Wish your were here (fragmento)

So, so you think you can tell
Heaven from hell
Blue skies from pain
Can you tell a green field
From a cold steel rail?
A smile from a veil?
Do you think you can tell?

Wish you were here, Pink Floyd

LADO A

Era de noche y André caminaba por el bulevar. De su hombro derecho colgaba una guitarra y un morral con sus cosas. No era muy tarde; sin embargo, no sabía a dónde dirigirse. Llevaba dos días que había decidido salir de su casa. Ahora iba un tanto despreocupado: la noche anterior se acostó en la banca de un parque. Conocía bien la zona, así que no le extrañaba quedarse donde fuera. Caminaba y sus pasos eran contundentes. Tenía el cuerpo espigado y muy escuálido; aun así, sus miembros guardaban cierta fortaleza. Su cabello era corto y negro. Usaba unos lentes que desde hacía mucho ya no le ayudaban. Quizás esta podía ser su única preocupación, batallaba para enfocar los objetos. Anduvo así por el bulevar con sus jeans y playera negra; deseaba cansarse, para acostarse sin problemas de insomnio en algún sitio. Cerca de ahí se encontraba un bosque urbano con grandes árboles. Pensó que lo mejor sería ir a acostarse en ese lugar. Pero sólo por un tiempo, pues lo que más deseaba era irse lejos, ya no estar entre las mismas personas, con los mismos amigos ignorantes, y en especial sin estar cerca de su madre. Ella era la más tonta de todos. No quería pensar en esa mujer. Le parecía de lo más vulgar, desde siempre, desde que tomó consciencia. Su padre tenía razón: ella era una puta.

Mientras caminaba bajo la luz de los arbotantes, con el ir y venir de los faroles de los carros que transitaban, le vino a la cabeza la idea de ir a buscarlo. Vivía lejos, en otra ciudad, casi al otro lado del país. A veces le llamaba por teléfono, en su cumpleaños, pero sobre todo en el cumpleaños de él. Eso era lo que le parecía más ridículo, que le llamara para que lo felicitara. No podía esperarse a que la acción surgiera de su propia voluntad, tenía que adelantarse, forzar las cosas. De todas maneras, no le habría llamado, le daba flojera. ¿Cómo iba a llamarlo? Recordaba una de esas conversaciones.

—Hola, mijo, ¿cómo estás?

—Bien…

—Me alegra, mijo…

—…

—Oye, ¿sí sabes que hoy es mi cumpleaños?

—No, no sabía…

—Sí, pues hoy es…

—Qué bien…

—¿Y no vas a felicitarme?

—Pues… sí… felicidades.

—Gracias, mijo…

Le parecía lo más tonto, lo más idiota. Seguía caminando por la acera mientras pensaba en todas estas cuestiones. Nunca había considerado vivir con él, pero ahora que estaba harto de su vida, la idea se le fue metiendo en la cabeza. ¿Qué pasaría si lo buscara? Después de todo era su hijo, y aunque había algunas cosas que no le convencían, existían otras que le generaban cierta confianza en aquel hombre. La principal de ellas era que tenía razón en una cosa: su madre era una puta.

No tardó en llegar al bosque urbano. Había una reja que se cerraba después de las ocho. Cuando llegó se dio cuenta de que ya no le dejarían pasar. Vio al guardia sentado en la caseta de entrada y luego caminó siguiendo el costado de uno de los muros. Avanzó varios metros, a la vez que se cercioraba de que nadie lo viera. Se adelantó a una zona oscura de la calle y, como pudo, saltó y se agarró de la orilla de la reja. Estiró las piernas y sobre los barrotes que estaban un poco más abajo, se apoyó hasta que pudo subir al borde. Ahí, con todo y guitarra y cosas, permaneció sentado unos segundos, viendo hacia adentro los árboles y la oscuridad de la maleza. Le gustaba alardear, como si deseara que alguna patrulla pasara por ahí en esos momentos y lo detuvieran. Se volvió hacia atrás, hacia la calle, estaba sola. Aburrido supo que no pasaría nada. En esa ciudad, a pesar de los muertos, nunca pasaba nada. Se estiró para bajar al piso, y como vio que no iba a alcanzar el suelo con sus pies al colgarse de la orilla, se lanzó desde arriba, sin medir mucho la distancia. Mientras iba en el aire se sorprendió de que la altura no era tan baja. Cayó y los pies le dolieron un poco, pero pudo controlar el impacto dando varios pasos. Le reconfortó saber que podía hacer esas cosas, saltar bardas, entrar a lugares de manera furtiva. No lo había hecho nunca y cuando aún vivía con su madre le daba temor no ser capaz de hacerlo. Él quería ser capaz de eso y más cosas. Necesitaba serlo si es que en algún momento iba a liberarse de la presencia desagradable de los mayores. En ese momento pensó que incluso no era necesario irse con su padre, podría vivir así, solo en las calles, pero luego también entendió que no era que deseara vivir en las calles. Eso no le permitiría cumplir con su proyecto. El hecho de ir a buscar al hombre que le había dado la vida más bien se presentaba como otra prueba, otra manera de demostrarse lo que podía hacer.

Caminó por la oscuridad entre los troncos y ramas. Entendió que lo mejor era adentrarse entre la vegetación, así no sería visto por nadie que pasara del otro lado de la reja. Aunque no había sido atrapado por ninguna patrulla instantes atrás, supo que sería inconveniente buscar problemas una vez adentro. Se volvió a sus espaldas y los árboles ya no dejaban ver la ciudad. Se sintió reconfortado, por fin estaba otra vez solo. Nadie sabía que estaba ahí, y lo mejor de todo era que nadie podría escucharlo, ni molestarlo. Ya ninguna persona iba a entrar al bosque urbano. El guardia se quedaría en la caseta; no había perros, ni ningún otro animal que lo molestara. Caminó algunos metros más y descubrió entre dos árboles que entrecruzaban sus raíces una covacha. Colocó su guitarra en un costado y el morral en el otro. Se sentó y comprobó la comodidad del lugar; estaba húmedo, pero eso no importaba; si se remojaba un poco el pantalón y la camisa no era problema. Se recargó en el tronco y buscó algo en sus cosas. Quería sacar un libro, pero luego vio que hacerlo sería inútil. Aunque sus ojos se habían acostumbrado a la escasa luz de la noche, le iba a ser imposible leer nada. “Cómo estoy pendejo”, se dijo y dejó el libro otra vez en el interior del bolso. Recargó la cabeza y miró hacia arriba. Miró las copas de los árboles y se quitó los lentes. Los acomodó en un pequeño estuche. Miró otra vez hacia arriba y, aunque ahora la imagen era borrosa, no le generó malestar. Estaba solo. Cerró los ojos y se quedó dormido.

