla masculla:

—¿Vas a ir para los establos?

Quiere distraerme, no parecer demasiado obvia.

—Sí, voy a pasarme un rato. —contesto.

Algo trama. Algo quiere saber. ¿Por qué no lo hace de una buena vez?

—¿Y tuvieron alguna contrariedad?

Antes de que mi padre muriera, cuando él se levantaba desde temprano y mi madre le daba la bendición, pensaba que lo que hacían los avecinados era algo muy peligroso. Pero desde que sólo somos ella y yo, pienso que no es algo digno para nadie.

—¿Por qué no lo haces tú misma? —respondo.

Vuelve a desaparecer por la puerta trasera. Termino de almorzar y salgo a la calle…

No hay movimiento. Es día de guardar, dicen las malas lenguas. No hay niños corriendo. Me paro en una esquina. Sé que si me volteo por la calle principal las veré. Desde aquí parecerá que no avanzan.

Pero sus pasos estarán escuchándose sobre el río. El suelo del río es de arena, el agua que antes corría erosionó el cauce. Nada puede crecer ahí aunque ya tenga años de estar seco. Cruzo la calle, prefiero mantener la vista hacia adelante; siento como si Adelina estuviera tanteándome desde la puerta, que si volteo hacia el río me lo va a recriminar.

La verdad es que ya lo he mirado, cuando nadie se da cuenta; pero esta vez prefiero abstenerme. Uno nunca sabe…

Me pongo bajo la sombra de una pared; el aire es frío. Siempre se ha sentido frío desde que me acuerdo. Saco un cigarro. La llama incinera el tabaco. El humo sube sobre mi cabeza. Puedo ver los establos a varios metros a través de él. Cada vez me acerco más. Las bestias están dormidas, es como si también supieran que hoy es el día. Un hombre se encuentra parado junto al cerco. Es el primo Sixto; quiere que le dé lo último del cigarro. Da una bocanada grande, exhala el humo. Sabe lo que voy a preguntar.

—Estuve con la Dalia —dice.

Muchas noches yo he estado con ella. Muchas noches me la he querido llevar para el monte.

—¿Y cómo se la pasó? —contesto.

Un animal de pronto muge, se levanta y camina hacia las trancas. Los dos nos ponemos a ver su andar pesado. Tal vez por eso nos olvidamos por un momento de la plática. La bestia saca la cabeza del corral y nosotros nos sentamos en un madero que cruza sobre su lomo. La acaricio.

El primo Sixto y yo miramos hacia el cielo. En la lejanía de los cerros pueden distinguirse unas nubes negras.

—Se viene el chubasco —dice—. Norte claro y sur oscuro, aguacero seguro.

DALIA

El sonido de nuestros pasos se escucha sobre la arena. Me acerco al padre Galván. Nos miramos. Sin palabras me dice que recuerda, pero se voltea hacia delante. No quiere verme porque piensa que sin palabras les diré a las otras lo que con palabras nunca me creerían. Teme tanto mi silencio y mi mirada que sin palabras me dice que me calle, que no le diga a nadie. Sigo observando su perfil.

Cierra los ojos, como si de esa manera ya tampoco pudiera hablarle sin palabras.

“Andas como un ciego”. Sin palabras se lo digo, pero no quiere escucharme. No sé qué está haciendo en el río con nosotras. Le digo: “Te respeto como a un niño.” Pero no quiere escucharme sin palabras, sólo lo haría si las pronunciara, pero entonces ya no significarían nada. Nadie las creería, ni yo misma. La otra orilla está cada vez más cerca. El polvo no nos deja ver lo que se encuentra más allá.

ADELINA

Arqueles es un necio. No entiende lo importante que es este día. Él podría hacer mucho. Lo levanto por las mañanas, le hago la merienda, le lavo la ropa y no puede hacer algo de buena gana. Piensa que no me doy cuenta de su desdén. No voy a permitir que caiga.

Es porque estoy sola que él actúa de esa manera. Es porque no he encontrado un marido con quién casarme, pero sé que cuando le diga que me voy, va a rogar que me quede a cuidarlo, como cuando éramos niños e íbamos al río, como ese día que se metió a pesar de que nuestro padre le dijo que no lo hiciera.

Él tenía siete años. Corrió desaforado y se adentró. Yo lo miraba porque yo también había pasado por lo mismo, y únicamente esperaba que saliera del agua para ver su rostro y saber cómo me vi cuando cometí la misma falta. Él no salía y mi padre ya volvía a casa. Yo miraba hacia el agua verde y opaca que me atemorizaba. Era un río calmado, pero nunca confié en su silencio, por el contrario, nunca pude soportar verlo, como nuestro padre lo hacía. Siempre pareció que intentaba descubrir algo.

Arqueles tardó en salir y yo estaba muy preocupada. Nuestro padre ya había regresado. ¿Cómo ir a decirle que había perdido a mi hermano? Me quedé en el borde y por una sola vez en mi vida miré el otro extremo. No había vida, todo estaba seco, esa agua no dejaba que creciera nada del otro lado. Me sorprendió aquel paraje.

Arqueles desapareció en el agua y creí que había muerto ahogado; después de un tiempo, salió por fin, y sus ojos me veían desde la distancia y comprendí que necesitaba mi ayuda, que me suplicaba que lo ayudara a salir, pero no dijo nada, siempre ha sido muy orgulloso, entonces no le ayudé. Nadó lo más rápido que pudo y luego comenzó a correr hasta donde yo estaba. Lloraba y su actitud era la de alguien con arrepentimiento. Se plantó frente a mí y se fue quitando los pantalones. Ahí estaban. Su pecho, piernas y brazos, cubiertos de ellas.

—Ayúdame —me imploró.

Ese día supe que siempre sería igual. Siempre tendría que cuidarlo, así que cuando nuestra madre me lo pidió el día de su muerte, estuve a punto de decirle que de todas formas yo todos esos años lo había cuidado.

A Arqueles le dije que se tranquilizara y recordé que a mí nadie me ayudó. Con mis manos fui quitándole una por una las sanguijuelas.

DALIA

Estamos en círculo, tomadas de las manos, del otro lado del río.

—Oremos —dice el padre Galván.

Siento su mano delicada en mi palma. Por fin puede descubrir quién soy, pero sus ojos están cerrados. Sólo puede ver un mundo de sombras. Ver mi sombra que camina y se mueve silenciosa por las calles de Paredones. Toma mi mano en la oscuridad, quiero recordarle sin palabras que es mi mano, pero no me escucha sin palabras.

Dice una oración.

Nosotras permanecemos desfiguradas ante la débil luz de la mañana nublada. La tierra se levanta de pronto y enmudece nuestras bocas. Un remolino se eleva por el vado. El padre Galván nos da la espalda y empieza a volver por entre las sombras de su mirada. Flota sobre la tierra. Sus pies avanzan sobre el agua imaginaria. Si fueras mi hermano amamantado a los pechos de mi madre, al encontrarte en la calle, te besaría, sin que la gente me despreciara.

