Código rojo

El resplandor de la televisión era la única luz en la sala y don Esteban se encontraba absorto con sus gafas sentado en el sofá. Había permanecido ahí desde la tarde. Según su costumbre, observó la puesta del sol por la ventana, tomó una taza de café negro y se puso a ver la novela de las siete. Para esas horas, ya bien entrada la noche, toda la casa se hallaba en silencio, pues veinte años atrás había quedado viudo.

Ahora transmitían una película de gánsters. Don Esteban no tenía gustos muy exquisitos; más bien, se trataba de pasar el tiempo, de soportar la soledad, pero en especial de soportar la vejez. La semana pasada había cumplido setenta y cinco años, no estaba seguro, en algún momento perdió la cuenta, tal vez, desde la muerte de su esposa, pero no podía aseverarlo; quizás un poco antes, cuando el último de sus hijos se fue de la casa.

La película estaba entretenida. Normalmente, al terminar la última novela, a eso de las diez, apagaba la televisión y se acostaba en el cuarto del fondo, donde tenía su antigua cama. Sólo que esa ocasión, sin saber la causa, no se paró de inmediato, como pudo, a duras penas, con sus débiles piernas, sino que decidió quedarse a ver el noticiero, y después la película.

El mundo ya no era el mismo. Las imágenes detrás del hombre que daba las noticias le parecían las de un sueño, las de una especie de pesadilla. No entendió casi nada o, en todo caso, los detalles le aburrieron. Siempre era lo mismo. El gobierno corrupto, la crisis de la crisis de la crisis; las guerras en países llenos de locos y gente bárbara. Lo que sí era diferente, según recordaba, era la consciencia de la muerte tan cercana, pero no por sus años, sino por la forma que había adquirido la vida; quizás todo era culpa del gobierno, pero ahora, tenía la sensación de que se trataba de algo distinto; algo que había visto en sus hijos, en algunos de sus nietos. Se le manifestaba sin que pudiera realmente explicarlo. Pensaba que era la indolencia, la insensatez que se extendía a lo largo de la ciudad.

Por eso, esa noche, en que la cercanía de la muerte le apesadumbraba más, la transmisión de la película lo tranquilizó un rato. Los efectos de sonido de la vieja película de los ochenta le daban la sensación de estar en otro tiempo, cuando su esposa aún no moría, cuando todavía era dueño de la miscelánea y sus hijos estaban solteros y se iban a los bailes del barrio. El lenguaje de los personajes, aunque violento, aún en esos años era honorable. Le gustaba la dignidad respetada por el villano. Observaba las persecuciones en los viejos carros, parecidos a lanchas, emocionado. Los balazos de los tiroteos donde los personajes se resguardaban atrás de las puertas y las paredes de las casas. Le gustaba el sonido de esos balazos, no como los de ahora que en la noche, casi siempre, cuando intentaba conciliar el sueño, se oían secos. Era extraño que no se hubieran oído esa noche. Pensó que el ruido de la tele se los había ocultado. Tuvo curiosidad. ¿Se estaba quedando sordo? Tomó el control y silenció la tele. Aguzó la oreja. Nada: no se oía nada. Miró un instante los movimientos en la pantalla, los cuales sin sonido le parecieron inverosímiles. Presionó otra vez el botón del control y se escuchó una explosión, luego más balazos. Sin embargo, eran desiguales, no concordaban con las imágenes de la pantalla. Volvió a silenciar el aparato. Sí, allá se oían. Eran balazos en la noche, en la realidad, de cuando era un viejo.

*

Ya se les había hecho común que se suspendieran las clases. Desde el inicio de los asesinatos a plena luz del día, en los semáforos, cuando de un carro, como si nada, salían hombres con AK-47 y acribillaban a un conductor, y las balaceras nocturnas de varias horas, la dirección de la universidad había sido muy consciente. De nada iba a servir tener alumnos muertos. Incluso, que se diera el caso donde un estudiante de la institución hubiera perdido la vida por estar en los salones o salir tarde rumbo a su casa: iba a ser muy mala publicidad. No era la primera vez que a Roberto le cancelaban su clase, lo que en ocasiones resultaba un alivio, pues aun así recibía su pago, y llegaba temprano a su departamento, a eso de las once de la noche. Lo extraño esa vez había sido la cara de terror de la coordinadora. No sólo él lo notó desde el pizarrón absurdamente anticuado de gises, sino también los veinte estudiantes desde sus bancos. La licenciada les había dado el aviso con la garganta cerrada y los ojos completamente dilatados. Aunque sus palabras habían sido las mismas que otras noches: “Muchachos, por su seguridad se suspenden las clases. Todos directo a sus casas.” Esta vez no era únicamente algo preventivo, sino se trataba de una amenaza inminente.