El adolescente soñó con el marido de su madre. Estaban en la cocina. Era de noche y el hombre se encontraba ebrio. El joven había estado escuchando una sarta de estupideces por largo tiempo. Su madre ya dormía en alguno de los cuartos de la casa. Observaba al borracho y le parecía ridículo; lo despreciaba en mayor medida por ser más bajo. No entendía por qué su madre se había fijado en ese hombre, resultaba ser mucho más joven que ella. Le daba la sensación de que su madre en realidad quería tener a otro hijo, que el que tenía no le gustaba, que con este otro podía sentirse más cercana. El hombre, quien se llamaba Álvaro, estaba parado cerca del fregador, a un lado de los cajones. Y el joven lo miraba displicente también de pie. Hablaba de lo mismo: quería enseñarle cosas, decirle cómo era la vida, pero se daba cuenta de que él sobre la vida no sabía nada. Pero no le quedaba de otra más que escucharlo, soportarlo ahí con sus palabras arrastradas. No le decía nada, pero intentaba que con sus ademanes advirtiera la molestia que le producía. Sin saber por qué, no se atrevía a callarlo. Eso era algo que no se perdonaba y que constantemente le angustiaba. Le fastidiaba de sí mismo. En el sueño no era diferente. Era como si quisiera hablar mientras el otro seguía en sus disquisiciones estúpidas, pero por una extraña fuerza no podía hacerlo, se le trababa la boca, la mandíbula y la lengua. Ya no lo escuchaba, sólo quería poder decir unas palabras, pero esta fuerza se le acumulaba en el rostro y entonces la desesperación crecía por tener que quedarse así. Buscaba algo a su derredor que le permitiera liberarse. No encontraba nada, en la oscuridad de la cocina. El hombre se le quedó viendo y fue cuando éste le preguntó.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

Y era como si sólo pudiera decir palabras para ser amable, ¡pero no quería ser amable!

—No, nada.

—¿Todo bien?

—Sí.

¡Pero no estaba nada bien! Le repugnaba que Álvaro estuviera más bajo. Lo sentía como un ser inferior y que su madre lo pusiera por encima, como si fuera su padre, le enfurecía.

El sueño lo agitaba, porque de pronto pensó que ya quería irse, pero sus pies no le hacían caso. Quería que el otro advirtiera su desagrado y no podía hacer ningún gesto de malestar. Sólo se quedaba pasmado, con el rostro inexpresivo. Fue entonces cuando el hombre, sin que el joven se diera cuenta, sacó un cuchillo de uno de los cajones. Era un cuchillo grande que resplandecía con la luz del foco de la cocina. El hombre quería explicar algo sobre la vida tomando como ejemplo ese cuchillo. Era insoportable y le fastidiaba. El hombre se le acercó y por un momento pensó que iba a atacarlo, mas Álvaro no hizo ningún movimiento brusco que le permitiera reaccionar, sino que solamente movía entre sus manos aquel instrumento. André quería tomarlo, pero más deseaba que lo atacara, así tendría una justificación para asesinarlo. Pero Álvaro no hacía nada, de pronto le dio la impresión de que se asemejaba a un niño que jugaba con el arma, debido a que nunca se le habría dado oportunidad de tenerla. “Vamos, atácame”, pensaba el adolescente. “Vamos, atácame”. Mas Álvaro se entretenía y no se volvía a verlo.

Esa noche no durmió bien. Había tenido sueños parecidos durante varias horas y despertaba con sudor en la frente. La última vez que abrió los ojos advirtió que el cielo comenzaba a clarear y que ya no tenía mucho caso volver a cerrarlos. De cualquier modo, pensó que lo mejor era salir del bosque urbano cuando todavía estaba oscuro. Se puso de pie y vio que toda la espalda y la parte de las nalgas las tenía mojadas por efecto de la humedad del árbol. Sintió un poco de frío, pero no quiso hacer caso. “Hará más frío allá a donde voy”, se dijo como para convencerse, “tengo que acostumbrarme a no tener frío, si no, no voy a poder”, se repitió. Esa era otra de las cuestiones que le desagradaban de su persona. De niño recordaba que había sido muy friolento, y ahora eso le parecía una de sus más grandes debilidades. Ya no quería ser así de débil, en especial porque pensaba que por eso había llegado a ese punto desagradable en su vida. “De haberlo sabido antes”, pensó, “no me habría confiado, habría sido mucho más inteligente”. Desde meses antes de salir de la casa había empezado a bañarse con agua fría. Incluso lo hizo en invierno para demostrarse lo afanoso que era. Ahora mientras se ponía de pie bajo los árboles y sentía el frescor del alba con la humedad de su ropa, se sintió confiado de que no iba a detenerlo nada. Se dio cuenta de que haberse bañado con agua fría y sufrido durante los últimos tiempos había tenido sus frutos, se había preparado para ese tipo de pruebas. Se acomodó el morral y la guitarra, se puso los lentes y caminó hasta la reja. Se detuvo frente a ella y antes de saltar estiró un poco los brazos y las piernas. Esta vez batalló mucho más para sortear el muro, sentía los músculos entumidos, pero como pudo se sentó en la orilla y miró la ciudad. Aún no empezaba el tráfico y sólo unos cuantos automóviles transitaban. Esta vez no saltó, porque consideró que caer en el cemento de la banqueta iba a ser doloroso. Bajó despacio y cuidó que la guitarra no se maltratara mucho. Pensó que cantar un rato en los camiones, para ganarse unos pesos, resultaba buena idea.