ARQUELES

Adelina asegura que la lluvia es una señal.

—Está purificando a Paredones —dice después de persignarse.

No contesto nada, prendo un cigarro y me pongo en la puerta a ver la lluvia. Su golpear sordo.

Está bien Arqueles, no mires hacia el río si no quieres que tu hermana lo recrimine. Quédate viendo el caer del agua, viendo los charcos que se hacen en la tierra, viendo las calles vacías llenas de lodo; el cielo en ruinas. Que Adelina piense que ya no saldrás, que te quedarás aquí encerrado con ella. Que piense que nadie te está esperando. Que piense que es la única mujer que tienes en la cabeza. Que eres sordo, ciego y mudo.

¿La lluvia a las muchachas también les meterá todas estas dudas? Estaba ahí como una condenada al paredón y creí que iba decirme algo como si se tratara de sus últimas palabras, pero se quedó callada. Me acerqué y le dije “No te preocupes. Al cabo que el río ni agua tiene.” Sin embargo, su expresión no cambió, ni sonrió como en otras veces, la muy séntida. Estaba enojada porque no fui con Sixto y yo también le propuse buscarla porque, la verdad, me dio lástima verla junto a las otras, todas encueradas y atizadas.

Adelina hace un momento prendió una veladora. Se voltea a mí como esperando algo.

—¿Qué te sucede, mujer? Agua del cielo no hace agujero. —digo.

DON PARMÉNIDES

Ya se sabía que iba a llover. No tenía caso que se las llevaran. Todos los años se las llevan al otro lado del río, dizque para evitar la tentación en los días santos. Pero eso es pura mentira. Ahora en el tejado resuenan las gotas. La luz de la tarde se oscurece. Las mesas están vacías. Pero lo hombres vienen a sentarse a ellas. Poco a poco el Garzita se llena de clientes. Les gusta disimularlo, pero no engañan a nadie. Siempre es lo mismo. Entran como si no supieran lo que buscan, se sientan en silencio, como si meditaran sus acciones, como si en el Garzita hubiera mucho de dónde elegir.

Yo los miro desde la barra. Los dejo que se acomoden, que agarren confianza, mientras limpio las copas. Es cuando me ven a los ojos, con sus sonrisas amarillentas. No les pregunto nada, porque ya sé a lo que vienen. Saco de la vitrina la botella de sotol y me adelanto a las mesas. A mí qué me interesa, es mejor seguirles la corriente. Cuando sirvo la primera tanda, también me sirvo un sotolito. Así, no más para no enfriarme.

Hoy se les ha hecho tarde por la lluvia. Algunos charcos se empiezan a hacer en los rincones. Va a ser un lodazal.

ADELINA

Anduve toda la semana preparando la peregrinación. Hablé con las hermanas vecinas para pedir su consentimiento. Limpiaba el jacal, le daba de comer a Arqueles y en ningún momento dejé de pensar que debía organizar el pergrinaje.

No fue suficiente que yo haya ido. Recé todas las noches mientras escuchaba la música de ese lugar, mientras Arqueles se divertía. Una sola voz no puede llegar hasta el Señor.

La lluvia sólo puede ser una señal de tu muerte, de que no hemos cuidado tu voluntad. No nos abandones. Escucha mis ruegos. Ayúdanos a pasar esta noche de diluvio.

Tú bajaste a los infiernos y saliste de ellos glorioso, así, danos fuerza. Mantén a los cuervos alejados. Lejos deben permanecer para el perdón de los pecados y la salvación de sus almas, con tu ayuda así será. Cuida a Arqueles. Sé que no he hecho bien con él, que lo he maleado, que no lo he podido enderezar, pero no lo juzgues a él; antes, hazlo primero conmigo. También, sobre todo, dale fuerza al padre Galván.

Ayer mismo fui para recordarle el encargo. Y dijo que el infierno era la ausencia de ti, que no por llevarlas cumplían su ayuno. Pero quién va a andar creyéndose eso. Yo bien que sé que el infierno es un lugar donde las almas sufren.

—No porque estén del otro lado ya no existen —insistió el padre.

Pero, de todas maneras, le dije que debía llevarlas. Y es que no podía ser de otra manera. Sólo un hombre del Señor podía realizar dicha tarea.

El padre no quería.

Yo sé que no quería hacerlo. Y así, tuve que ir cada uno de los días de la semana y preguntarle: “¿Padre Galván, podría hacerle este favor a la congregación? Las hermanas mayores me han mandado para pedírselo.” Y el padre se quedaba callado. Varias veces me dijo que tenía que pensarlo. Me miraba con los ojos abiertos, abiertos. Yo les comentaba a las hermanas y creíamos que acercarse a esas mujeres le asustaba, y eso nos conmovió, pero luego descubrí que no quería llevarlas, porque lo consideraba un sacrilegio. Entonces, le repetía: “¿Padre Galván, podría hacerle este favor a la congregación?”

LAS DEVOTAS
Está mal que se lo hayan dejado a ella. Es una buena muchacha, pero su vida se consume en algo que no le corresponde.
¿Tú qué sabes de eso?
Es mejor no hablar enfrente de ella…
Con la lluvia, no puede escucharnos, no seas tonta…
Digo que cuidar a ese muchacho la está envejeciendo. Ya parece una de nosotras y todavía no se casa.
Tú no sabes.
¿Y tú sí?
Cállense, nos escucha, desde hace rato está parada ahí, en la puerta de su jacal.
No nos escucha, no sabe nada.
Discutieron y el Arqueles se fue para la cantina.
¿Y qué, tu marido no está ahí?
Bueno, nada más digo.
¿Con esta lluvia?
Ella se quedó mirándolo buen rato, y cuando ya no se veía por el camino ella lo seguía viendo.
No me sorprende.
¿Por qué?
Ya saben por qué.
Vamos a meternos para no mojarnos.
Dicen que los han visto demasiado juntitos para ser hermanos.
Son las malas lenguas.
Un día que les llevé de comer, porque sé que no tienen nada, una que siempre se preocupa por los demás, eso le pasa a una por dizque buena cristiana, me los encontré acostados. El Arqueles estaba encima de ella. Se hicieron los disimulados cuando me vieron. Dijeron que ella tenía unos dolores.
No creo nada.
Como quieras, pero a mí se me hace que ella es la que no lo deja en paz.
Tú no sabes nada.
No seas tonta.
Sigue parada ahí afuera. Hay que bajar la voz, estamos casi enfrente de ella.
Por eso la trata así. Si no anduviera tan encima de él, los dos ya hubieran encontrado con quien pasearse.
La lluvia es muy fuerte como para que pueda escucharnos.
No se separan, cada quien pa su rumbo, porque doña Amelia les echó la maldición.
Si serás tonta. ¿Qué tiene que ver aquí doña Amelia?
Tan buena mujer ella. Se arrepentirá en la tumba de haberlos parido.
No digan mentiras, la muchacha es de nuestras mejores hermanas de congregación. Ella sola fue con el padre para organizar el peregrinaje.
Pero es sólo por lo que dije…
Y, mira, no se quita de la puerta, la canija.
No escucha.
Yo digo que su madre tiene la culpa.
Todas sabemos por qué. Y esa muchacha también. No debería malgastarse con ese sinvergüenza.
Y pensar que es una de nuestras mejores hermanas.
Sigo sin creer nada. Ella es buena.
Todas tenemos una cruz que cargar. 
PADRE GALVÁN