Los estudiantes se pusieron de pie y tomaron sus cosas. Roberto todavía con el gis en la mano los miró salir en pequeños grupos. Algunos se notaban asustados; otros, un poco incrédulos y sonrientes. La mayoría de ellos eran trabajadores de maquilas automotrices y textiles de la ciudad, donde se producía mercancía para enviarla a los Estados Unidos. Se encontraban ahí para sacar el título, en el turno nocturno de la universidad, que había encontrado su nicho de mercado en toda esa gente. Roberto se despidió de dos o tres muchachas, apenas menores que él por dos o tres años, y comenzó a borrar sus anotaciones en el pizarrón para disponerse a salir, un tanto aliviado de que otra vez su jornada terminaba temprano.

Miró su explicación del eterno “verb to be” y fastidiado borró. Tomó sus cosas y dejó el salón. El pasillo ya no mostraba a nadie y caminó hasta la oficina de la coordinadora para firmar su salida. Ahí se encontró con otros maestros y le llamó la atención la consternación de la atmósfera; estaba mucho más pesada que otras noches. La coordinadora explicaba: Había caos en la ciudad. Habían bloqueado algunas avenidas principales, incendiado autobuses, camiones de carga, tráilers. Lo peor de todo: habían llamado a la dirección: amenazaban con asesinar a todos los que se encontraran en el edificio después de las diez.

Todos salieron de la oficina espantados. Roberto se quedó al último, como si le costara reconocer el miedo corriendo por sus venas. Era una sensación antigua, pero de algún modo irreconocible, como si se tratara de la rememoración de otro tiempo, aquel de sus antepasados, pero jamás experimentada en su vida. Salió a la explanada principal. La coordinadora, apoyada de otros maestros, vociferaba a los estudiantes que todos debían irse en los próximos cinco minutos.

*

A pesar de los rumores, se había atrevido a ir él solo, porque creía estar enamorado. No estaba seguro. No le gustaba la idea. Le agradaba convencerse de que estaba ahí porque por primera vez se comportaba como un adulto. Cursaba el segundo semestre de administración. Tres semanas atrás uno de sus amigos lo había llevado ahí.

La verdad es que era un teibol común y corriente; incluso, no era de los más lujosos de la ciudad. No obstante, desde la primera noche, Miguel se había hecho asiduo por Isis, una de las muchachas más cotizadas del sitio. Era delgada, de cintura estrecha, bellos senos y caderas amplias. Su rostro era delicado. Su cabello largo y lacio le alcanzaba la mitad de la espalda. En verdad él creía que la amaba. Había sido a primera vista, cuando la vio salir al escenario y contonearse sobre la tarima y saltar sobre el tubo, vestida con la tanga. Ese cabello ondulando al menear por esa espalda esbelta lo había hechizado. Llamó al mesero para preguntar su nombre y pedirle que se sentara junto a él. Con ella lo supo desde el principio, no le importaba gastar su escaso dinero.

Cuando ella se paró frente a él, se olvidó de todo. Era como si de pronto esta mujer llamada Isis se hubiera convertido en su novia. Al menos así la trató desde el primer momento. Así se burlaron sus compañeros en los pasillos de la universidad días después, lo cual por un tiempo lo hizo dudar de volver. Pero lo cierto era que la traía entre ceja y ceja. La soñaba, la extrañaba y el siguiente fin de semana convenció a los amigos de visitar el lugar de nuevo, sin importar los rumores, las muertes, las balaceras, que cada día se incrementaban casi como una enfermedad incurable. No podía negar que la segunda ocasión estuvo nervioso. No sólo la deseaba, sino la amaba. ¿Cómo podía amarla? Era una teibolera, con cientos de clientes a quienes trataba con la misma amabilidad y sonrisa. ¿Los trataba igual a todos? No estaba seguro. Desde la primera noche advirtió una empatía diferente. No lo sabía, al menos no lo supo hasta que ella estuvo de nueva cuenta frente a él. La sentó en sus rodillas. Ella era como su novia. Quizá mejor que una novia. No podía ser que esa amabilidad fuera la misma con todos.

