Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

Amado Nervio

Camaradas lectores, hoy vengo a compartirles conocimientos y también mis traumas. En la década de los noventa yo era un delgado adolescente que desperdiciaba su tiempo en la biblioteca pública más cercana a mi hogar. Una ocasión, daba un vistazo por el acervo cuando me topé con el libro El declamador sin maestro. Lo tomé, lo llevé a una mesa, abrí sus páginas y encontré un poema de Juan Crisóstomo Ruíz de Nervo y Ordaz, mejor conocido como Amado Nervo. Amado Nervio, le digo yo porque me gusta echar a perder las cosas bonitas.

El poema que leí me hizo sentirme maduro, un profesionista de temprana edad. Arquitecto, para ser preciso, justo en el momento en que yo no sabía qué carajos iba a estudiar. Y arquitecto, para rematar, de mi propio destino. ¡Del de nadie más! ¡El mío solo! El poema se llama En paz. Su lectura hipnotiza, te hace imaginarte en el momento en que languidece la vida: Ya muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, […]. ¡Yo ya mero me les iba a ustedes en plena adolescencia, no sin bendecir aquellos años maravillosos!

Más delante vienen estos versos que son inolvidables: Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. / ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz! Tales versos tienen tanta fuerza que se pueden transpolar a lo que sea: ¡Muerte, nada me debes! ¡Muerte, estamos en paz! O este: ¡Coppel, nada me debes! ¡Coppel, estamos en paz! Pero me gusta más éste, porque me reconcilia con mi alma: ¡Nacho, nada me debes! ¡Nacho, estamos en paz!

No quiero reconocerlo pero Amado Nervo tiene vigencia. Pablo Milanés, el cantante de protesta que nos dio un paseo por los versos musicalizados de Nicolás Guillén, también se atreve a hacernos escuchar más de cinco minutos de En paz, nada tropicales, pero tan bien orquestados que suenan increíblemente profundos. Y en el internet uno encuentra que la gente sube sus videos recitando el poema –siendo el más reciente de 2016-, a veces con un bonito fondo de paisajes bien apacibles, otras con las fotos de Nervo cambiando conforme el ritmo de los versos.

Amado Nervio nació en Tepic en 1870 y murió en 1919 a los 48 años, en Montevideo, Uruguay. Su cuerpo fue trasladado a México por vía marítima acompañado por naves mexicanas, cubanas, argentinas y estadounidenses. Fue sepultado en la rotonda de los hombres ilustres, con la asistencia de trescientos mil espectadores, según lo dice Luis Leal en Situación de Amado Nervo.

Antes de morir, en 1894 se le encuentra en la Ciudad de México colaborando en la revista Azul de Manuel Gutiérrez Nájera, y relacionándose con Luis G. Urbina, Tablada, Dávalos, Rubén Darío –quien se refería a Nervo como “el fraile de los suspiros” porque, tienen que saberlo, Amado fue seminarista y jamás dejó de tener actitudes piadosas de fe, esperanza y caridad-, José Santos Chocano y Campoamor. Trabajó en los periódicos El Universal, El Nacional y El Mundo. Saltó a la fama con la publicación de su novela El bachiller en 1896 y de sus libros de poesía Perlas negras y Místicas en 1898.

En 1900 viajó a París como corresponsal. Allí conoció a su gran amor Ana Cecilia Luisa Daillez, con la que vivió diez años y cuya prematura muerte en 1912 le sacó a punta de dolor los poemas de La amada inmóvil, publicación póstuma de 1922. Propongo a su consideración un fragmento de ¿Llorar? ¡para qué!, incluido en el poemario:

Este es el libro de mi dolor:
lágrima a lágrima lo formé;
una vez hecho, te juro, por
Cristo, que nunca más lloraré.

Es que Ana Cecilia Luisa Daillez fue su amor platónico nunca jamás bien realizado que le dio un lugar de honor en el panteón de poetas frustrados del amor. Amadito y Anita se amaban a escondidas. No se sabe a ciencia cierta por qué. Era elección de Nervo. Dicen los que saben que si viajaban, lo hacían por separado para que nadie los viera juntos. Así durante once años. Cuando Ana Cecilia falleció de tifoidea, legó a Nervo el cuidado de su hija Margarita. Amado Nervio no se pudo contener y terminó amando a Margarita. Ella tenía 15 años, él 45. No era su hija ni tenía su apellido. Por lo tanto, no había impedimento más que el del mismo amor imposible. Nervo nunca le pudo hacer nada a Margarita. No la pudo deshojar. Dicen los que saben que ella le dijo “¿Cómo decir te quiero sin añadir: papá?”. ¡Valiendo rotunda madre! Si eso no te destruya el alma, si eso no te baja la erección, no sé qué otro tipo de veneno funcione. Pero eso sí, Margarita siguió junto con Nervo. Él la trajo a México en 1918 y la dejó al cuidado de las alas protectoras de sus dos hermanas solteronas, en una casa que antes estaba en Amado Nervo # 48 Colonia Santa María la Ribera, que recientemente fue engullida por el enemigo número uno de las casas históricas: el tiempo. O sea que ya nada más había una parte de la fachada que se convirtió en el atalaya de una pensión de coches, cuya tarifa costaba 16 pesos por hora.