Nada tuve que ver en esto. Los hombres, las mujeres de este pueblo se justifican en mí. Dicen que yo ordené que las llevaran. No es verdad. Las mujeres fueron las que me buscaron para que hiciera este encargo. Traté de decirles que era inútil, pero no pude persuadirlas. Así ocurre en estos pueblos. Las personas se quedan como estancadas en el tiempo. Se quedan paralizadas y repiten y repiten sus costumbres absurdas. ¡Llevar a unas pobres pecadoras, como si se tratara de perros rabiosos, a ese desierto, a ese lugar desolado!

No pude negarme. Actúan a partir de recuerdos que se arraigan no sé de dónde, como si en la sangre ya tuvieran todas estas ideas pesadas, imposibles de olvidar.

Cuando llegué junto a los hombres, que estaban reunidos en la calle principal, todos se volvieron a mirarme, no dijeron nada, no hicieron nada. Querían que yo los enviara, como si no pudieran hacerlo por ellos mismos. Quería decirles que yo no lo ordené.

—Vamos, hijos, hagamos lo que nos hemos propuesto —dije.

Lo hombres, entonces, empezaron a avanzar hacia la cantina. Ahora sí podían moverse, después de que escucharon mi voz.

LAS PENITENTES
El río sigue soñando
sobre las tierras sin agua;
el pueblo sigue callado
bajo la cárdena alba.
Suenan los pasos desnudos
sobre los cielos sin agua;
suenan caminos helados
hasta las puertas cerradas.
Lejos estamos nosotras
como un espejismo de agua.
No quieren mirarnos y miran,
lo hacen siempre que pasan.
Saben que somos de ustedes
las que de noche se embriagan;
saben que somos mujeres
quienes servimos borrachas.

Allá, por el otro extremo,
los cuervos antiguos cantan
desean cuerpos caídos
que tristes parcas cabalgan. 
SIXTO

Recuerdo que alguien me empujaba. Yo reía. No podía dejar de hacerlo. Después me caí y la sentí mojada, la espalda. Luego, en la oscuridad, una cabellera sobre mí. Muchos ojos me observaban desde arriba. Distinguía las formas abultadas, las carnes de las mujeres. Alguien me jaló de los brazos. Yo no podía dejar de reír. Alguien gritaba. Creo que decía que me sacaran. Alguien me decía “Ya vete, tienes que irte. Tocan a la puerta.” Había mucho argüende. Querían sacarme, pero yo no iba a dejar que lo hicieran. Me deslicé entre piececitos mugrientos, entre chamorros y piernas y gritos. Me fui arrastrando entre las patas de las mesas y sillas, jadeante. Les decía que se esperaran que se estuvieran quietas, pero ellas corrían a todos lados, con sus pequeños pasos, descalzas, encueradas y húmedas. Yo les tiraba patadas pa que no me agarraran las canijas. Quería explicarles que se calmaran, pero no sé por qué de la lengua me salían palabras que no comprendía. Algo pronuncié. Algo como “Bajo las aguas, bajo las aguas… hay ojos que se miran.” Dije algo así. Nadie me escuchó. Varias mujeres se agolparon y me rodearon, y recuerdo que no dejaba de manosearlas. Ellas estaban distraídas con que ya tenía que irme. “Ya lárgate”, decían. O algo así, no recuerdo bien. Intentaba ver lo que ocurría pero no atinaba a entender nada, y todo me daba vueltas. “Ya tocan a la puerta. Date prisa, ya es hora”, volvían a gritar. Luego, la oscuridad se disipó y sentí de sopetón el frío en las barbas. Me espolearon y caí en la tierra. Con el frío, me paré como pude y miré hacia las casas. Los contornos de los caminantes, las sombras, se delineaban en el horizonte de las calles. ¡Las canijas me habían echado por la puerta trasera del Garzita! La cabeza casi me estalla. Adentro seguía escuchándose ruido: mesas, voces de mujeres, cristales rotos. Yo me incliné hacia la tierra y vomité. No podía respirar; la tierra cuartiada absorbió mis inmundicias. Ya sabía lo que estaba pasando. No quise que me descubrieran. Me quedé callado. Intentaba agarrar aire. Tenía la respiración agitada. Empecé a alejarme. El alba ya me quemaba la cara, me daba de martillazos en la cabeza. Me incliné otra vez hacia la tierra y no pude contener el asco. El ruido aún se escuchaba desde el Garzita aunque cada vez menos.

PADRE GALVÁN

Las mujeres vienen atrás de mí, calladas y cansadas. Bajamos por el lecho seco, a la celda sin límites que les espera. De ahí, saldrán purificadas, como nuevas mujeres; casi vírgenes, saldrán y el pueblo, entonces, podrá recibirlas, entonces, el Garzita podrá continuar con sus días. Por esa razón las traigo.

Bajamos y es como si yo tuviera la llave de ese lugar de penitencia, de ese lugar de redención. Puedo escuchar el arrastre de las cadenas que nos atan a cada uno de los que caminamos sobre el río, como si yo fuera el ángel que desciende del cielo, llevando en la mano la llave del Abismo y la cadena para agarrar a la Serpiente antigua.
Yo volveré en cuanto las abandone en el páramo, lugar de revelaciones, reservado a los santos. Yo volveré a andar por el lecho y regresaré; mas no purificado. Ellas sí. Saldrán de aquí el domingo de la resurrección de nuestro Señor. Estuve muerto y de nuevo soy el que vive por los siglos de los siglos, y tengo en mi mano las llaves de la muerte y del infierno.

La luna está cerca y el sol ya comienza a eclipsarla. Veo una colina que será buen sitio.
Ellas me siguen, en lo que queda de la noche. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá luz. No sé por qué están impasibles. Los augurios del alba ya aparecen. ¿Será esa la luz, que agoniza en el fondo, la que puede ayudarnos?

Llevo a estas señoras a que sufran, a que sufran penitencia. No necesitan ni de luz del sol, ni de la luna, porque la Gloria de Dios las ilumina.