*

Ciertamente la ciudad se había vuelto extraña. Pero ¿desde cuándo? No podía saberlo. Había sido como un cáncer que fue creciendo y no se manifestó sino demasiado tarde, igual que el cáncer que mató a su esposa. No importaba lo viejo que estuviera, las arrugas y las manchas de sus manos no le servían para nada, sino para sentirse todavía más confundido que en su juventud. Ahí se oían, de un modo sordo, tan distintos a las películas. Por eso, tal vez, tiempo atrás tuvieron dificultad para distinguirlos. Los balazos en la noche enrarecida no sonaban como balazos y sin embargo eran balazos. Tal vez eso era lo más frustrante de todo, el hecho de no saber, de no conocer, de no comprender. La vejez, los setenta y cinco años y las débiles rodillas se le presentaban ridículos, tan cerca de la muerte y aún sin ser capaz de entender lo que ocurría, sin ser capaz de reconocer los ruidos de la noche, los ruidos de esa noche tan desconocida.

La luz del televisor continuaba resplandeciendo en su rostro ajado, se reflejaba en los cristales espesos de sus gafas. Ya no podía concentrarse en la trama de la película. Ahora para él también lo que se proyectaba en la pantalla era un cuento de niños. Esas balaceras de revolver parecían una estúpida pantomima. A pesar de su leve sordera, otra vez se escuchaba la ráfaga en el horizonte. Volvió a silenciar el televisor y se puso de pie con dificultad. Se acercó despacio a la ventana sosteniendo la taza de café frío que había permanecido ignorada por varios minutos en la mesita de la sala. Observó la calle solitaria. Todo lucía tan normal. Cualquiera diría que estaba paranoico, que escuchaba cosas inexistentes, como cualquier otro anciano con insomnio, temeroso de la muerte. Pero no era así. Esta vez el estruendo se escuchó nítido. Estos cabrones ya empezaron con las granadas, se dijo. Han de estar en el bulevar.

Y esa conjetura no le alivió, ni le generó certeza de nada. La vejez le estorbaba para comprender. Él lo advertía. ¿Por qué se mataban entre ellos si la ciudad daba la impresión de estar tan tranquila? Intentaba imaginarse las armas, el tiroteo, a partir de los ruidos. Pero no podía, la mente no le daba para visualizarlo con nitidez, ni los motivos, ni los hombres. Las pocas veces que salía de casa, durante el día, a pagar la luz o el agua, no veía nada fuera de lo común, la misma miseria y mediocridad de siempre, sólo esa indolencia de las generaciones actuales. ¿Eso era? ¿Eso era el origen de esas balaceras por la madrugada? Era incapaz de clarificarlo. Se sentía impotente. Le frustraba. Iba a ser una noche larga.

*

Roberto subió a su Athos blanco. Lo acababa de sacar de la agencia tres meses atrás. Era un carro bueno, según sus pretensiones. Había tenido cierta indecisión en aceptar la deuda, pero lo cierto era que lo necesitaba para ruletear las clases, para ir de un lado para otro a lo largo del día, de una preparatoria a otra, de una universidad a otra. No podía fiarse de que la máquina le fallara. Así perdía más dinero, y además se evitaba molestias. Eso le ocurrió constantemente con la carcacha que tuvo antes, de continuo se descomponía. Algunos conocidos le aconsejaron que no se endeudara, en especial, porque sus trabajos, aunque múltiples, no eran nada seguros: sin prestaciones, ni antigüedad, sin saber si sería contratado los siguientes semestres; sin saber las materias asignadas: muchas ocasiones las aceptó a pesar de desconocer completamente el tema. Necesitaba el dinero, no podía darse el lujo de ser correcto y confesar que esa no era su área, mejor se ponía a estudiar: inglés, literatura, historia, contabilidad, física, química, lo que viniera. Pero para eso necesitaba más tiempo, al menos llegar lo más pronto posible a su departamento para estudiar, aprenderse de memoria los conceptos, las soluciones correctas, sin estar del todo seguro de la razón de ello. Ese Athos nuevo a pesar de la deuda lo hacía sentirse más seguro. Tener mayor control, según consideraba. Al menos no le fallaría y no lo dejaría tirado en medio de la noche. En especial, en medio de noches como esa donde se había decretado el código rojo, pues las bandas del crimen organizado que asolaban al país entero se disputaban la ciudad.