André cantó durante las primeras horas de la mañana. No era la primera vez que lo hacía. Desde que vivía con su madre tenía esta costumbre. Los choferes ya lo ubicaban e incluso algunos pasajeros también ya le habían dado dinero. Sin embargo, ciertas personas que sabían de este muchacho espigado ahora notaron algo diferente. No tuvo tanta respuesta del público, debido a que las personas vieron que, a pesar de así afirmarlo, ya no se trataba de un estudiante quien subía a cantarles. Lo entendieron porque del muchacho esta vez emanaba un olor desagradable y sus ropas se veían muy desgastadas. André no lo notaba y no le interesaba, pero la gente a su derredor prefería ya no acercársele. Sólo lo distinguió en la cara de uno de los choferes. Al subir al camión, éste se volvió a verlo con desprecio y le dijo que no pasara. A André le sorprendió que le dijera eso, porque, aunque no había una amistad con ese hombre, al menos en otras veces le había dado permiso. Le desconcertó que no lo dejara pasar y que le echara esa mirada. De cualquier manera, no se detuvo. Continuó insistiendo en otros autobuses. Al terminar la jornada no había recabado tantos pesos como en ocasiones anteriores. Pensó que se trataba de un mal día y nada más. Para eso de las doce se aburrió de cantar y caminó hacia una de las colonias cercanas al río. Anduvo bajo el sol, alrededor de una hora. Se metió a un supermercado a comprar algo de comer y de beber. Se sentó en la orilla de la banqueta bajo la sombra de un árbol a saciar el apetito. Miraba las casas, a las personas, que resplandecían con los rayos poderosos del medio día. El silencio de la hora le reconfortó e hizo que se pusiera de bueno humor. Se puso de pie y, con su guitarra y su morral, siguió caminando. No tardó en llegar a la cuadra donde vivía una de sus amigas. Se dirigió a la casa pequeña y un tanto maltratada de color azul con una reja negra de media altura. Sacó una moneda y tocó.

En esa casa vivía Amanda, una joven dos años mayor que él. Era morena y de amplia sonrisa. Su cabello era negro y corto. Su cuerpo se presentaba un tanto rechoncho. Normalmente vestía de playera y jeans, lo cual le daba a su figura un aire masculino, aunque las veces que André la vio de vestido se sorprendió de lo bella que podía ser. Se saludaron como si se tratara de cualquier otra ocasión. Ella sabía que el joven había decidido salirse de su casa. Días antes le propuso quedarse ahí con ella, pero él se negó.

—¿Pero adónde vas a ir? —le dijo la muchacha.

—Andaré por aquí unos días. Necesito aclimatarme, tú sabes.

—¿Aclimatarte de qué o qué?

—Pues, tú sabes… a andar solo, a estar.

—Sí, pero te puedes quedar en mi casa. Mi papá no creo que diga nada.

—No, no le digas a tu papá. Prefiero andar solo. Me gusta más así.

Amanda vivía con su padre y un hermano que de vez en cuando se quedaba unas noches en la casa para desaparecerse por meses. Esa tarde Amanda salió y le dijo que pasara.

—Pásale, hace mucho sol para platicar afuera.

A André no le agradó mucho la idea, pero vio que no le quedaba de otra. No quería entrar a ninguna casa que tuviera un adulto adentro. Sabía que el padre de Amanda estaría ahí. Cuando se encaminó a la entrada y cruzó el umbral, ella se distrajo con unas revistas de música. No se volvió a verlo, pero André la observaba un poco incómodo de estar en el pasillo. Era una casa como cualquier otra, con muebles desgastados, un comedor anticuado y fotografías de la familia empotradas en la pared, se trataba de seres de otro tiempo, de otra realidad.

—Oye, pero ¿no está tu papá? —le preguntó André.

—Está arriba, ayer estuvo tomando… no te preocupes, no va a salir.

El padre de Amanda era alcohólico, y era un código que entre los dos tenían. Cuando la joven le decía que su padre había bebido la noche anterior significaba que por lo que restaba del día disfrutarían de la casa para ellos. A veces el hombre llegó a salir a saludar al muchacho. Era muy delgado y viejo. Parecía que más bien era el abuelo de la muchacha. Aquel hombre había sido guitarrista en varios grupos locales. Una vez que André lo escuchó tocar la guitarra eléctrica supo de dónde su amiga había aprendido, y en especial de dónde había sacado su talento.

—¿Pero no se despierta? —insistió André.

—Que no, además ¿por qué tanto problema? Nunca te ha dicho nada. —respondió mientras se sentaba en el sillón de la sala.

André se adelantó y dejó sus cosas en un rincón y se acercó a donde estaba su amiga. Ella lo veía como si por algo en su delgadez lo compadeciera. Notó el aroma que despedía su cuerpo.

—¿Qué es ese olor?

—¿Cuál olor? —dijo André.

—No mames, te pasas…

—¿Qué? ¿De qué hablas?

—¿Hace cuánto que no te bañas?

—No sé, ¿por?

—Porque hueles bien culero…

—No seas exagerada, no huelo tan mal.

—No, en serio sí, eh, ¿no quieres mejor bañarte?

El joven la vio incómodo. Se quedó en silencio, pero como su amiga esperaba una respuesta, no tuvo de otra más que responder.

—No, así estoy bien.

La muchacha se sorprendió de que se negara.

—En serio puedes bañarte, debe haber ropa de mi hermano… Ándale vamos a que te bañes. No pasa nada.
André se quedó sentado donde estaba. Su rostro ahora era sombrío.

—No, no quiero bañarme.

—Ándale.

—Que no —volvió a decir.

Pasó el resto de la tarde con ella. Estuvieron un rato sentados en la sala viendo algunas revistas. Les gustaba hablar de música, de grupos de rock de los setenta y los ochenta. También les gustaba leer y platicar de libros, aunque en esto André estaba mucho más interesado. Amanda lo escuchaba por ser su amigo, pero se aburría rápido de dichos temas.

—Mira lo que traigo —sacó un libro de su morral.

—¿Y ese de qué trata o qué?

—¿Cómo que no sabes?

El libro era Cuadernos de la cárcel de Gramsci.

—No, pues no sé. A ver dime.

—No mames, ¿qué no sabes quién es Gramsci?

Al joven le gustaba alardear de su conocimiento literario. La verdad es que apenas unas semanas atrás él tampoco sabía de Gramsci. El libro se lo había prestado Leobardo, un amigo que vivía a dos casas del antiguo domicilio en el que vivió con su madre y el marido de ésta por un año. Este amigo, aunque aún tenía una figura juvenil, era un hombre de cuarenta años, de cabello entrecano. Había quedado prendido del muchacho cuando lo vio pasar por la calle y a partir de ese momento buscó la manera de acercarse a él. Le dirigió la palabra una tarde que André había salido a barrer. André estaba furioso. Le desagradaba tener que hacer las labores domésticas. Pensaba que quien debía hacerlas era Álvaro; después de todo él era el mantenido, quien vivía a las expensas de su madre. No él, quien no había pedido nacer y estaba condenado a andar por el mundo. Esa tarde pensaba, “pinche Álvaro, me las vas a pagar. Eres un hijo de la chingada. Se la pasa todo el día acostado, no hace nada y me toca a mí barrer. Es él quien debería salir. Estábamos mejor cuando se quedó allá.” Leobardo cuando lo vio desde su ventana, inmediatamente ideó salir a lavar el carro, un carro compacto de reciente modelo, color rojo. Se puso un short y una playera y salió con sus tinas y la manguera. Al muchacho no le interesaba, seguía absorto viendo cómo la escoba tocaba el piso. Sentía el calor de la media mañana y lo que más le desesperaba era que el marido de su madre continuara acostado, sin poder superar la resaca de la borrachera de la noche anterior.