Una de ellas se ha colocado a mi costado, creo que quiere decirme algo. Sus ojos se clavan en los míos, pero no vale la pena recordar con ella algo que ocurrió. Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y los que aman y practican la mentira. Tal vez por eso yo vengo con ellas hasta estas tierras. ¿Por eso a mí me eligieron, porque yo conozco este sitio mejor que todos? ¿Por eso, Señor? ¿Porque soy un hombre de tu Iglesia? Nosotros sabemos que ése que te sanó es un pecador.

ARQUELES

Los golpes de la lluvia se oyen sobre el tejado. Sentado en la barra, le entro al sotol. Las calles estaban anegadas en el camino; tuve que doblarme los pantalones para mojarme lo menos. Adelina no quería que viniera, pero no me dejé. Empecé a andar bajo la lluvia, muy a pesar suyo. Sabía que le sería imposible seguirme. Me adelanté varios metros antes de voltear por última vez, cuando ya estaba empapado, y ahí estaba ella en el quicio. Casi no podía distinguir su silueta, pero en la oscuridad del jacal era capaz de sentir su presencia. Me miraba con sus ojos de muerte. Pero yo bien que le dije que no esperara que me la pasara encerrado. Pensó que con la lluvia iba a estarme quieto.

—Sólo unas cuantas copas y nada más. —le dije.

Cree que no puedo controlarme, que no puedo detenerme y volver cuando me plazca. No niego que el cielo se esté cayendo a cántaros, pero de eso a quedarme es distinto.

En la entrada del Garzita hay un charco de agua, se escurre por la ranura de la puerta. El quinqué en el techo ya está prendido —anocheció temprano—, hace un balanceo impávido. Algunos colegas juegan dominó. Otros escuchan el golpeteo de las gotas sobre las tejas. A veces se oye una carcajada o el chocar de las botellas cuando brindan.

DON PARMÉNIDES

Arqueles llegó como uno de esos viajeros. Venía mojado de pies a cabeza, con los pies llenos de lodo. Se sentó en su sitio, como si tanteara lo que hay aquí adentro. Se sentó en la esquina cercana a los meaderos. No saludó a nadie. Ni siquiera a los Villavicencio. La lluvia los ataranta. Les tiene preocupados. Precisamente en esa esquina donde está Arqueles hay una hendedura. Ahí el agua se acumula. Arqueles al sentarse se voltea a verme. El agua cae en una pequeña corriente al borde de la mesa. Él la mira. No se ha quitado el sombrero, que está húmedo. Cuando me acerco con la botella veo sus ojos. Se notan agitados. Yo le sonrío. Le pongo el vaso en la mesa. La botella a un lado. Y él me mira con sus ojos. Algo quiere decir, pero se queda callado.

—Aquí tiene, mi amigo, como le gusta.

Él sin convicción toma el vaso y da los primeros sorbos.

ADELINA

Lo observo que se aleja. Él ya no se acuerda de esta agua, ya no se acuerda de lo malsana que era. Quise detenerlo, pero cuando vi que sus hombros comenzaban a mojarse, supe que sería inútil. No entres por el sendero de los malvados, no pises el camino de los perversos. Es agua malsana y no quiero que me corrompa; entonces, ¿quién velaría por la salvación de mi hermano? Arqueles piensa que es sólo la lluvia, no se da cuenta que es el río yermo que cae del cielo, como una maldición de nuestro Señor. Avanza y pretende ignorar el siseo de las gotas sobre la tierra, como el sonido de una serpiente arrastrándose; intenta engañarse como un escuincle. Olvidó ya la profundidad de sus aguas, lo que esconde el río. Olvidó ya cuánto le asustaba lo que encontró. Ahora regresa hacia él como ese día que me dio la espalda.

DALIA

Nos dejaron en el llano. Sin nada. Algunas se han sentado en la tierra. Yo prefiero quedarme de pie, aunque ande descalza. No me gusta ensuciarme. Veo cómo algunas se dejan, con el polvo en las piernas. A veces una que otra murmura algo con una compañera, sonríen. Me dan ganas de regresar. Meterme al Garzita. Me iría bien si fuera la única entre todos esos borrachos. Pero no me decido. Ya ha de ser medio día, pero el cielo está muy oscuro. Es como si todo estuviera gris. Algunas compañeras ya se quedaron dormidas sobre el llano. Paredones desde aquí se ve muy, muy callado.

LAS PENITENTES
El pueblo sigue cerrado
se ofrece la tierra llana
arrebatos nos dibujan
desde lejos las espaldas.
No vemos ninguna culpa
con estar acá encerradas
seguimos nuestras canciones
en las estepas lejanas.
Sabemos y no sabemos
las fantasías deseadas
Reímos y no reímos
al tenernos recostadas.
Cada vez somos distintas
con luz de aquellas miradas.
Cada vez somos las mismas
cuando afligidos nos llaman

En el estéril remanso
sombrías cruces clavadas
figuras que resplandecen
para las tristes miradas. 
ARQUELES

Miro a mi derredor y todos están concentrados en su sonido. La sinfonola ha estado apagada. Al primo Sixto ya se le hizo tarde, espero que pronto se aparezca. Don Cipriano desde hace rato que no le toma a su sotol. Mira hacia la calle. Hemos dejado la puerta abierta, todos queremos ver lo que sucede afuera. Los hermanos Villavicencio juegan dominó, pero es un despiste; parece que están tratando de descifrar el rumor de la lluvia.

—Otro sotol —le digo a don Parménides.

El hombre saca el pomo de una vitrina. Me sirve. Luego, también, se voltea a hacia afuera. Ya no hay luz de día, pero más bien hoy no hubo. Doy un trago.

DON PARMÉNIDES

Se notaba desde la mañana. Primero se había puesto el cielo gris, con unas nubes espesas. No tenía ningún caso que se las llevaran. Ahora que las ven lejos están tristes.

Por la tarde ya cuando el sol había declinado, cuando marcaban las tres de la tarde, el cielo se hizo oscuro. Se juntaron más las nubes. La lluvia comenzó a caer con fuerza. La gente salió de sus jacales para ver el agua. Vieron cómo la tierra llena de grietas se convertía en lodo.

Esa lluvia nunca se había visto.

¿Ya ven, para qué se las llevaban?

Yo les dije que no lo hicieran, no quisieron escuchar.

DALIA

Desde hace tiempo la lluvia es torrencial. Hubo un gran silencio, como si se nos revelara que ya no íbamos a poder regresar. En ese momento nadie lo pensó así. Fue como una intuición, algo que ya se sabe sin darse cuenta. Se nos dejó venir el aguacero. Me quedé parada donde estaba. Veía el pueblo borrarse; sus casas parecían cartones abandonados que con el agua perdían su forma. Lo único que se mantenía erguido era el Garzita. Por la puerta, se veía iluminado. Todas las demás casas estaban ensombrecidas. Me quedé sobre mis pies en el lodo. En un segundo, quedé bañada por el temporal. Las compañeras que estaban dormidas despertaron asustadas. Las líneas de lluvia parecían los barrotes que nos encerraban en el desierto. Ninguna se movió. Sólo nos quedamos viendo hacia el otro lado. Un relámpago tronó muy fuerte. Sólo estamos en la orilla como piedras.

