Steve Jobs: el nuevo mito del genio

Toda época histórica cuenta con sus maestros: la antigua Grecia contaba con sus siete sabios, la alta Edad Media con los Santos Padres, la baja Edad Media con sus escolásticos, la modernidad con sus humanistas del Renacimiento, la ilustración con sus científicos enciclopedistas, en el Romanticismo los genios artistas combinaban la locura y lo sublime. En nuestra época, nuestros genios son de tan poca monta que Steve Jobs se enlista como uno de ellos.

Este no es un análisis sobre las diversas biopic’s y documentales de Steve Jobs – lo que consiste en una pérdida de tiempo – sino que trata de evaluar la imagen pública, que podría estar gestando en la cultura popular un nuevo mito: el genio emprendedor.

Aunque algunas de las películas intentan ofrecer una imagen de Jobs realista, mostrando lo más crudo de su personalidad, incluso apostándole a la ruptura del ídolo en sus particularidades humanas que lo desvirtúan, lo constante es que, a pesar de los intentos por mostrar sus defectos personales, ninguna propuesta desinfla su figura como genio.

La intención, a veces velada o abiertamente expresada, que anhela instaurar un modelo de genialidad nuevo. Como si se tratara de una buena campaña de mercadeo – que es lo mejor que Apple Inc tiene – surgen de pronto películas, libros y documentales. Incluso marketing difamatorio – para los ídolos, mala fama es buena fama – porque recae sobre la figura de Jobs, no sobre la calidad de sus productos.

Se puede derrotar al ídolo (en las películas más «críticas»), pero no al genio. Si se derrotara al genio se acabaría su marketing. Por tal motivo, la cultura popular no duda en ponerlo como uno de los más grandes genios del siglo XX. He escuchado tal aseveración incluso en ambientes presuntamente educados.

Nuestros tiempos no son precisamente los mejores ni para las humanidades ni para el arte. Y es justo aquí, que la cumbre del ideal es en sí misma demagógica: en el presente cualquier imbécil puede ser considerado un genio.
El culto a la innovación tecnológica es en muchos sentidos absolutizada, el gran adalid de las nuevas generaciones y universidades. Por alguna sinrazón de nuestros tiempos, la educación se cree mejor cuanto más tecnología involucre.

Aunque todavía en el siglo XXI haya despistados que creen en el discurso de la utopía científica del siglo XIX, lo más increíble es que no veamos que el discurso sobre la innovación, ya no habla ni de ciencia (en el sentido amplio de la palabra), ni de un nuevo mundo, ni de un estado futuro en el que el hombre sería liberado del trabajo manual y rutinario a través de la tecnología, sino simple y llanamente que la innovación está vacía de todo ideal y solamente queda su residuo sofisticado: nuevas artefactos de consumo.

La innovación tecnológica no cree en la ciencia ni en el hombre: cree en su potencial para lanzar un nuevo producto de consumo, si cree en el hombre es para hacerle creer en su poder adquisitivo. No quiere liberar el potencial humano sino garantizar un margen de ganancia elevado, un modelo de negocio prometedor y una cara pública relacionada con lo sofisticado, smart y cool, tal como lo hace la empresa más grande del mundo.

El Steve Jobs de la película es profeta de los nuevos tiempos, no nos muestra algo que no sospecháramos: una genialidad frívola incapaz de conmoverse y tener un mínimo de humildad, un popstar de los lanzamientos tecnológicos a los que llega como si fuera ofrecer un concierto, un genio para la informática pero un idiota para las relaciones personales.

Lo sorpresivo de Jobs (el personaje, la figura cultural) es que ahora la fábula del genio se innova a sí misma y se pinta de artista. El que renta un teatro de cámara en San Francisco con la intención simbólica de una orquesta musical, el que hace un comercial basado en la novela orwelliana 1984.

Él, director de la gran orquesta del negocio tecnológico, la innovación vacía y la sagrada iglesia de Sillicon Valley, que ofrecerá el gran concierto de la banalidad de la tecnología doméstica, la apología de la obsolescencia programada disimulada con marketing y el fraude al consumidor, al que hay que montarle un teatrito para que caiga en la carrera loca de los gadgets.

El nuevo genio responde a una fórmula combinatoria de las aptitudes: artista, diseñador, matemático, hombre de negocios, líder, emprendedor, visionario (¡casi me excito!). El fetiche del genio incorpora entonces estas nuevas palabras a su campo de relaciones ideológicas y se crea por fin el genio-héroe-artista.

Todo esto es significativo, es la representación del trastorno de los tiempos: el arte no murió en vano, dio nacimiento a la innovación, a la mercadotecnia y al consumismo. El Arte de Innovar, el Arte de vender, el Arte de comprar estatus, que rinde fruición estética y elitista como antes era dado solamente al comprador de obras artísticas auténticas.

