Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Materia de distintos días

Por Ignacio Garibaldy

Columna

Iconografía del Escritor

En el devenir histórico de la comprensión cultural, hay momentos en los cuales una obra adquiere mayor relevancia al conocerse la biografía de su autor. La escritura o la vida de Jorge Semprún, por ejemplo, cuenta lo que el autor vivió en el campo de concentración de Buchenwald. A la luz de este dato se comprende que de la novela, a partir de la vida del autor, surge una poética para hablar sobre la maldad que habita en el corazón del hombre y que lo lleva a cometer las mayores atrocidades, casi indecibles, en contra de sí mismo. La elaboración de esta poética es el gran mérito de la novela que, de diferentes maneras, se venía fraguando a lo largo de la obra de Semprún.

Y es que ninguna obra procede ex nihilo sino que se nutre de experiencias vitales –propias, no prestadas–, que son llevadas al grado de experiencia poética, luego de largos años de estudio, reflexión, ensayos, correcciones y la elaboración de varias versiones hasta llegar al punto máximo de trabajo en el que la obra, junto con la experiencia poética, ya pueden considerarse resueltas.

Hay otros momentos en los que cierta clase de lectores, al conocer el contexto biográfico de la creación de la obra, le agregan un valor sentimental. Cuando se enteran que una novela fue escrita en un periodo de pobreza en el que el autor trabajó de mesero, que estuvo a punto de abandonar su vocación, que dejó la obra abandonada durante años, aunado al hecho de que esa novela fue rechazada varias veces hasta que un visionario editor la publicó, estos lectores intuyen que el escritor ha vencido las más duras inclemencias vitales. Ahora lo admiran con embeleso y lo promocionan entre sus amistades usando la anécdota trivial como único argumento de importancia literaria.

Hay otra clase de lectores, no muy lejana a la anterior, que se conforma con “leer” al gran escritor a través de una página de facebook o twitter, en las cuales se reciclan sin contexto las mejores de sus frases, las portadas de sus libros, fotografías con otros grandes escritores; páginas que generan miles de “likes”, “compartir”, “destacar”, “favs” y “retwits”. Estos lectores crean un tipo de popularidad que se vuelve parámetro de trascendencia en nuestros tiempos. Ante tal escenario, el escritor local desarrolla un comportamiento peculiar para mantenerse dentro del mercado literario.

Para exponer tal comportamiento, partamos de la siguiente premisa: ningún escritor local es leído lo suficiente por sus coterráneos. Es frecuente encontrar personas que leen a Fuentes, Paz, Huerta, Rulfo, Paulo Coelho, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Eugenio Derbez, Roberto Gómez Bolaños, entre otros similares. Pero es extraño, casi un milagro que alguien lea al autor torreonense, matamorense, sanpetrino, maderense, gomezpalatino, lerdense, etc., que publicó apenas hace dos años, o ayer, o que presentará su libro en próximas fechas. Estos libros, que no se encuentran en las bibliotecas ni en las librerías, se distribuyen principalmente por medio del mismo autor en las presentaciones, a un número limitado de posibles lectores, integrado por amigos, familiares y uno que otro asistente curioso.

Si bien se figurará en las noticias y en las críticas durante el periodo de promoción, la posible calidad de su creación estará en boga durante uno o dos años, a lo mucho, tiempo durante el cual será leído y dejado de lado al término. No obstante, su libro le representa al escritor un respaldo para posteriores intervenciones en la sociedad sin importar que la vigencia de su creación haya pasado (la observación de las redes sociales permite constatar que son pocos lectores, casi ninguno, los que los cita o los usa como referentes creativos de la región).

El escritor local se coloca en la escena mediante la diseminación de “su pensamiento” en las redes sociales, en las cuales se manifiesta como maestro-amigo-compa, fúrico-clarividente-político, virtual pero accesible, tan cercano como un compañero en la barra de una cantina.
En el espacio virtual que el escritor se ha agenciado, no hay espacio para la trivialidad a menos que dé carácter. Por ello, será, por momentos, dj de la cumbia o apologeta del futbol. Ocasionalmente nos informará del avance en sus lecturas, que encuentra placer en caminar o en el beber una cerveza en su formato de caguama.