ARQUELES

Hace unos minutos llegó el primo Sixto. Se está poniendo al corriente con los tragos. De su sombrero todavía escurren las gotas. Es el único que se carcajea, le gusta mostrar su colmillo de oro.

Tiene la cara alebrestada. Don Parménides le invitó una copa.

—¿Desde qué horas se vino, primo? —pregunta.

—Desde hace rato —contesto.

Da un trago hondo.

—¿Por qué todos tan callados? —dice.
Nadie responde, pero parece que todo vuelve a la normalidad. Sí, esto de la lluvia nos tenía muy apesadumbrados, pero no es nada; sólo es agua, sólo agua. Miro que el viejo don Cipriano está impávido con la cabeza baja. Está triste. Su vaso está vacío.

—Don Parménides, sírvale otro caballito —digo.

El viejo se contenta.

DALIA

El vado ya comienza a llenarse de agua. El agua ya trepa. Nosotras la miramos. Nuestras esperanzas se nos pierden entre las rocas y la tierra. Somos las rocas que nada más permanecen en su lugar. El agua corre sobre ellas. El agua nos sorprende y nos asusta; así, también, lo que nos pasa por la cabeza. No sabemos qué hacer. Nos quedamos paradas. ¿Regresar? ¿Cruzar el río? Tenemos miedo de lo que pueda sucedernos. Ninguna dice algo. Ya se está haciendo de noche. Tal vez de noche ya no podamos ver el agua. Sólo sabremos que está ahí, como un mal presentimiento. La lluvia nos ha limpiado el colorete, ha echado a perder nuestros vestidos. Algunas se los han quitado y se quedan sin nada. El Garzita todavía se ve alumbrado, pero ya ninguna secretea.

ARQUELES

Hemos estado jugando dominó, pero la lluvia no para, y ya empieza a mortificarme. Toda la tarde hemos oído su insistencia. Es un recordatorio. Nosotros nos quedamos oyendo. Me imagino que vamos en un barco. Me tambaleo de un lado para otro. La verdad es que ya empezamos a aburrirnos.

Hace rato se escuchó el estruendo del río, pero ahora su rumor se ha hecho constante. Él cambia el desierto en un estanque, y la árida tierra en manantial. Es como si jamás fuera a terminarse, y de pronto me viene la idea de que todo este tiempo hemos estado esperando que el agua se vaya. Cada vez se hace más noche y el agua cada vez sube más. El primo Sixto me observa a los ojos, lo sabemos.

Volteo hacia los otros, algunos siguen jugando, como haciendo tiempo. Todos aquí sabemos por qué seguimos tomando. Queremos escucharlas tras el río, pero nada.

DON PARMÉNIDES

Y es que esta tarde el cielo de cien días regresó en uno solo. Cuando se animan a venirse para acá desde sus jacales pareciera que el agua les llega hasta el gaznate, hasta las orejas. Brincan un charco, brincan otro. Las botas ya las traen todas podridas. Muchos de ellos se resbalan.

Aun así, pareciera que bajo la lluvia todo se hiciera más clarito, como si para ellos los cuerpos de las mujeres se percibieran mejor. Bajo esta agua parece que pudiera escucharse todo lo que piensan en el pueblo. ¿Ya ven para qué se las llevaban?

ADELINA

Tras la tormenta escucho sus voces, el lamento que acecha en todas las esquinas. Cuando Arqueles llevaba buen recorrido volteó hacia el jacal. Yo seguía parada en la puerta. En sus ojos descubrí susto. Quise gritarle “regresa”, pero ya no iba a entender. “Es mi orgullo de hombre”, habría contestado. Cuál orgullo, es lo borracho. La verdad es que el sonso cree que no conozco lo que hacen. Todo Paredones sabe que años anteriores se han ido muy campantes por el vado, por la noche, con esas mujeres. Hace mucho que ese río ya no sirve para lo que fue establecido por la Providencia. El infeliz ahora está solo y va como buey al matadero, como pájaro que vuela a la trampa, hacia aquellas que acechan en todas las esquinas.

DALIA

He visto las siluetas de hombres entrar al Garzita. Alguno que otro a veces se asoma desde la puerta. No salen. Sé que todo este tiempo nos han estado buscando. Tal vez se pregunten cómo llegar hasta acá, o tal vez sólo se resignen a mirarnos desde la distancia. El río se ha ensanchado. Tiene un mal sueño y en cualquier momento se va a levantar para llevarnos. De cualquier modo, no nos alejamos del cauce. Nos tiene embrujadas. Oímos su respiración. La lluvia ha comenzado a borrarnos. Supongo que en algún momento ya no podrán distinguirnos. Nos arrejuntamos para calentarnos, pero no nos calentamos nada. Comienzo a temblar. Me rechinan los dientes. Nos miramos a los ojos unas a otras. Descubrimos nuestras caras negras: sin ojos y sin nariz, sin boca. Caras que ya no son caras, como nosotras ya tampoco somos mujeres. El pelo se nos ha embarrado sobre nuestras cabezas; ya no tenemos los labios; toda nuestra cara está reseca y tenemos sed a pesar de lo mojadas que estamos. Ya no tenemos pechos, ni vientres. La lluvia nos ha quitado toda forma de mujer. Sólo tenemos vista y oído y frío. Ya no podemos regresar. La lluvia continúa. Ya no somos mujeres, somos piedras. 

ADELINA

A mí todavía me tocó ver que las llevaran en botes, cuando nuestro padre era uno de los hombres que ayudaban al antiguo sacerdote (el que muriera apenas hace dos pascuas, de manera misteriosa). Nuestra madre no me permitía salir en esta fecha, pero en la madrugada me escapaba. Iba sola, Arqueles apenas si sabía caminar. Pero yo me salía y miraba cómo las formaban en la orilla. El sacerdote Marrero, así se llamaba ese viejo hombre, se pasaba mucho en la balsa, yendo y viniendo, sobre el agua verde y tranquila. En aquel tiempo, las penitentes eran mucho más templadas, al menos así siempre las he tenido en mi memoria. Pero desde que ese río ha estado seco ya es muy diferente.