Ya se oían, los balazos, las detonaciones, ya se oían. Las escuchó al bajar el cristal de la ventanilla, a lo lejos se oían, indefinidas, pero no por eso ausentes. Los otros carros del estacionamiento ya se alejaban. La pequeña universidad nocturna quedó vacía. Aun así algunos estudiantes caminaban por la acera contigua. Roberto se sintió solo y miserable de ver a un grupo de ellos. Apenas dos o tres años menores que él. Le resultaba extraño, en ocasiones, dirigirse como el profesor. Pero ese distanciamiento que le molestaba en los pasillos del edificio fue lo que le animó a arrimar el vehículo a la acera oscurecida. Eran dos muchachas y un muchacho.

—¿Adónde van? Yo los llevó.

Los estudiantes sin pensarlo subieron al pequeño auto. Roberto sin decir nada aceleró. Extrañamente, no había mucho que comentar. Agarró rumbo hacia el bulevar que los llevaría a la zona céntrica. Le pareció raro cómo parecía que la ciudad se vaciaba sin que nadie pudiera notarlo. Roberto, por instinto, escrutó el panorama de casas silenciosas, comercios cerrados, carros estacionados, iluminados por arbotantes melancólicos. ¿En verdad había tanto peligro? Intentó relajarse y volteó a ver a la chica que iba sentada en el copiloto. Era linda, de cabellos rizados, largos y castaños. Vestía unos jeans y una chamarra ligera de mezclilla. Pensó en sonreírle, ser amable, pero el terror en esos ojos un tanto infantiles lo detuvo. Miró hacia adelante, a lo largo del trayecto que había tomado. Entonces, como si no comprendiera lo que pasaba, aguzó el oído para poder distinguir algo: ahí se escuchaban, como ecos, las detonaciones. Continuaba sin saber de qué parte provenían. De pronto, se le vino a la mente que ese esfuerzo resultaba inútil. No importaba: venían de todas partes. La ciudad entera a pesar de la aparente calma frente a sus ojos estaba inmersa en un tiroteo.

Por pura inercia al ver el semáforo en rojo detuvo el pequeño Athos. No pasaba nadie. La luz amarilla de los arbotantes de la avenida hacía que el lugar se sintiera más solo.

—Sabe qué, profe —dijo una voz a sus espaldas-, mejor dele, dele. Hay que darle rápido. No vaya a ser que nos agarren aquí.

Tenía razón, pero también le extrañó que ese joven, que igual pudiera ser un amigo suyo, se lo dijera, y más aún, que estuviera ahí sentado en el asiento posterior y que apenas se hubiera dado el tiempo para observarlo por el espejo. Era moreno y delgado, de ceja poblada y ojos negros e incisivos, muy parecidos a los suyos. Al lado de él se hallaba la otra muchacha de la cual también, sin comprender la razón, se había olvidado. Era un poco más llenita, de cabello lacio hasta los hombros. No pudo ver más, pues como si hubiera descubierto su descuido, aceleró.

—¿A dónde van, muchachos? —se le ocurrió decir.

—¿Usted a dónde va, profe? —contestó el estudiante. Las otras dos estaban absortas. Habían delegado el dialogo a su compañero.

—Yo voy para la Colón e Hidalgo, pero no importa a dónde vayan, yo los llevo.

—Es que sabe qué, profe, nosotros vamos hasta Gómez.

Para llevarlos tendría que pasar por el río. Precisamente la frontera entre los dos cárteles. No iba a ser buena idea cruzar esa noche, mucho menos en medio de la disputa. No lo pensó mucho.

—Entonces tendrán que quedarse en mi casa —les dijo y nadie comentó nada.

*

El humo del cigarro inundaba por completo la cabina. Los dos hombres fumaban dentro de ella, vestidos con sus uniformes de municipales. Fredy, que ocupaba el asiento del piloto, había decidido estacionar la patrulla en un lugar apartado, detrás de una de las colonias más ricas, entre los muros de la cerrada y el canal de riego que hacía una barrera urbana con otra colonia mucho menos ostentosa cercana al aeropuerto. Por esa parte el camino era de terracería y por lo mismo no transitaba ningún carro. Por demás, había unos árboles ficus frondosos y con la altura suficiente para dar la sensación de resguardo.