Cuando se pone serio, publica contra las nuevas formas del opio del pueblo (política, religión, deportes, canciones de Arjona). En su foto de perfil aparecerán sus escritores favoritos, para darse credibilidad; sus gustos culposos porque también es raza; su cuerpo entero porque, ante todo, es humano.

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Sin embargo, si nos fijamos atentamente en la praxis de esta figura, detectaremos que es insostenible por su maniqueísmo implícito: por un lado ama a la sociedad que intenta liberar de su letargo y en un mismo movimiento la considera idiota y la insulta por no creerle de inmediato.

El escritor de esta clase habla de temas inmediatos, de ocasión, con voz apocalíptica, pero ajena. Muchas veces usa el discurso de otros escritores como si fuera propio, sin arriesgar de sí más que un comentario tipo “lean esto”; “Interesante. Vamos a compartirlo”; “Voy a dejar esto por aquí”; “La verdad sobre la reforma energética”; “El video que el gobierno no quiere que veas”.

Si se pone especial atención a los comentarios que generan, se encontrará que son apresurados y animosos halagos al escritor, de lo cual se sospecha que sus seguidores no han leído lo que se comparte. No se ha levantado una encuesta en la que se pregunte si realmente se lee todo aquello que se pone en la red o si sólo se finge que se lee por convivir. A reserva de posteriores investigaciones que se realicen en torno a este tema, provisionalmente podemos inclinarnos a pensar los seguidores pocas veces tienen el suficiente tiempo para leer todo; que no observan la falta de rigor en los contenidos; y aún más, que construyen un ídolo, como en las religiones, a partir de una necesidad, muy contemporánea, de un mesianismo intelectual: en lugar de cultivar el conocimiento, se exige que el escritor sea una figura profética que fomente el crecimiento intelectual evadiendo la responsabilidad de buscarlo por medios propios.

La verdadera exigencia, como contraparte a esta actitud contemporánea, ya la había dicho, sin tener en mente nuestro escenario, Jorge Semprún en 1971, al escribir el prólogo a la edición de las cartas que Malcom Lowry envió a Jonathan Cape, su editor, para justificar la inclusión de claves sumamente personales en Bajo el Volcán, novela ejemplar de la resolución de experiencias vitales en experiencias poéticas.

Semprún, al revisar la biografía de Lowry, reflexiona sobre la labor de otros escritores de su tiempo, y dice sentenciosamente: “En estas circunstancias, pienso, no nos vendría mal la irrupción de algunos tipos como Malcom Lowry […] no meros productores de espejos, o reflejos o comentarios de la realidad, sino inventores de ésta, transformadores y revolucionarios de ésta en el ámbito mismo del lenguaje; no meros manipuladores del instrumento semántico, al servicio de tal y cual causa […] sino descubridores de la literatura como causa en sí misma, o sea, como fin en sí […] la decisiva lección moral que podemos aprender de un Malcom Lowry es ésta: que su vida y obra nos ayuden a destruir la funesta concepción de la literatura como vocación de servicio: que nos ayuden a comprender que un escritor no debe nunca tomarse en serio […] que lo único que debe tomar en serio es la literatura misma, con esa lúcida y acaso mortal seriedad que sólo se merecen la literatura, la política y el erotismo, cuando son obras de la imaginación utópica y no meros subproductos funcionales y oficinescos de la sumisión a lo real […]”.
También se dirige al lector: “[…] (entiendo leer como una actividad, como una aventura, no como rutina cultural ritualizada) […] cualesquiera que sean, decía, las claves que se elijan, sólo funcionan sobre la base de la existencia autónoma de la novela, ficción universal y concreta, universo en espiral, sin cesar abierto y cerrado, sólo funcionan cuando el lector las va descubriendo y reinventando, angustiosamente, como se descubren y reinventan, cada día, la vida y la muerte y la aventura de vivirlas ambas.”

Como se puede ver, en muchos sentidos leer y escribir, como actos creativos y éticos, significan lo mismo que vivir. Son experiencias enteramente personales y complejas como para tomarlas a la ligera, dejando a otro la responsabilidad de procurarlas. En otras palabras, se puede ser escritor y lector aún fuera de la virtualidad.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.