No importa que el arte haya salido de nuestras vidas, de nuestras ciudades y de nuestro ideario, que se haya dejado como objeto mismo de consumo, ahora podemos tener un sustituto no calórico del arte en el diseño de una Mac, en sus comerciales televisivos, y en su «revolución» inventiva se achata todo ideal de renovación.

En realidad perdemos de vista que democratizar significa darle más poder y herramientas a la gente, a todas con suficiente oportunidad, y eso de verdad pueden ser los nuevos celulares y pc’s, pero en Tailandia se compran más celulares que en Reino Unido, y eso no hace la diferencia real ni cambia las condiciones materiales de un país.

Jobs, detrás de todas sus supuestas intenciones progresistas sobre la democratización tecnológica y la eficiencia personal, no puede dejar de pensar en ventas, inversiones, juntas de consejo directivo, millones de dólares, venganza industrial y demás cosas que lo asemejan más a un típico CEO que a un visionario.

El genio se convierte en esa figura aspiracional, que se vende como ideal de masas, acostumbradas a imaginar y a soñar con mundos diferentes, pero con soluciones prefabricadas, dependiente de una precondición, la del visionario, capaz de ver un negocio donde nadie lo ha visto: ¡vaya genialidad!

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Para nuestro bien, Jobs no puede equipararse con otras grandes personalidades del siglo, ni del arte ni de la ciencia. Él no puede ni siquiera proclamarse como el gran asesino del arte y de su pura elaboración de consumo, poder y estatus como Duchamp, ni siquiera como el artista que llevó al arte muy cerca del diseño, el marketing y la moda como Warhol.

En ese sentido, tal vez pueda ser Jobs el mito que vaticina la nueva era del emprendedurismo heroico, que no es sino la versión hipster del empresario de antes: la maña para los negocios se simula con delicadeza, sofisticación y un toque artístico.

Otro mito en el que no cabe crítica alguna sobre su finalidad ética, porque sigue valiendo la competencia a ultranza, el todo-vale-por-las-ventas, el get rich or die, eso que ya conocemos porque somos testigos, al que no le importa ocasionar despidos masivos, proporcionar condiciones inhumanas de trabajo y sueldos miserables.

Por otro lado, me preocupa la gestión y la fabricación de este nuevo tipo de genios-héroes en el espacio predilecto para la adoctrinación de las masas: el cine. ¿Quién pagaría para su gestación, para escribir esa gran epopeya del héroe que regresa a la patria (Mac) de la que fue exiliado y en la que se reencuentra y vuelve a fundar como el caballero Jobs-Campeador?

El cine comercial se ha encargado de promover los nuevos heroísmos : la genialidad hipster-sexy-sofisticada (pero vacía) que logra el «éxito»; el adolescente cuando no infantil superhéroe de cómic; el héroe nacionalista buen samaritano que se sacrifica por su país sin preguntarse por la legitimidad de la acción o del sacrificio; y por último y más horrendo, el héroe-deportista quarterback o capitán del equipo que vence a todos sus oponentes. Puros heroísmos y victorias fabricadas al molde para una masa inculta.

La mitificación del genio en el que cae Jobs, dentro del cual cabría también Zuckerberg o Bill Gates, no representa otra cosa sino la profecía de las inteligencias desperdiciadas, genialidades perversas, ególatras – el genio de novela romántica vuelto realidad-, pero con la constante de ser una clase de hombres bien alimentados, bien estudiados, con todos los medios económicos y profesionales, genios estúpidos que usan su gran inteligencia y riqueza para llegar a la misma y única finalidad antropológica del siglo: hacer dinero.

Es muy difícil encontrar en la cultura masiva modelos de inteligencia social, responsable, humana y humilde. Lo que nos ofrecen son inteligencias que no sirven a los demás. Genialidades que no trabajan para la sociedad sino para beneficio propio. Figuras promovidas porque sirven para mantener ese viejo mito económico: la generación individual de la riqueza proporciona automáticamente su distribución en la sociedad.

¿Estos «genios» pueden ser un ideal? Su fabricación cultural es verdaderamente sospechosa. Este genio-emprendedor tiene sus hazañas y sus buenos dividendos, porque ofrece milagros que excitan a todo startupero: botar la universidad, empezar un negocio en la cochera de tu casa y convertirla en el emporio de la industria tecnológica.
No puedo hablar del mito del genio, entonces, sin hablar de su condición material, no hacerlo sería una parcialidad ignorante. Deberíamos preguntarnos sobre las estructuras materiales que permiten el nacimiento del genio, pero la cultura popular debe encumbrar sus genios optando por la conveniencia ideológica que no se pregunta por las infraestructura, la educación y la desigualdad social.