Él y su compañero, Ramiro, estaban a oscuras. A lo lejos, cualquiera que pasara sólo distinguiría el brillo incandescente de los cigarros cuando daban las caladas.

Se oía los disparos en el horizonte de la noche. De vez en cuando se comunicaban por el radio para verificar si ya había acabado el tiroteo y poder salir.

—¿Qué mamada? —dijo Ramiro— Yo la neta ni de pendejo salgo contra esos cabrones. Pinches pistolitas pedorras que traemos. Además, yo tengo familia.

A pesar de que habían decidido no intervenir como todos en la corporación, no dejaban de sentirse culpables.
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Fredy lo escuchaba mientras observaba las luces del otro lado del canal. De pronto se escuchaban. Le parecía contradictoria, por otra parte, la calma. Esas casas con gente dormida o despierta, oyendo el desmadre del cártel. La verdad es que nadie podía hacer nada. Estas eran mamadas de los federales y el ejército. Ellos eran los que no se ponían de acuerdo con los cárteles.

—Sí, compa, no hay que meternos —contestó—, aquí nos quedamos.

—¿Verdad que sí? No estamos tan pendejos como para jodernos así por nada. De todas maneras es cosa de que ya pacten. Que lleguen a un acuerdo y nos dejen trabajar en paz.

—Ei, esperemos que ya con este desvergue arreglen algo.

Fredy no se hacía ilusiones. Tampoco era que se hubiera metido de policía para cambiar nada. Ya no era un niño. Nadie de sus compañeros era un niño. Se había metido a la corporación para sobrevivir. De chingar a que me chinguen, mejor chingar. Como todos en esta pinche ciudad, en este pinche país. No eran ningunos niños, aunque se acordara que de morro jugaba a los carritos, a las persecuciones, y con su boca hiciera el ruido de la sirena, el ruido del derrapar de las llantas. Mientras exhalaba el humo y continuaba mirando las luces del otro lado del canal, al rememorarlo no pudo evitar dibujar una leve sonrisa. Cuanta mamada se imagina uno de chavalito. Pero la realidad era otra. Por eso, como decía el pinche Ramiro, quien desde un rato atrás había terminado su cigarro y ahora miraba absorto hacia la nada, lo mejor era estarse quietos ahí hasta el amanecer. Se trataba de sobrevivir. Eso era lo único importante. De cualquier modo, desde las primeras semanas de entrar a la corporación, notó que el comandante estaba con el abecedario. De pendejo que iba a hacer algo en contra de sus intereses. Sólo quería que lo dejaran trabajar: detener borrachos, parejitas furtivas y, si bien le iba, la buena acción del día, como ayudar a alguien si se ponchaba, ir a verificar si alguien robaba una casa habitación. Puras cosas comunes, eso era su chamba y eso era ser buen policía. Eso era lo único importante, lo que bastaba, lo que estaba dispuesto a hacer. Por eso se convenció de salirse de las maquilas. De chingar a que te chinguen, mejor chingar.

*

Lo cierto es que esa noche el lugar estaba medio lúgubre. Tal vez porque era temprano. Había pocos clientes. En la ciudad se decía que ya no era bueno salir de noche, porque existían amenazas de toque de queda, de que iban a reventar comercios, universidades, restaurantes, moteles, antros, todo lo que estuviera abierto después de las diez de la noche. Miró su reloj y apenas eran las ocho. Al venir conduciendo, tuvo temor de que estuviera cerrado; cuando lo encontró abierto, lo poseyó la idea de que esas historias de las balaceras eran puros rumores. Seguramente, se daban con más frecuencia que unos años atrás, pero a él nunca le había tocado nada, nunca había visto nada. Por otra parte, necesitaba verla. La semana había sido larga y la extrañaba. Necesitaba sentarla en las rodillas, oler su cabello lacio y ver sus ojos, que a pesar de llevar pupilentes verdes a él le parecían bellísimos. Pidió una cerveza y el mesero inmediatamente se la sirvió. Comenzó a beber, y al dar el primer trago pensó que si la noche estaba tan muerta, tal vez ella aceptaría irse a otra parte. La vez anterior no quiso, porque le dijo que aún había muchos clientes. Eso lo fastidio, pero muy probablemente esta vez sería otra cosa. Una de las muchachas salió al escenario y empezó a bailar para los pocos comensales.