LAS PENITENTES
La noche de los encuentros
Se escucha bajo las aguas
El sueño de los cariños
Se siente bajo las aguas
La calma de los escapes
Se intuye bajo las aguas
La brisa de los sigilos
Se augura bajo las aguas
El vaho de las señoras
Se incendia bajo las aguas
El canto de las mujeres
Se agita bajo las aguas
La marcha de los borrachos
Se anda bajo las aguas
El peso de los ahogos
Se asfixia bajo las aguas

Peregrinos son los hombres
que cruzan las madrugadas
doloroso es el cauce
donde perecen las aguas. 
ARQUELES

Perdí la cuenta de cuántos sotoles llevo. El primo Sixto grita cosas que no entiendo. Es algo sobre la Dalia; ya entendí: dice que quiere que le traigan a la Dalia. Tratamos de ignorarlo. Se enoja y vuelve a berrear. Los otros nada más lo vigilan. Don Parménides también ya anda borracho. Nos invitó una ronda. Le preguntamos por las mujeres. Dice que todo es culpa del pueblo y del padre Galván, que por él las tendría aquí junto para el deleite nuestro, y que ora que no están prefiere acompañarnos en la copa. No digo nada, no quiero hablar mal del párroco. Nomás meneo la cabeza. El primo Sixto no se calla. Está disgustado. Se siente solo. Le digo que le eche al trago y que no piense, pero no me hace caso.

—Vamos por la Dalia, primo —dice—. Yo sé que a usted también le gusta, ¿o me equivoco?

Me le quedo viendo. Luego, me sonríe. Le tomo al sotol.

—Cálmese, primo —digo.

Pero tiene razón, a mí también me gusta la Dalia. Presumo que varios pelados meramente piensan en la mujer que les apetece. Y esta lluvia que no se acaba. Sólo se oye el rumor del río, es como un recordatorio. Pero más allá de eso no las escuchamos. El quinqué comienza a parpadear. Como que quiere acabarse la luz. Esto nos faltaba. El primo sigue con lo mismo. Me recrimina, dice que soy un imbécil, que me quedo aquí sentadote como imbécil. Me levanto y lo dejo hablando solo. Lo mejor es que nos distraigamos. Me acerco a la sinfonola. Qué mejor que unos corridos pa socavar las penas.

—Mire, primo, ya puse unos corridos —digo.

Se anima. Cantamos. La lluvia sigue insistiendo sobre el tejado. Es un recordatorio. No debemos escucharlo.

DON PARMÉNIDES

Debe tratarse de un chiste. Debe ser un chiste que hoy precisamente el río se hubiera inundado de la nada. Es un chiste que alguien hace para disuadirlos. Pero ellos no se dan cuenta. Yo les sigo acercando la botella. Arqueles es quien se nota más apesadumbrado. Sigue sentado donde mismo, aunque Sixto se le ha unido. Están ahí mirándose a los ojos como dos gatos. No se disuaden, esperan a que el aguacero se detenga. Pero esta tormenta no va a terminar. Eso los entristece, porque creyeron que iba a ser muy fácil. Creyeron que todo se les iba a acomodar. Creyeron que si se llevaban a las mujeres del otro lado del río las iban a tener para ellos solos. Ahora esta lluvia los ha detenido. Todavía me acuerdo de cómo fue el año pasado. El año pasado sí les funcionó la jugada. Según esto se las habían llevado por ser día santo. Ni en sus casas les creyeron. Pero a mí qué me interesaba, no pude hacer mucho. De cualquier modo se vinieron por la tarde y se pusieron borrachos, luego se salieron por el río. Esa vez lo cruzaron caminando, varios de los que ahora también esperan, los siguieron. Lo cruzaron caminando por la noche, cuando se sintieron seguros de no ser vistos. Pero ahora es diferente. Ahora parece que alguien les está jugando una broma pesada.

ADELINA

Después de mucho tocar y de estar bajo la lluvia me abre el sacristán. La crujía está muy oscura y por un instante me arrepiento de haber salido. El muchacho parece asustado y se queda ahí en la puerta. Da la impresión de que no quiere darme paso.

—Muchacho, déjame entrar, ¿qué no ves que estoy mojándome toda?

Se hace a un lado. En la entrada está la imagen de la purísima. Me persigno y luego me volteo hacia el joven.

—Quiero hablar con el padre. Dile que es urgente. Pero rápido, ve y dile que necesito hablar con él.

El muchacho vacila y se adentra en la oscuridad. Después de unos minutos el padre Galván sale con un candelero. Se ve muy relajado. Tiene el rostro rojo. Hay un largo silencio.

—¿Cuál es la urgencia, hija? —dice

Tiene aliento a jerez. Me quedo consternada, dudo.

—Disculpe que lo moleste a estas horas, padre, pero con esta lluvia me estoy poniendo muy nerviosa.

Creo que el padre está medio borracho. Se mueve como si unos hilos negros lo jalaran desde arriba. Tiene los ojos chiquillos sobre mi rostro. Se ve bastante aturdido, como si mucha luz estuviera pegándole en la cara aunque aquí todo esté muy oscuro.

—Le decía que esta lluvia me tiene muy nerviosa, y he hablado con algunas hermanas de la congregación y nos tiene muy consternadas que los hombres no hayan vuelto de la cantina.

Espero a que el padre Galván tome la decisión, que de él mismo salga la voluntad de ir a cerrar ese lugar, más en este día tan importante. Así como Jesús acabó con los comerciantes del templo, él debe ir a sacar a Arqueles de la cantina; el padre seguro sabe de ese pasaje. La mano del Señor debe ser fuerte, un hombre del Señor debe saberlo. Pero pasan varios segundos y su mirada no cambia. No me queda más que explicárselo.

—Queríamos ver si usted podía ir a decirles que ya se regresen.

PADRE GALVÁN

“La palabra es más tentada en el desierto que la carne”, me dije cuando bajábamos el río, hermana mía. Me dije, “No romperé el silencio, no mancharé el verbo con mi voz, ni te dejaré abandonada con mis palabras. No tengo derecho a traerte a este lugar, no tengo derecho a redimirte. No cometeré sacrilegio al intentar purificarte. No permitiré que las palabras se manchen de mí, no las haré parte de mí, porque no me pertenecen. No utilizaré el verbo para mis propios fines. No pronunciaré tu nombre, no te llamaré. Permaneceré en silencio. No engendraré tentación. No tengo la fuerza para ser la voz que grita en el desierto”.

Ahora he entrado a mi resguardo y he bebido mi leche y mi vino, hermana, y si pudiera te llevaría, te metería a la casa de mi Padre quien te iniciaría. Te daría de beber mi vino. Compañeros, coman y beban, embriáguense de amores.

LAS DEVOTAS
Vi salir a la muchacha. La vi por la ventana…
¿Acompañada de quién?
Sola, iba sola.
Seguro fue a buscar a ese sinvergüenza.
No creo que se atreva a ir al Garzita, con tanto barbaján.
No, nada de eso. Fue a la reclusión.
¿A la reclusión?
A rezar tal vez…
No sé, pero desde lejos miré que alguien le abrió. Se tardaron mucho en abrirle. La lluvia casi la deshace.
¿A quién se le ocurre salir orita?
Deberíamos, también, ir nosotras y pedir que esta tormenta termine.
Cuando la vi ahí parada, sin que le abrieran, me dio mucha lástima. Lo más curioso es que todavía no ha regresado.
¿Qué estará haciendo ahí adentro?
¿Estará con el padre?
No seas tonta, hoy no oficia.
¿Y, entonces, qué estará haciendo?
Deberíamos ir, también, nosotras.
LAS PENITENTES
Los hombres beben y beben
y los ojos ya se vislumbran
las calles ya se ensombrecen
bajo las aguas desnudas.

