En el devenir histórico de la comprensión cultural, hay momentos en los cuales una obra adquiere mayor relevancia al conocerse la biografía de su autor. La escritura o la vida de Jorge Semprún, por ejemplo, cuenta lo que el autor vivió en el campo de concentración de Buchenwald. A la luz de este dato se comprende que de la novela, a partir de la vida del autor, surge una poética para hablar sobre la maldad que habita en el corazón del hombre y que lo lleva a cometer las mayores atrocidades, casi indecibles, en contra de sí mismo. La elaboración de esta poética es el gran mérito de la novela que, de diferentes maneras, se venía fraguando a lo largo de la obra de Semprún.
Y es que ninguna obra procede ex nihilo sino que se nutre de experiencias vitales –propias, no prestadas–, que son llevadas al grado de experiencia poética, luego de largos años de estudio, reflexión, ensayos, correcciones y la elaboración de varias versiones hasta llegar al punto máximo de trabajo en el que la obra, junto con la experiencia poética, ya pueden considerarse resueltas.
Hay otros momentos en los que cierta clase de lectores, al conocer el contexto biográfico de la creación de la obra, le agregan un valor sentimental. Cuando se enteran que una novela fue escrita en un periodo de pobreza en el que el autor trabajó de mesero, que estuvo a punto de abandonar su vocación, que dejó la obra abandonada durante años, aunado al hecho de que esa novela fue rechazada varias veces hasta que un visionario editor la publicó, estos lectores intuyen que el escritor ha vencido las más duras inclemencias vitales. Ahora lo admiran con embeleso y lo promocionan entre sus amistades usando la anécdota trivial como único argumento de importancia literaria. Seguir leyendo