*

Después de pasar unos momentos cerca de la ventana, sintió cansadas las piernas. Regresó al sofá a seguir mirando la tele. El resplandor no paraba. La película había terminado para dar espacio a los infomerciales. Pero él ya no miraba las imágenes proyectadas. No le decían nada. Se quedó con la mente en blanco unos minutos. Sólo escuchaba a lo lejos las ráfagas, taca taca taca, taca taca taca. Buscaba imaginarse a los hombres que estarían disparando, porque desde luego se trataba de hombres, como él, aunque no tan viejos. No podían ser otra cosa que hombres, a pesar de que nadie pudiera detenerlos. Todo resultaba tan absurdo, ¿cómo era que la policía no hacía nada? ¿cómo era que el gobierno se notaba tan rebasado? En sus tiempos nada de eso ocurría, pero ¿era porque estas bandas ahora resultaban mucho más poderosas? No estaba seguro. En el barrio, pensándolo mejor, sí había visto a los cholillos que vendían la droga, a la gente del punto, como les decían. Pero al sentirlos tan insignificantes, no podía creer que ese tipo de hombres fueran los del cártel, los mismos que ahora a lo lejos realizaban las detonaciones. ¿Cómo era que ahora tuvieran tanto poder? Pues según recordaba, siempre habían existido, siempre habían estado ahí. Tenía la sensación de que, de no ser porque estaba viejo, él mismo podría hacer algo. Tenía la intención, mas no estaba del todo seguro, no podía comprenderlo a cabalidad. Esa misma confusión fue la que lo hizo ceder para cerrar la miscelánea que tenía instalada en la parte frontal de la casa. A regañadientes lo hizo, pues sus hijos lo obligaron con continuos reproches después del tercer asalto. Sin saber realmente por qué, aceptó. Tal vez porque, por la edad, ya estaba cansado de trabajar, independientemente de si lo asaltaran una cuarta ocasión o no. Lo de los asaltos era lo de menos, que lo encañonaran no le importaba, la merma era la pérdida del dinero. Pero por eso ya nunca traía el fajo de billetes en la bolsa, sino sólo el cambio para atender la venta.

La luz del televisor de los infomerciales continuaba resplandeciendo en los cristales de sus gafas. Sí, no lo comprendía. No parecían tan fuertes. Ya no eran sus tiempos, desde muchos años atrás, desde la muerte de su esposa el mundo le parecía extraño. Muy probablemente no estaba viendo bien las cosas. Lo cierto era que en el último asalto ni le habían robado nada.

*

Roberto ahora conducía por una de las calles secundarias cercanas al aeropuerto. Había decidido evitar los grandes bulevares. La ciudad casi por completo se mantenía quieta. Le daba la impresión de que él y los estudiantes subidos en el Athos eran los únicos perdidos en el fuego cruzado que no se dejaban de escuchar, espectral a lo lejos. A pesar de esta sensación alucinante, Roberto se decía, al conducir, que era mejor no verlos y no hallarse con nada. Sin embargo, no era una ilusión, ningún ensueño, cada vez que se tranquilizaban, volvían a oírse con más estruendo, taca taca taca taca. Roberto intentaba convencerse de que había tomado una buena estrategia al transitar por vías secundarias hasta que en la calle estrecha tuvo de frente dos grandes faros luminosos. Por un instante, su mente no pudo convencerse de lo que ocurría. Su mente buscó por un segundo otras explicaciones. Era una camioneta grande la que estaba ante ellos. Lo más extraño es que venía a gran velocidad en sentido contrario y que no se detenía. Roberto no pudo dejar de titubear unos momentos. ¿Qué era lo que pasaba? Ya lo sabía, pero su cabeza no podía comprenderlo. Como pudo, orilló el Athos, y el otro vehículo pasó al lado a gran velocidad, como si no los hubiera visto.

*

Fredy desde el otro lado del canal, resguardado en la patrulla oscurecida, observó una camioneta Ford Lobo color gris llena de sicarios casi estrellarse con un Athos blanco.

—Pinches pendejos, les dicen que no salgan y ahí siguen. Por eso los matan, por hacerse los que no pasa nada. Pinches hijos de la chingada, tuvieron suerte.

Luego miró cómo el Athos después de evitar el choque con la camioneta, reanudó la marcha.

—Ya métanse, chingado —volvió a decir y tiró la colilla del cigarro. Notó que el pequeño Athos se perdía en las calles. Se volvió a mirar a su compañero que ya estaba dormido, y pensó en hacer lo mismo, así que se recargó en el respaldo y cerró los ojos. Luego, entendió que no tenía sueño y resultaba inútil.