Leobardo lo veía, veía su cuerpo delgado, pero lo que más le agradaba era esa pureza que del adolescente emanaba. Sabía que no había que pensarlo mucho, que necesitaba mantener una actitud fresca.

—¿Qué, tu mamá te obliga?

El joven se sorprendió de que el hombre lo llamara, pero al cabo de unos instantes entendió.

—Sí… —dijo.

—Así son las mamás. Ya ves la mía.

Leobardo vivía con su madre, una mujer de setenta años, extremadamente escuálida y de rostro fino que André en pocas ocasiones había saludado. Sabía a quién se refería. La mujer tenía fama de ser malhumorada y en más de una ocasión André había visto cómo se peleaba con otros vecinos. A André le caía bien porque era la única de los mayores quien se dignaba a saludarlo. Saber que ella era la madre del hombre que ahora lo llamaba hizo que lo sintiera familiar y cercano. De la mujer le agradaba que no dejaba que nadie se le impusiera.

—Vecinos maleducados. No, si yo sabía que venirme a vivir a esta casa era un error. Ahora llega puro barbaján, puro delincuente.

André la escuchaba y le agradaba porque en cierto sentido estaba de acuerdo. Más le agradaba cuando se confrontaba con el marido de su madre, con Álvaro, quien varias veces salió de la casa sin saludar a la señora, quien estaba afuera de la suya. La mujer se le quedaba viendo en espera del “buenos días”. A Álvaro esta mujer le causaba malestar y, preocupado en sus problemas, no se volvía a verla.

—Señor —le decía la vieja—. ¿No me va a saludar? Qué maleducado es usted. Si en estos tiempos puro malviviente se encuentra una.

Álvaro se volvía a verla confundido e intentaba saludarla, pero resultaba inútil.

—Buenos días, disculpe, no la vi.

—No sea, usted, ridículo. ¿Cómo no va a verme si estoy aquí parada? Lo que pasa es que usted es un maleducado, malviviente que se la pasa tomando toda la noche. A poco cree que no me doy cuenta.

—Sí, señora, como usted diga.

En otras ocasiones, cuando la mujer lo exasperaba, el marido de la madre respondía:

—Miré, señora, si me va a regañar ¿para qué me saluda?

—No sabe que hay que tener modales, que no se puede andar por la vida, así como burro por su casa.

—Está bien, señora, está bien.

André algunas veces por la ventana vio estos altercados y secretamente le gustaba que la mujer tratara así al hombre.

Cuando Leobardo le recordó que esa señora era su madre a André le agradó.

—Pero ya pronto acabas —le dijo al adolescente —. De hecho, yo nada más me hacía loco cuando tenía tu edad. No te preocupes, tu mamá no se va a dar cuenta. Ni siquiera creo que vaya a ver si barriste bien.

El joven lo escuchaba, le agradaba que tuviera una actitud parecida a la de él.

—¿O alguna vez ha venido a ver cómo barriste?

—No, pues no. La verdad no.

—No te lo tomes tan a pecho.

—Ei, tienes razón.

A partir de ese momento el adolescente continuó barriendo con mejor ánimo. Leobardo lo supo y durante unos minutos siguió lavando su coche. Al cabo de media hora, cuando vio que el joven estaba por terminar su labor, encendió el estéreo y puso música. Subió el volumen. Pensó que tal vez si ponía a Metallica retomaría la atención del adolescente.

Salió de la cabina del auto después de subir el volumen. André no volteó a verlo, pero la melodía le dio lugar a que pudiera comentar algo.

—¿Qué tal te parece? —le dijo.

André lo miró y se adelantó un poco hacia donde estaba. Escuchó por unos momentos.

—No es de mis favoritos, pero no está mal.

—¿Cuál es tu favorito?

—No, pues la verdad no tengo favorito.

—Pues a mí Metallica siempre me ha gustado.

—Sí, suena bien.

Estuvieron escuchando algunas canciones más. Y así fue cómo comenzaron a saludarse y a platicar cada vez más tiempo.

El libro que ahora le mostraba a Amanda se lo había prestado aquel amigo, mismo que ahora se encontraba en la Ciudad de México.

A Amanda, Gramsci no le decía nada.

—Deberías de leerlo —le dijo André.

—Pues cuando lo termines me lo prestas.

—Pero en serio léelo. ¿Ya terminaste el otro que te presté?

—No sé…

—¿Cómo que no sabes?

—¿Pues cuál me prestaste?

—El de la poesía de André Bretón.

—Ah, sí, sí, ese sí me gustó.

—¿Cómo que te gustó y no te acuerdas?

—Se me fue la onda.

—Te pasas… Supongo que no has perdido el libro.

—No, por ahí ha de andar.

—No lo vayas a perder.

—No, ¿cómo crees?… ¿Y de dónde sacas los libros?

—Ese de Bretón era de mi papá. Estaba en el librero de la casa.

—¿Y este otro?

—Este me lo dio un amigo, Leobardo. No sé si te acuerdas.

—Ah, sí, el ruco.

—Ese mero.

Después de platicar un rato salieron al patio interior de la casa. Amanda le había preparado algo de comer y luego decidieron que sería buena idea tocar un rato. Tiempo atrás habían pensado formar una banda, pero hasta la fecha no habían encontrado un baterista. Lo estuvieron buscando entre los amigos y conocidos. Hubo algunos prospectos, pero habían sido muy malos o no compartían la misma idea de grupo. Hubo una ocasión que inclusive intentaron enseñarle desde cero a otro joven, pero no lo lograron. Poco a poco comenzaron a desistir hasta que una buena tarde se conformaron con tocar ellos dos. Lo hacían de vez en cuando como una manera de escapar del tedio de sus vidas. Amanda tenía varias guitarras eléctricas, las cuales se suponían eran de su padre, pero que desde hacía tiempo el hombre ya no tocaba. Ella tenía una personal que le había regalado por sus quince años, pero había otras cuatro; dos de ellas estaban en muy malas condiciones; las otras dos aún funcionaban y desde que Amanda comenzó a interesarse más por la música las fue mejorando y restaurando. Su padre a veces las retomaba y las limpiaba casi como si lo hiciera impulsado por su hija, para luego volver a olvidarse de ellas.