Nervo estuvo en Europa trabajando como corresponsal de El Imparcial hasta que le cortaron los recursos. Se regresa a México y en 1905 ingresa a la carrera diplomática como secretario de la embajada de México en Madrid. En 1914 la Revolución interrumpe su servicio diplomático. En 1918 vuelve a ser reconocido como diplomático, nada más y nada menos que como ministro plenipotenciario en Argentina y en Uruguay. Y en ese año se murió.

Su vigencia se pone a prueba muy seguido. Principalmente son sus detractores los que más lo recuerdan. Uno de ellos es mi ídolo. Se llama José Joaquín Blanco. En su artículo publicado en el 2016 en su blog laiguanadelojete.blogspot.com llamado Los cuentos de Amado Nervo, nos refiere las características sus lectores de Nervo.

“Era un público mayoritariamente femenino, con escasa escolaridad pese a sus pretensiones de mediana o mayor riqueza, a caballo entre la cultura católica más tradicionalista (provinciana, pacata, conservadora) y las novedades escandalosas de la cultura francesa del fin de siglo (positivismo, sensualidad, diabolismo, espiritismo y teosofía, lujos y leyendas orientales, adulterio y amor libre: ‘decadentismo’), introducidas por el periodismo literario y las novedades editoriales importadas de Paris. […] Cuesta trabajo aceptar que sus fastidiosos poemas de acedía y resignación a la Nada, sus ‘muero porque no muero’, sus despedidas del mundo ‘¡Vida nada te debo, vida estamos en paz!’, y sus verbosos desagrados de la carne fueron escritos por un hombre todavía bastante joven”

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Blanco agrega que el éxito de Nervo se debió a que supo ajustarse a las circunstancias de su tiempo:

“a los prestigios y las modas del público, ‘moralidad católica’, mustio decentismo pequeñoburgués… Hasta en el Nervo más osado hay todo un minucioso reglamento de las buenas costumbres […] Es también efusivo adulador de los poderosos y potentados.

Mi Amado Nervio, pues, era lleno de gracia como el Ave María. Pero José Joaquín Blanco no lo deja en paz. En su Crónica de la poesía mexicana (1977) pone el penúltimo clavo al ataúd –penúltimo porque el final se lo clavó en 2016, en el artículo arriba mencionado-:

“supo poner a la altura del público ignorante los lugares comunes de la cultura, se manejó muy bien en sus relaciones públicas, se aureoleó de un amor apasionado, casto y por supuesto inmóvil, así como de una religiosidad que, pretendía, le daba prestigio teresiano”.

Lo malo de todo, además de que me sé de memoria algunos de sus poemas, como ese que se llama Guadalupe, la Chinaca:

Con su escolta de rancheros, 
diez fornidos guerrilleros 
y en su cuaco retozón, 
que la rienda mal aplaca
Guadalupe la Chinaca
va a buscar a Pantaleón.

Maldita sea la hora en la que escuché esto en la serie animada de Cantinflas Show, allá por los años noventa y que ahora escribo de memoria… Lo malo no es sabérselos de memoria y recitarlos, lo malo es que nadie, ni el mismísimo José Joaquín Blanco ni yo, podremos convencer al mundo de que dejen de leer a Nervo.

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Yo podría tomar los argumentos de Blanco –porque son mejores que los míos que se atienen solo al ridículo- y escribirlos en una narcomanta; es más, podría pararme en el kiosco de la plaza de armas y gritarlos con un megáfono, y ni así convencería a sus lectores de abandonar su obra. Porque, con todo y que el público actual no es el de 1900, permanece en él esa cualidad noble de aceptar la literatura inofensiva y complaciente. Seguirá arrobándose por versos como el que también les recito de memoria:

El día que me quieras tendrá más luz que junio; 
la noche que me quieras será de plenilunio
con notas de Beethoven vibrando en cada rayo
sus inefables cosas,
y habrá juntas más rosas 
que en todo el mes de mayo.

Y si no es Nervo será Benedetti, Sabines, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco, Elías Nadino, Octavio Paz, el romántico Neruda, las redondillas de Sor Juana y la neuralgia de la muerte de Villaurrutia, que la gente obtusa recita para parecer inteligente, mientras que huye de otros poetas que ofrecerían un mayor reto como lectores: el José Gorostisa de Muerte sin fin, mi favorito personal Jaime Augusto Shelley, Bernardo Ortiz de Montellano, Efraín Huerta, solo por mencionar mexicanos al grito de guerra.

Y si no son ellos el extraño enemigo, contamos con los que han hecho de la poesía rebelde otra variante de placebo subversivo homeopático, que a lo más que llega es a causar una ligera irritación en la epidermis, curable con pomada de La Campana.