Estamos en el torrente
cantando, dulces, sus nombres
rasgando añejos vestidos
bajo las aguas, sin voces.
ARQUELES

La luz se acabó. Estamos a oscuras. Apenas habíamos empezado a cantar y de golpe la luz se terminó. Nos quedamos callados, pensativos. Y sólo el rumor de la lluvia se escucha. Es un recordatorio. Ora no podemos dejar de pensar en ellas. Y no las oímos más allá. Sabemos que están ahí, pero son como una idea vaga. El primo Sixto ya vuelve a decir barbaridades. Don Parménides trata de tranquilizarlo. Lo sé por su voz. No sé qué estén haciendo los otros. Estoy aquí sentado, tomándole al sotol. Sé que todavía me queda algo porque el vaso se siente pesado, lleno. Es todo lo que necesito. No es verdad, yo sé que no lo es. Alguien se levanta y anda por entre las mesas. Nadie nos movemos. Estamos expectantes. Choca con las sillas, ya se cayó. Es un borracho. Empezamos a carcajearnos.

—¿Quién fue? —alguien pregunta.

—Pues, yo, baboso —responden.

—Qué jijo tan aguzado —continúan.

Luego volvemos a carcajearnos. Después nos callamos. Sólo el río. Sólo el río. El primo Sixto no soporta ese murmullo.

—Órale, jijos, vamos por las mujeres —grita.

Y es cuando alguien extraño se para en el quicio de la puerta. Afuera está oscuro pero es más claro que adentro del Garzita. Una sombra está ahí viéndonos. Me volteó a hacia ella, confundido. Es un hombre.

PADRE GALVÁN

La muchacha fue a buscarme. Me pidió hablar con los hombres. Ahora camino bajo la lluvia, fuera de mi resguardo, hacia ese lugar al que nunca pensé volver. Ciertamente, algo de este pueblo me atemoriza. Tal vez sea también esta tormenta. Dios, no permitas que el río se desborde en los próximos días. Nunca pensé que fuera una distancia tan corta la que me separaba de aquí.

Llego al Garzita y hasta acá percibo el hedor a orines. Me paro en el umbral. Están a oscuras. Están borrachos. No se puede hacer nada con ellos. Es mejor que regrese. No tiene caso. Dios, ayúdame. Entro y pregunto por don Parménides. También el cantinero está ebrio. No saben quién soy.

—Siéntese, amigo —dice uno de ellos.

Me quedo callado, es mejor volver.

—Siéntese, amigo —repite la misma voz—. Don Parménides, tráigale algo a nuestro invitado.

Arrastra las palabras. Está completamente ebrio. Me siento en una mesa; hay dos hombres arrimados a ella. Me vuelvo hacia la salida. No sé por qué me siento, no sé qué es lo que pretendo. No saben quién soy. Don Parménides se estrella contra todo y casi se cae, pero logra colocar un vaso y una botella en la mesa. Sirve la bebida. Chorrea bastante líquido sobre la superficie. El hombre que me llamaba se mueve y distingo su rostro: es Arqueles, Arqueles Leyva.

—Salud —dice—, por nuestro nuevo amigo.

Bebo.

DALIA

El Garzita se ve apagado. Todo el pueblo está ausente. Nos dejaron abandonadas. El agua del río ya alcanza nuestros pies. Ya no tenemos pies. El oleaje del río se estrella contra nosotras. Somos un desfiladero. Choca y a cada choque nos sacudimos. Estamos a punto de desmoronarnos. El frío es insoportable. Nos corroemos. Una cueva se está haciendo sobre nuestros cuerpos, una cueva fría, llena de agua, una cueva profunda que está al borde del derrumbe.

ARQUELES

El fuereño ha aceptado sentarse. De algún lado lo conozco, se me hace familiar su voz, aunque habla poco. Ya llevamos algún rato brindando con él. El primo Sixto comienza a quedarse dormido. Y yo también me pregunto por las horas que hemos estado aquí. La noche se alarga como el río. ¿Acaso la lluvia ha diluido la luz del sol? No entiendo mucho de lo que estamos platicando. No logro agarrar el hilo de las palabras, ni a ver nada. A veces alguien grita desde el fondo del Garzita. A veces alguien llora desde el fondo del Garzita. De pronto el primo

Sixto despierta.

—Órale, no me dejen dormido —dice.

Después, se arrima al fuereño.

—Amigo, ¿por qué no vamos por las mujeres? Todos estos le tienen miedo al río.

El fuereño no contesta. Luego, alguien grita desde alguna de las paredes que está dispuesto a acompañar al primo. Y yo me quedó pensativo. La lluvia sigue oyéndose. Y el río. Es como un recordatorio. Un recordatorio de la Dalia. De su cabello. De sus pechos. De sus muslos sudados. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo.

DON PARMÉNIDES

El padrecito entró hace unos momentos. Avanzó lentamente reconociendo a quiénes estábamos aquí. Quién iba a pensar que alguna vez habría de regresar. Nunca me ha caído bien. Pensé que si nos quedábamos callados iba a volver de dónde había venido. Pero ya venía para quedarse, como otras veces. Arqueles lo invitó a que se sentara en su mesa. Cuando tomó su lugar le acerqué el sotol. Me dibujó una sonrisa. Yo le devolví el gesto.

LAS PENITENTES
Miramos las siluetas que ocupan la llanura,
donde la lluvia inflama la oscuridad secreta;
hombres solos que caen a la desembocadura
sin saber que entran al corazón de una ave muerta.
Sus manos están anhelantes de cabelleras.
Sus bocas cansadas muerden el agua y la tierra.
Ellos buscan a sus mujeres, sus compañeras.
Nosotras esperamos, pacientes, como piedras.
Somos mujeres que el viento de la noche cruza.
Somos mujeres que se convierten en lechuza.
Somos las mujeres que les tienen compasión.
Somos las mujeres de los cielos desbocados.
Somos mujeres de canciones de a centavo.
Somos las mujeres que proveemos redención. 
PADRE GALVÁN

Todos salieron de la cantina. Fue imposible detenerlos. Estábamos borrachos. Pensé que podría con ellos. Me equivoqué. No sé qué es lo que pretendía. No soy la voz que grita en el desierto. Ahora todo es inútil. El otro hombre que estaba con Arqueles Leyva, a quien nunca pude reconocer, empezó a chillar. Se encontraba bastante exaltado. Los demás lo siguieron. Al principio parecía estar vencido sobre su silla, como una sombra acabada. Arqueles y yo hablábamos de la pisca, de los problemas con los sembradíos, de la sequía que obviamente había terminado. Yo sólo lo escuchaba. Respondía de vez en cuando, para seguir con la plática. Pensé que, de un momento a otro, todos los que habían estado bebiendo iban a caer vencidos. Pero el hombre que estaba con Arqueles se despertó muy exaltado.