Esa tarde Amanda le propuso a André que ensayaran. Conectaron los amplificadores a las guitarras y mientras conversaban empezaron a tocar. Lo cierto es que, de los dos, quien tenía verdadero talento era la chica. Ella era la base musical de lo que hacían. André nunca la envidió y quizás eso era lo que más los unía. Él la dejaba que improvisara, que se dejara ir mientras él con la segunda guitarra le daba el acompañamiento. Aquella tarde no fue diferente. A André le daba más por cantar y acompañar su voz de soprano con los acordes de la guitarra, pero eso a Amanda le aburría porque para ella ese estilo resultaba muy sencillo. Lo escuchaba e intentaba seguirlo al principio, pero luego le daba la impresión de que a André necesitaba domarlo, tranquilizarlo.

—Espera, traes mucha energía —le comentaba—. No tan rápido.

Y contrario a lo que comúnmente hacía, en estos momentos el joven escuchaba.
A él le daba por componer letras y eso era lo que Amanda admiraba. Incluso André, a petición de ella, le había enseñado unos poemas.

—¿Y de dónde te salió lo de escribir? —la chica le preguntó un día.

—No sé, creo que de mi papá. Él es poeta.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Y cómo se llama?

—Carlos… Nadie lo conoce. Si ha ido a congresos y eso…

—¿Y sus libros? ¿Dónde se consiguen?

—No, no se consiguen… Es que te digo que no es muy famoso.

—Ah…

Y se quedaban callados. Luego Amanda con la inquietud inicial volvía a preguntar.

—¿Y tú quieres ser poeta?

—No, ¿qué te pasa?

—Pero ¿por qué no?

—Porque se mueren de hambre y son unos fracasados.

—¿Por qué lo dices?

—Porque todos en mi casa quieren serlo. El marido de mi mamá también se supone que es escritor. Hasta mi mamá dice que alguna vez escribió. Están de hueva.

—No sé, pues a mí se me hace que sí quieres serlo.

—No, ¿qué te pasa? Qué hueva.

—No te hagas, bien que quieres.

—Que no, ya te dije que no.

—Claro que sí, es obvio.

—Qué no, ya te dije que no.

La muchacha se quedaba confundida y miraba las hojas con los versos de su amigo. Más tarde, cuando ya se habían puesto a hacer otras cosas, ella proponía:

—Léeme uno de tus poemas.

—No, qué hueva.

—Ándale —y le esculcaba el morral donde sabía tenía su libreta. André se fastidiaba, pero como entendía que el interés de Amanda resultaba genuino, accedía. Por otra parte, comprendía que era así como se instauraba el diálogo entre ellos, porque más tarde la muchacha tocaría la guitarra para recompensarlo. A veces pensaba que sus escritos no estaban a la altura de la música de ella. Estaba seguro de que era así, pero a final de cuentas el hecho no le atormentaba.

Sacaba la libreta, llena de apuntes, y buscaba entre todos esos garabatos algo que pudiera leerle. Y decía.

—Ah, mira, éste.

Amanda guardaba silencio y, con toda su atención concentrada en el muchacho, escuchaba. André se ponía muy nervioso y sentía los latidos de su corazón. Con una respiración honda comenzaba la lectura. Se veía a sí mismo leyendo y el efecto le parecía extraño: escuchar su propia voz temblar.

Ven a calmar mi molesto deseo
con tus senos tempestuosos y claros.
Ven a colmarme estos labios avaros
para arrancar el dolor que poseo.
Desciende a mí, silencioso te espero
con mi ánimo a tus abrazos abierto.
Desde hace tiempo sigo despierto,
observando tu bermejo lucero.
Allá estás tú en la bóveda alta
con tus matices de diosa distante.
La luz nocturna tu cuerpo resalta
y yo te extraño en la noche agobiante.
Sé que al desearte comento una falta,
eso no impide que gozoso cante.

Después de que conectaron las guitarras a los amplificadores, se sentaron en dos sillas uno frente al otro. Ella sonreía nerviosa y esperaba que comenzaran a tener un intercambio. Así era siempre y a veces André se desesperaba, pero de algún modo entendía el hecho de que Amanda fuera tan modesta.

—No sé por qué no tocas así siempre —le preguntaba André.

Y Amanda un poco desconcertada le respondía:

—Pues, no sé, quizá porque me dejas sola.

—¿Cómo que te dejo sola?

—Sí, ya te he dicho, la música no es algo que se dé así de fácil. Hay que hablar, decirnos cosas.

André la observaba y asentía con la cabeza.

Esta vez no quería estropearlo, muy probablemente era la última vez que vería a su amiga.

Empezaron. André comenzó a improvisar con algunos acordes. Sabía que a Amanda le gustaba el rock suave. No quería ahuyentarla, dejarla y que se quedara callada. Habían compuesto algunas canciones, pero ahora preferían improvisar. Cantar siempre lo mismo lo hacía monótono. Amanda comprendió y sin volverse a verlo comenzó. El sonido de su guitarra era dulce, pero a la vez melancólico. Era como si André pudiera escaparse. La miraba mientras seguía acompañándola en su improvisación, como si no la comprendiera, pero quisiera hacerlo. Le sorprendía que ella fuera capaz de dar esos giros, de tener esas intuiciones. La joven cuando tocaba de esa manera no podía verlo, se ponía muy nerviosa y André notaba que incluso le daba vergüenza ser capaz de poder hacer esa música. El muchacho deseaba que la melodía se prolongara, que esa oscuridad luminosa se expandiera lo más posible. Amanda concentrada en sus emociones se dejaba llevar. Así lo hicieron por unas horas.

Cuando terminaron de tocar ya se había hecho de noche. No se habían parado a prender la luz del patio, así que estaban a oscuras. Se quedaron callados. No había nada que decirse. Todo ya lo habían dicho por medio de la música. Estuvieron sentados respirando y viendo las cosas. Sin saber por qué, a Amanda la situación la ponía nerviosa. Se daba cuenta de que era demasiado buena y el silencio de André se lo confirmaba. El joven al notar esto se puso de pie y colocó la guitarra sobre la silla. Sacó de la bolsa de su pantalón un paquete de cigarros Delicados todo aplastado. Sólo quedaban tres y sacó uno. Se lo puso en la boca y le preguntó a la muchacha si no tenía un encendedor o algo con lo que pudiera fumar.