Lo que pasa con los «genios» del Sillicon Valley, es que más que de su genialidad individual y de su historia de «éxito» me asombro de lo magnánimo de su ambiente, de las personas que llegan ahí, de la posibilidad de contacto. Más que de su potencial innovador me asombro de las condiciones dadas para hacer posible sus innovaciones, y los antecedentes materiales e intelectuales para lograrlos, las estructuras materiales que lo posibilitan.

El heroísmo de Jobs es facilitado por tener todo cercano, para hacerse más ricos (porque ya eran ricos), para emprender (en lo que no eran unos inexpertos), para asociarse con otros (que ya eran sus amigos o para los que ya habían trabajado), partiendo de un capital inicial (que ya tenían en su cuenta).

La generación de los mitos para las nuevas sociedades de consumo se basan en la promesa del «éxito» personal que nada tenga que ver ni con los medios ni con el ambiente que los rodea, y esa es una infamia de la sinrazón y la mentira.

«Para lograr el éxito no se requiere más que de uno mismo, de su esfuerzo personal», reza el adagio. Nunca se habla de las circunstancias y el medio en que se da la genialidad, que puedan ser obstáculos materiales e intelectuales: el hambre, la violencia, la pobreza, la desigualdad, la corrupción, falta de educación, falta de presupuesto para investigación y desarrollo, la mentalidad y la economía dependiente de los países subdesarrollados.

Hay otras figuras del genio en el cine popular, en algunos ejemplos al menos ya trabajan en equipo como los Avengers, que son otros héroes-genios; a veces se supera la figura del científico loco y aislado del romanticismo porque los nuevos genios ya no están tan aislados y al menos se asocian con otros genios (en la cultura popular). En el mundo real nunca ha habido genialidades individuales ni aislados.

El Jobs popularizado es un superhéroe. No porque tenga superpoderes sino por su superambiente, supermedios, superoportunidades, supermaterialidades que están disponibles y la supertemporalidad para lograrlo. La nueva civilización requiere héroes al alcance del bolsillo y de los sueños que las pantallas nos ofrecen. Jobs, Zuckerberg o Gates no representan ningún ideal, no ejercieron ningún tipo de heroísmo, pero la época nos dice que sí.

En estos tiempos, el hombre-masa está obsesionado con su propia inteligencia, pero con aquélla inteligencia superficial o aparente, la que se compra con un iphone y unos lentes. Más que en otros tiempos, hoy no se cree estúpido, ni ignorante, ni mucho menos engañado, aunque está en la parte ínfima de la cultura: ignora que ignora.

Tal vez por eso hay tantos estudios supuestamente científicos que tratan de evaluar la personalidad del genio y nos dicen cuáles personalidades o profesiones o «señales» son indicadores del genio, pero en realidad son «estudios» de los más absurdos, mínimos y anticientíficos pues se enfocan en los detalles del carácter personal.

Decirle a alguien que es un ignorante o un inculto resulta altamente ofensivo, no por herir su autoestima sino porque la época dice que ser tonto e ignorante es algo característico de un estatus inferior, que molesta. Ser ignorante y tonto corresponde a un estatus social menor, porque no puede ser que alguien con alto poder adquisitivo tenga que sufrir la infamia de su incultura e ignorancia, mucho menos aceptar que es controlado y dirigido, que es influenciado y manipulado sin que lo percate (pues esto es lo constitutivo del mito).

Todos pretenden tener cualidades intelectuales y artísticas como cualquier renacentista, basta tener una Mac. El estatus de hipster-sofisticado-creativo-inteligente se logra entonces con el código del estatus y el poder adquisitivo, nada más: una genialidad idiota que se vende democráticamente a quien tenga lo mínimo para pagarlo.

Sé que otras son las verdaderas raíces del genio: el amor, la entrega, la humildad y el sacrificio a la verdad, a la belleza o al bien, la vida dedicada a la experiencia profunda y su reflexión. Sé que hubo grandes genios en el siglo XX que hicieron crecer las posibilidades intelectuales para que otras personas tuvieran una vida mejor, pero jamás me atreveré ni siquiera a considerar a Jobs, Zuckerberg o a Bill Gates entre ellos.

http://pontiactribune.com/2017/02/us-dont-suspend-conflict-minerals-rule/

Luis Carlos García

Luis Carlos García

Nacido en 1986 en Torreón, Coahuila. Estudió ingeniería en alimentos y licenciatura en filosofía. Hizo el diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna de 2006 a 2008, en la que después se desempeñó como maestro de filosofía. Actualmente divide su tiempo entre las obligaciones profesionales y su vocación por la filosofía y la literatura.