—Vamos por las mujeres —gritaba.

Y los otros despertaron de su letargo. Se levantaron. Suelta a los cuatro ángeles encadenados a orillas del gran río. Y soltaron a los cuatro ángeles que esperaban la hora, el día, el mes y el año, listos para exterminar a un tercio de los hombres. Yo quise detenerlos. Y él me agarro del cuello, y miré sus ojos a pesar de la oscuridad. Miré sus pupilas enfurecidas. Me dijo que me callara. Me dijo, tú eres quién nos comprende mejor que nadie. Él me reconoció. Luego, salieron. Los seguí. La lluvia caía con fuerza. Jamás había visto que lloviera tanto. Algo en ella me atemorizaba. En ese instante comprendí la señal del Señor. Comprendí el significado del diluvio. Ven, voy a mostrarte el juicio de la famosa prostituta establecida al borde de las grandes aguas. Me hinqué pidiéndole su perdón. Estaba borracho y era un pecador igual que ellos. No había ninguna diferencia entre ellos y yo. Me postré en la tierra húmeda. Cuando me erguí, todos los hombres se habían agolpado en la orilla del río. Eran decenas. Cientos de hombres, de sombras de agua alineadas en el borde del río. Corrí hacia ellos para decirles que no lo hicieran. Al alcanzarlos descubrí sus rostros y parecían no tenerlos. Estaban sus bocas y sus ojos, sus narices, pero no había caras. Quise buscar a Arqueles y, al menos, detenerlo a él. No lo encontré, todos eran iguales. Ninguno se distinguía del otro. Estábamos todos borrachos. Yo no me diferenciaba de ellos. Fue cuando se empezaron a lanzar, uno a uno. Se lanzaban con estrépito sobre el río. Porque así dice el Señor: Cuando yo te convierta en una ciudad en ruinas como las ciudades despobladas, cuando yo empuje sobre ti el océano, y te cubran las muchas aguas, entonces te precipitaré con los que bajan a la fosa, con el pueblo de antaño; te haré habitar en los infiernos, como las ruinas de antaño, con los que bajan a la fosa, para que no vuelvas a ser restablecida en la tierra de los vivos. El río parecía alzar sus manos recibiéndolos hambriento. Era como si por fin hubiera despertado. Y vociferaba a cada momento que uno de ellos saltaba. Eran sombras que se unían con la oscuridad. La lluvia les borraba los rostros. Me quedé ahí. Algunos todavía alcanzaron a bracear hacia la otra orilla. Aquellas aguas que has visto, a cuyo borde está sentada la prostituta, representan los pueblos, las multitudes y las naciones de todas las lenguas.

ADELINA

Yo sabía que el padre no sería capaz de traerlos de regreso, que no tenía esa posibilidad. Desde que llegó a Paredones, por su ligereza, supe que era débil. Por eso lo seguí, sin que se diera cuenta. Lo escuchaba que en el trayecto algo murmuraba para sí. Sé que le asustaba acercarse a la cantina. Miré que entró a ese sitio. Así no es como debía hacer las cosas. Tuve que esperarlo cerca, recostada en el muro de una casa vecina, esperando no ser vista, soportando la caída del agua malsana. Tardaba mucho y estuve tentada a ir a buscarlo, pero me detuve, con mucho frío. Nada podría hacer una mujer entre los hombres.

Ahora es cuando salen varios de ellos. Los miro que se balancean como ciegos entre el lodo, bajo la tormenta. El padre después de tanto los habrá convencido. A mí sólo me importa encontrar a Arqueles y traerlo de regreso.
No lo distingo entre los hombres. No sé si acercarme. Es como si empezaran a desaparecer a la altura del río, como si se adentraran en él, lo que me parece extraño, porque hasta acá se escucha su estruendo.

¡Corro hacia ellos!

El padre está tirado en la tierra, pisoteado por los borrachos. Lo levanto y lo miro a los ojos. Me ve pero no dice nada. Su rostro parece destruido, como si fuera otro el que me mira. Me quedo consternada. Trato de levantarlo y es inútil. La lluvia lo hace pesado, como si se tratara de un costal de piedras. No tiene caso. La lluvia es más fuerte. El río ha de estar muy cerca, siento el retumbar de su corriente bajo mis piernas. Parece que ya no distingo nada. No se distingue nada. Avanzo hacia la orilla. Adonde pueden estar los hombres. Pero no los encuentro. Mi cuerpo también se balancea.

DON PARMÉNIDES

No tenía ningún caso que se las llevaran. Ya se veía que iba a hacer tormenta. Ahora todo está perdido. Los hombres se salieron. El padre quiso detenerlos. Ellos ya habían decidido. No hay fuerza que detenga a unos borrachos a hacer lo que se han propuesto. No se puede razonar con ellos. Ese fue el error del padrecito. Lo dejaron medio muerto afuera del Garzita. No había modo de detenerlos. Muchos de ellos murieron ahogados. El río se los llevó. Se lanzaron para tratar de alcanzar a las muchachas. Las otras ni se enteraron. No supieron de lo que pasaba en la otra orilla. Ellas se habían quedado dormidas, si no es que medio muertas bajo la tormenta. Lo peor fue lo que le pasó a Adelina. No hay borracho que coma lumbre. Algunos no se lanzaron a las aguas del río. Pero cuando vieron a la muchacha, se desagraviaron con ella.

LAS DEVOTAS
No se distingue nada.
Sólo una corriente que avanza.
Son los hombres que ya vuelven.
No pueden ser ellos, no seas tonta.
Son las mujeres que ya vuelven.
No pueden ser ellas, ya están perdidas.
Oigan el murmullo.
Es el golpear de la lluvia.
Sí, es la lluvia y nada más.
Es más bien una canción.
No digan mentiras, es la crecida.
Nunca pensé que hubiera tantos hombres en Paredones.
No son los hombres, son tan sólo sus sombras.
Son los ruidos en la oscuridad que se diluyen entre risas.
Es la caída del diluvio.
Es el rechinar de dientes.
Pobres de nosotras.
LAS PENITENTES
Todo está terminado. 
Lo supimos cuando el río desbordó, cuando las aguas comenzaron a cubrirnos. 
Nos convertimos en ruinas abandonadas, en piedras corroídas. 
Aún así mantuvimos la esperanza, 
y las aguas anegaron nuestros vientres y ya no pudimos ver ni escuchar, 
comprendimos que estábamos también perdidas 
distinguimos a una mujer entre ellos.
Ciudad de México, septiembre de 2010 – mayo de 2011
Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.

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