Amanda se paró y entró a la casa. Salió con unos cerillos y se los dio. Éste encendió el cigarro con agilidad, dio unas bocanadas y exhaló el humo. Se quedó parado y vio hacia el cielo, hacia la noche.

—Ya es hora de que me vaya.

Amanda volvió a sentarse en su silla con la guitarra en sus piernas.

—¿Y a dónde te vas a ir? ¿O qué?

—No sé, igual y hoy me duermo en una banqueta.

—¿Dónde te dormiste ayer?

—En el bosque urbano, pero ahí hace frío y eso me dio pesadillas.

—¿Y no quieres quedarte aquí?

—Nel, me tengo que ir.

—¿Y mañana qué vas a hacer?

—Me voy para México.

—¿Te vas a ir con tu papá?

—Allá está el Leobardo. Quedé de verme con él.

—Tú camarada.

—Así es.

—Órale, pues qué bien.

—Ei…

—…

—De hecho, te iba a decir si no quieres venir… Va a estar el Roger Waters en el zócalo…

—Sí, ya sé… pero no, no creo.

—¿Por?

—No tengo dinero.

—¿Y eso qué?

—¿Cómo que y eso qué?

—No necesitas dinero para ir a México.

—Sí necesitas…

—Nel…

—Luego, ¿qué? ¿te vas a ir caminando?

—Me voy a ir en un pollero.

—Ah, pues ahí está, necesitas dinero.

—Pero leve.

—Ves.

—¿Y entonces?

—No voy a poder.

—Chale…

—Pues, sí… pero si mañana te vas a México, ¿por qué no te quedas aquí hoy?

—No, mejor me voy.

—No pasa nada… Ve, mi papá ni se ha levantado en todo el día. Ya ahorita no se va a levantar.

—Sí… no es eso.

—¿Entonces?

—No sé, necesito acostumbrarme.

—¿A qué?

—No sé, a andar en la calle.

—No seas mamón.

—Pues es la neta.

—Yo diría que te quedaras. Guardamos esto y cenamos. Ya mañana te vas.

—No sé, es que la neta me da hueva.

—¿Qué te da hueva?

—Quedarme en tu casa.

—¿Por qué?

—Porque me doy cuenta que tú también eres una burguesita.

André se acabó el cigarro, tiró la colilla al piso y con su pie la aplastó.

Después de que André se refiriera a ella como burguesita la conversación se enfrío. Amanda se sintió ofendida. No sabía bien a bien por qué tenía ese sentimiento. A final de cuentas qué quería decir con eso de que ella también era una burguesita. No estaba muy segura de ello. ¿Quería decir que era fresa? ¿Que era mamona? ¿Qué quería decir con ello? Le había propuesto que cenaran y que se quedara a dormir. Se sintió comprometida a no retractarse. Pensó que podría controlar su malestar mientras cenaran, pero se convenció de ya no insistirle que se quedara a dormir en la casa. A final de cuentas olía mal y no era muy agradable tenerlo cerca y menos si se refería a ella de esa forma.

Recogieron los cables y metieron los amplificadores a la sala. André, mientras acomodaban todo, se paró y volvió a encender otro cigarro. Se quedó parado en medio del patio exhalando el humo mientras la muchacha acomodaba las cosas. A André le gustaba hacer ademanes exagerados, como si buscara siempre hacer las cosas con estilo. Tenía una pierna delante de la otra y mientras fumaba miraba el cigarro sin filtro como si estuviera degustándolo. A Amanda de pronto eso le cayó pesado, porque pensó que era un simple cigarro humedecido y que no le ayudaba a meter las cosas. Se volvió a verlo y su rostro estaba pensativo. Tenía una mano cruzada por la espalda de su cuerpo escuálido y ella pensó que a veces exageraba.

Entró a la casa y André se quedó unos momentos terminando el cigarro. La muchacha colocó las guitarras en unos estantes que estaban en la pared que dirigía a los cuartos. La puerta de su padre estaba cerrada. Se acercó a tratar de escuchar lo que estaría haciendo ahí adentro, quizá se había despertado con el sonido de la tocada. Sin embargo, oyó los ronquidos y confirmó que como siempre su padre tenía el sueño muy pesado y que no despertaría sino hasta la madrugada. Regresó a la sala y caminó hacia la cocina, la cual tenía una barra que daba a la sala. Encendió la luz para preparar algo de comer.

Después de unos momentos, se le unió André. Se sentó en un banco y puso sus codos en la superficie como si estuviera en un bar. Sus muñecas mostraban varias pulseras y comenzó a morderse las uñas.

Amanda aún seguía incómoda, y ahora también los ademanes bruscos del muchacho la ponían en alarma. Abrió el refrigerador y vio que en realidad sólo tenía huevos y frijoles.

—Pues sólo hay esto, ¿quieres?

—Me da igual.

Sacó las cosas y se puso a cocinar. Ahora estaban serios. Todo el tiempo en el que ella estuvo cocinando no dijeron ninguna palabra. Y ella se preguntaba lo mismo: ¿qué había querido decir con que yo era una burguesita?
Cuando terminaron de cenar, Amanda recogió los platos y los puso en el fregadero. Pensó que podrían sentarse en los sillones a conversar un poco antes de que se fuera. Al parecer André así lo comprendió porque se acostó en el más amplio. La muchacha lo siguió después de lavarse las manos. Se sentó frente a él. El lugar estaba lleno de tiliches, de revistas de música y discos. Ella miró que tenía cerrados los ojos con las manos sobre los hombros atrás de la cabeza. En su rostro había una pequeña sonrisa.

—¿Y entonces por qué te vas? —le dijo.

André pareció haberse distraído unos momentos, ya que cuando escuchó las palabras de su amiga abrió los ojos sorprendido.

—¿Cómo dices?

—¿Que por qué te vas? ¿Que qué te hicieron en tu casa?

—Ah, no sé… Me desespera mi madre.

—¿Por qué o qué?

—No me gusta el tipo de vida que lleva. Además, todo lo que hace es hipócrita.

—Sí, me imagino.

—Se le pasa peleándose. Además, es una pinche burguesa.

—¿Y eso?