Vuelvo a Nervo. Es uno de los más odiado de entre todos los modernistas. Pero, ¿acaso no es el método crítico el odio cuando se analizan a todos los modernistas? Sí. Es el odio y la ridiculización. Los críticos se agachan y sonríen pasando con pena ranchera cuando tienen enfrente de sí el carruaje de La Duquesa del Duque Job, de Gutiérrez Nájera, quien devora fresa tas fresa, en dulce charla de sobremesa, haciendo el retrato de la duquesa.

A Gutiérrez Nájera lo toman como una anomalía graciosa en la historia de la poesía mexicana. Es parte del corpus declamatorio universal junto con el horrendo pero grandilocuente poema Reír llorando de Juan de Dios Peza, donde el pobre payaso Garrik, disfrazado de una persona, asiste al médico porque no es feliz. Entonces el médico le dice, pero mi amigo por qué estás tan triste, lánzate a ver al payaso Garrik. Entones le responde que por favor le cambie la receta porque él es Garrik. Final dramático.

Los motivos del lobo de Rubén Darío, Desiderata de Arturo Benavides, El brindis del bohemio de Manuel Bernal que se recitaba a fin de año, El seminarista de los ojos negros emanado de la perversa mente del mismo Bernal y su Porque me quité del vicio que decía: “no es por hacerles desaigre… / Es que ya no soy del vicio… / Astedes mi lo perdonen / pero es qui hace más de cinco / años que no tomo copas / onqui ande con los amigos… Todos estos poemas más los modernos que no se pueden comparar con estos porque no están en el gusto popular –ya lo quisieran, por cierto-, son piedras pesadas en el saco que cargamos a nuestras espaldas.

¿Y cómo combatirlos, entonces? ¿Acaso yo recurriría a decir ‘no puedo contra el gusto popular’?, ¿acompañar a Nervo en toda su cobardía como este poema que así se llama?:

Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul...

Pasó con su madre. Volvió la cabeza: 
¡me clavó muy hondo su mirada azul! 

Quedé como en éxtasis… Con febril premura,
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par. 
…Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la dejé pasar!

¡Culo! Le gritaríamos en una cantina, los demás borrachines y yo. Como les decía… ¿cómo eliminar del gusto popular estas aberraciones literarias? Hay varias soluciones. A mí se me ocurre que esperemos a que Amado Nervio reviva y que a través de una bola de cristal haga declaraciones en contra de un candidato presidencial de nuestro tiempo. Así subiríamos a la red una solicitud de firmas para que le quiten sus cartas credenciales como embajador, no le hace que ya esté muerto.

O mejor, tendríamos que seguir hablando de Nervo, a tal grado que hartemos a todos nuestros interlocutores ocasionando que nos mienten la madre o que nos la partan, así nos dará vergüenza, cruda moral y jamás volveríamos a hablar de él.

O peor, tendríamos que realizar diversos estudios históricos con mucha seriedad, para ubicar perfectamente la figura de Nervo –así como la de los nuevos poetas menores de nuestra actualidad–, para quitarle lo novedoso, lo popular, ese lugar exageradamente resaltado, sin cualidades poéticas. Aquí hay que detenerse un poco. No porque se sepa hacer versos quiere decir que se sea un poeta. Armar endecasílabos, de arte menor, una rima bien consonante abrazada y entrelazada; o, por el contrario, desobedecer nada más porque sí la métrica española, hacer verso libre, todavía adherido al surrealismo, escribir sobre temas heréticos y sociales, nada de eso asegura que se sea poeta. Hace falta más. Y eso es una propuesta original, que no surja de la nada sino desde la tradición, que la renueva esencialmente y de paso aportaba al lenguaje otras posibilidades de expresión, que no se reducen solamente a crear una propia ortografía. Por supuesto, así rápidamente, encontramos que Sor Juana Inés de la Cruz y José Gorostiza, son poetas, aunque sea de uno solo: Primero sueño y Muerte sin fin, respectivamente. En estos dos monumentos al lenguaje se nota un compromiso vital, intelectual, y técnico por parte de quien escribe, de tal manera que la tradición de la poesía escrita en español se enriquece, la coloca en un estadio superior.

Ni los modernistas ni los neo barrocos –una serie de poetas mexicanos que fueron clasificados así en la década del 2000 al 2010, aproximadamente- pueden salir del armado de versos. Solo que los primeros sí pudieron meterse, en su tiempo, en el gusto general del público. Los actuales son un pequeño punto luminoso en la historia, engrandecido por su afán de experimentación y de denuncia por encima de la creación.

Todos somos esclavos de nuestro tiempo. Aunque pretendamos estar en un lugar privilegiado y lo consigamos con base de adulaciones, de denuncias, de trabajo, es temporal. Hoy nos gozan, mañana quién sabe. Lo más probable es que se burlen de nosotros. Luego entonces, ¡burla, nada me debes!, ¡burla, estamos en paz!

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.