—Pinche gente pendeja.

Después, otra vez se sintió extraño, con un dejo de culpa, mas comenzó a tranquilizarse, cuando recordó que él ni nadie de la corporación iban a poder hacer mucho. Nosotros sólo queremos trabajar. A mí nomás déjenme trabajar. De chingar a que te chinguen, mejor chingar. Él ya no era ningún pendejo. Intentó recordarse que por eso se había metido de policía, a pesar de que la paga era poca, porque él ya no era ningún pendejo. Sería muy pendejo de su parte salir a enfrentar al cártel. Él ya no lo era. Sacó otro cigarro y lo encendió. El Ramiro continuaba dormido en el asiento de al lado. Él ya no lo era. No lo era desde que renunció en la maquila. Y no era que la paga en la corporación fuera mejor. De hecho le pagaban casi la mitad que antes, pero lo que ya no pudo soportar fue la frustración, el maltrato, la jodidez de esa pinche empresa, al hijo de la chingada del supervisor, al pendejazo del gerente. Las pinches hora interminables en la pinche línea de producción de las partes de autos. Los pinches turnos. Las pinches horas extras enjaretadas de agüevo. Eso sí le encabronaba. Por eso él ya no era ningún pendejo. Ahora en esa noche ahí sentado en la patrulla fumándose un cigarro estaba mucho mejor. El pedo de los cárteles no era su pedo. Eran rollos del gobierno. Tenían que pactar para que los dejaran trabajar. Ese jale le agradaba más que estar en la pinche línea de la maquila. En las pinches horas extras ensartadas de agüevo. Por eso renunció. Porque el supervisor le dijo que si no se quedaba ya no regresara.

—Ahí’stá tu pinche jale —le dijo.

*

Isis ya sale al escenario. Miguel la observa junto a los otros clientes, y es cuando el comando entra a sus espaldas.

*

Roberto después de evadir la camioneta ya no supo muy bien qué hacer. Miró a la muchacha a su lado derecho, quien en ningún momento se había vuelto hacia él. Luego, echó un vistazo por el retrovisor y encontró los ojos del estudiante.

—Dele, profe, para su casa.

Los balazos se oían cada vez más cercanos, pero Roberto, al intentar mirar a la otra chica quien estaba con la cabeza agachada sobre sus rodillas, no podía distinguir de dónde venían. Por la necesidad de moverse rápido a la zona poniente, decidió agarrar el bulevar, y ese fue su error. A unos cuantos metros resplandecían las llamas sobre un tráiler atravesado. Apenas tuvo tiempo de frenar para no impactarse. Al intentar dar reversa y retomar otro camino, varios hombres, que salieron de alguna parte, los alcanzaron. Apuntaron contra ellos sus AK-47. Roberto no supo por qué se detuvo. Días después se lo preguntó constantemente como en un delirio. Tal vez hubiera podido atropellarlos pero el sonido tan contundente de la ráfaga tirada al cielo lo paralizo. Abrieron las puertas y los sacaron a los cuatro. Eran hombres comunes y corrientes. Sólo que en ellos ya nada importaba. Vio cómo se llevaron a las muchachas, que gritaban y pataleaban mientras entre varios las cargaban. Se subieron a unas camionetas y desaparecieron. A él y al estudiante los dejaron junto al resplandor hirviendo del tráiler.

*

No le habían robado nada, porque la señora que también estaba en la miscelánea comenzó a gritar como loca, al ver que el otro hombre de unos treinta años, barbón de pelo negro, lo encañonaba frente a la pequeña caja metálica. La mujer gritó tanto que distrajo al asaltante. Don Esteban sólo se quedó parado sin saber lo que ocurría en ese mundo extraño, como ahora se paraba frente a la ventana para mirar la noche, donde nada se movía y podría parecer una noche apacible si no fuera por las detonaciones que no dejaban de escucharse como venidas desde el cielo. Siempre que lo recordaba jamás le era posible explicarse, cómo la mujer comenzó a darle de golpes con la bolsa hasta que el asaltante salió de la tienda.

Después de unos minutos cuando la señora se fue, él también salió a buscar una patrulla. Cuando la encontró y les contó a los policías lo sucedido, lo ignoraron.

Lerdo, Durango
Noviembre de 2020

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.

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