—Porque sólo sigue los valores del imperialismo, es una clasista. Sólo se fija en el dinero. Me caga. Además, es una puta. Mete hombres a la casa.

La joven no sabía cómo interpretar los comentarios de su amigo. Le parecían un poco violentos, en especial porque había elevado la voz. André lo notó.

—Sí, bueno, por eso.

—¿Y dices que te vas a ver con Leobardo?

—Así es.

—Ahí en el concierto.

—Simón.

—¿Y luego?

—¿Y luego qué?

—¿Qué vas a hacer?

—No sé, me voy a quedar un tiempo en la Ciudad.

—Chido.

—Sí…

—…

—¿Sabes que soy chilango?…

—¿Ah chingá?, no, no me la sabía.

—Ei, soy chilango. Nací ahí, cuando mis papás todavía no se divorciaban ahí vivíamos.

—¿Y a qué edad te viniste para acá?

—No me acuerdo, como a los tres años.

—Ah, no mames ja ja ja.

—¿Qué? ¿De qué te ríes?

—Ja ja ja, entonces no eres chilango, nada más viviste ahí.

—Sí soy.

—Ja ja ja…

—¿De qué te ríes? Te estoy diciendo que sí soy.

—No mames, eres más provinciano que nada.

—Te estoy diciendo que soy chilango.

El joven se sentó y en su rostro se notó el enojo.

—No te rías. Te digo que soy chilango.

—Ya, está bien, como quieras —contestó Amanda.

A final de cuentas André se quedó en la casa. De pronto mientras estaba acostado en el sillón comenzó a sentir una pesadez placentera en la espalda y el abdomen. No pudo contenerse y se quedó dormido. Despertó cuando ya todo estaba callado y oscuro. Se dio cuenta de lo que había pasado, de que Amanda le había quitado los lentes y los había colocado en la mesa, así como también de que le puso una almohada y una pequeña frazada. Se sintió contrariado, porque tuvo la sensación de que era débil y él no quería ser eso. Necesitaba acostumbrarse a evitar esas situaciones. Quedaba claro que aún no se había superado, ni mejorado en casi nada. Se sentó en el sillón y pensó en irse, pero luego se dijo que a esas horas en realidad no se podía hacer mucho. No había salidas a México a esas horas y además tendría que deambular por las calles hasta que amaneciera; eso le fastidió un poco. Se sentía descansado, su mente otra vez tenía mayor lucidez. Había estado muy fatigado el día anterior por la mala noche que tuvo en el bosque urbano. Ahora su ropa estaba seca y eso le reconfortaba. Miró en la oscuridad hacia las cosas que estaban en la sala. Buscó su morral. Estaba detrás del brazo del sillón de enfrente. Se paró para alcanzarlo. Se sentó de nuevo donde había dormido. ¿Qué horas eran?, se preguntó. No tenía reloj y eso a veces también era una molestia. Se paró y caminó hacia la cocina, pensando que ahí podría saber la hora. Nada. Regresó y miró por el pasillo hacia los cuartos y vio que las dos puertas estaban cerradas. Sólo el baño estaba entreabierto. Regresó al sillón que le había servido de cama. No tenía sueño, no iba a poder seguir durmiendo. Siempre tenía problemas de insomnio, al menos desde que comenzaron a vivir con Álvaro. No le gustaba pensar en su pasado, pero le resultaba imposible evitarlo. Su madre era una puta. Su padre siempre se lo había dicho.

—Mijo, no le hagas caso a tu mamá. Mira, ella es una mujer trastornada. Tiene problemas —le decía por teléfono—. Ella además es una clasista. ¿Por qué crees que se separó de mí?

—No sé.

—Pues porque yo no tengo dinero. Ella siempre va a buscar el dinero. Acuérdate de lo que te digo. Tienes que saberlo, para que no te engañes, mijo. A mí me jugó mal. Además, es una mujer voluble. ¿Me estás oyendo, mijo?

—Sí.

—No te sorprenda que un día meta hombres a la casa. Así es ella, pero no le hagas caso. Tú confía en mí. Acuérdate de mí.

De hecho, lo de los hombres ya había pasado desde antes de que su padre se lo contara. Había ocurrido casi desde que se separaron. André había advertido el cambio en su madre. La manera de vestir a partir de que no estuvo su padre fue completamente diferente. Antes su madre era una señora, una señora respetable, pensaba. Usaba vestidos y blusas decentes, donde no enseñaba de más. Usaba el cabello recogido en trenzas y a veces hasta usaba reboso. Se encargaba de las cosas de la casa, le tenía el desayuno y la comida lista. Era una mujer respetable, ahora era una puta burguesa. Cuando su padre se lo dijo de cualquier modo no le sorprendió. Quiso responderle que no era necesario que le dijera cosas que ya sabía. Desde que su padre no estaba comenzó a vestirse con vestidos extravagantes, en los cuales el rojo era la constante, y los escotes y los labios llamativos. La primera vez que la vio con un vestido de esos y con el cabello suelto, aunque no le comentó nada, le desagradó. Pensó que esa no era la mujer que había conocido. Era una piruja. En especial porque sin saberlo distinguió que había perdido esa aura de señora que a él siempre le había gustado. Ahora tenía la sensación de que estaba más bien con su hermana. Pero en especial comenzó a distinguir que lo importante antes ya no lo era. Le sorprendía que su madre se interesara por marcas de ropa y aparatos eléctricos para el hogar y que hablara por teléfono con desconocidos. Lo que más le molestaba era ese tonito despreocupado, que fuera tan estúpidamente superficial. Cuando su padre le decía desde aquella ciudad del sur que su madre estaba trastornada, contenía el impulso de comentarle que él ya lo sabía y que por otra parte no entendía por qué en su voz se notaba una especie de añoranza por regresar con ella.

—Mira, mijo, si por mi fuera yo regresaba con ustedes. Pero tu mamá no quiere. Yo se lo he propuesto varias veces. Pero ella no quiere. Por otra parte, tienes que entender que el hecho de que ella ya se haya metido con otros hombres hace que eso sea imposible. Yo también tengo que guardar mi dignidad. ¿No sé si me entiendas?

—Sí.

—Pero acuérdate de mí.

Después colgaba. Pero entonces era como si André se convirtiera en una especie de guardián que observaba a su madre en todos los aspectos. No sabía por qué, pero era capaz de advertir los cambios y eso le molestaba. Luego comenzaron a llegar los ramos a la casa. Y él deseaba destrozarlos. Así ocurría, aunque él aún no era muy grande. Cuando sus padres se divorciaron él tenía doce años. Habían pasado siete y él recordaba cada uno de los ademanes e incluso las palabras que se dijeron. Algo en ellas le molestaba. Recordaba que su padre constantemente le proponía a su madre regresar al sur, pero ella no quería, debido a que deseaba estar cerca de su propia familia. Su padre tanto le insistía que de pronto una vez planeó el regreso a solas. Tenía la imagen del hombre haciendo las maletas y cargando todo en aquel viejo carro deportivo de color morado. Vio que se abrazaron en la calle y que él le dijo.

—Te espero allá.

Recordaba cómo su madre lo había engañado. La muy perra había engañado a su padre de la manera más vil. Ahora que estaba sentado en el sillón de la sala de su amiga era como si lo comprendiera a cabalidad. Su madre había sido muy perra, para hacer eso. Lo había engañado de la manera más cobarde. Ella se le acercó y después de abrazar y darle un beso en la boca le dijo:

—Claro, mi amor. Ya pronto estaremos juntos.

Después su padre se subió al carro y desde la ventanilla les dijo adiós a André y a su madre. Ella respondió el saludo y luego se volvió para sonreírle a su hijo. Lo abrazó y su madre estaba extremadamente cariñosa, lo cual (en estos momentos comprendía) le daba miedo, porque era una hipócrita. Porque, a sus ojos, aquel supuesto amor resultaba una farsa. Cuando su padre se fue y ella habló por teléfono con él días después y André escuchó que no iban a seguirlo, que dejaban allá a quien le había dado la vida, de pronto, no supo si lo que quería era quedarse con ella. Escuchó que ella iba a encargarse de mantenerlo y que los dejara en paz. Pero él no sabía si quería que los dejara en paz. Más bien se sintió como en un laberinto. Luego vino la transformación, porque notó el cambio de humor y de personalidad. Ahora estaba mucho más risueña y le hablaba con otro tono, como falso. Durante los primeros doce años de su vida la forma en la que le habló había sido directa y seca; ahora todo era cursi, y el tono de la voz de la mujer se había hecho caricaturesco y las sonrisas y los nuevos lujos, que en otras épocas jamás se hubieran considerado. A él le daba la impresión de que todo eso era una especie de compensación por lo que había hecho, una manera de ocultar sus verdaderas intenciones.

Se le venía a la memoria la luz del cuarto encendida por la noche. Ella lo encaminaba hacia la cama y le hablaba al oído con ese tono excesivamente afectado, como si por algo en la voz se diera cuenta de que ella quería borrarlo, deshacerse de él, así como lo hizo con su padre.

—Mira, Andresito, vamos a que te acuestes. Que niño tan bonito. Acuéstate. Así… así… Mira, André, quiero que te quedes aquí dormidito. Yo voy a salir y quizá voy a regresar tarde. Si oyes ruido no te asustes, es sólo que ya llegué. No te levantes y sigue aquí dormido. No quiero que hagas travesuras. Ya tienes que dormirte. ¿Entendiste?
Y él afirmaba, mientras notaba el maquillaje de la mujer.

Al principio no supo cómo interpretar el cambio. Normalmente, cuando se dormía ella no lo acompañaba y ahora le decía todas esas palabras. Y él se dormía, pero luego ya más tarde escuchaba y se asomaba y veía a su madre con personas extrañas en la sala. Luego veía que los hombres (siempre era uno distinto) entraban a la habitación con ella. Y él se quedaba ahí, nervioso, sin saber qué hacer. Se sentía un poco abandonado, pero lo que más le sorprendía era que ella parecía ser otra. Era otra y eso le generaba pánico, porque se daba cuenta de que estaba con una desconocida. Él regresaba a la cama y se acostaba. No podía dormir porque oía. Oía a su madre gemir y eso lo contrariaba. Cerraba los ojos y realmente no podía conciliar el sueño.

Todo esto pensaba mientras estaba en el sillón de la casa de Amanda. Se pasó sus manos por el rostro. Suspiró y se acostó de nuevo. Cerró los ojos y se sintió como en aquel tiempo. Quería irse. “Ya quiero irme a la chingada”, pensó, “estoy hasta la madre. Mañana en chinga me voy. Le digo a la Amanda que se me hace tarde. Me subo en el primer camión y me veo en México con el Leobardo. Ese vato sí es chido. Con él sí me hallo.” Luego pensaba otra vez en su madre, en la mujer que era ella, en lo que se había convertido. “No sé por qué se hizo así. ¿Luego todo lo que vivimos con mi papá es falso? Todo se chingó cuando llegó el Álvaro. Si no hubiera llegado ese cabrón, igual y lo comprendería.” Ya no quería seguir pensando. Le generaba malestar en el estómago, pero las imágenes no se detenían. Se paró y pensó prender el último cigarro. Pero luego se dijo que el humo iba a molestar a Amanda, otras veces le había pedido que por favor no fumara dentro de la casa. “Se va a encabronar”, se dijo. Vio los lentes en la mesa y se los puso. Sacó el libro de su morral. “No, qué hueva leer ahorita.” Lo volvió a guardar. “Lo mejor es que me duerma. Ya duérmete pinche André. Ya duérmete, cabrón.”

A la mañana siguiente André andaba de mal humor. Amanda salió de su cuarto y se acercó a su amigo. Él la miró displicente. No quería ser grosero con ella, pero no podía evitarlo.

—¿Qué traes o qué? —le preguntó al ver su cara.

—Nada. —contestó.

Se puso de pie y se acomodó su ropa. Ella se le quedó viendo. Luego caminó hacia el baño. Se lavó la cara, se acomodó el cabello lo mejor que pudo y volvió a salir. Amanda ya estaba en la cocina, iba a preparar el desayuno. Cuando la vio haciendo eso, André sintió mucho malestar.

—Oye, ya me voy —le dijo conteniendo una rabia inexplicable.

Amanda lo miró sorprendida de que no esperara un poco.

—Voy a hacer algo de comer.

—No… ya me voy.

—Aguántate tantito. No me tardo nada.

—No, mejor no.

—Pero no me tardo.

—Que no… ya te lo dije… No quiero que me ayudes en nada más.

La muchacha se quedó pasmada. André tomó su morral y su guitarra. Se dio cuenta de que sus palabras habían sido incómodas. Caminó hacia la salida. Dio dos pasos y luego se volvió. Amanda estaba a la entrada de la cocina. El chico abrió la puerta y salió.

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Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.

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