Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

DE MONSTRUOS Y OTRAS MADRES

Nuevamente quiero destacar la propuesta escénica de Casa Aquelarre: tres salas para tres obras que pueden verse en orden aleatorio o lineal, donde se proponen dramas íntimos, mayormente a través de monólogos, y en recientes fechas con una preocupación temática.

Muestra de ello fue la producción del ciclo “Colores de infancia”, comentada ya por Luis Carlos García Lozano en esta revista; y la más reciente producción llamada “De mamis y otros monstruos” –que se presentó durante mayo y principios de junio de este año- compuesta por dos obras cortas de Brenda Vargas, Duerme, pequeño, duerme y Valor; y Los hijos de Esperanza, unipersonal –odio esta palabra- de Elí Montemayor de la compañía Amargo Teatro.

Primero las damas. Brenda Vargas –la autora de Soliloquios de mujeres locas-, escribe y dirige el monólogo Duerme, pequeño, duerme –actuado por Valentina Saldívar-, en la que una joven mujer platica con su bebé sobre las clásicas inquietudes e ilusiones de una madre primeriza. En Valor es una madre –Elena Reyes-, la que habla y habla con su hijo travesti –Iván Torres- sobre conflictos generacionales, frustraciones, incomodidades, reclamos, fastidios, todo aquello que una madre puede recriminar a un hijo.

Brenda Vargas como dramaturga crea situaciones cíclicas en las que sus personajes discurren como en los soliloquios del teatro clásico; y luego nos quiere sorprender con los finales, diciéndonos que la realidad es otra y no la que veíamos -no los contaré porque arruinaría la experiencia de los posibles espectadores.

Pero sí diré que este procedimiento pertenece más a la narrativa que al género dramático. Infiero que la autora puso más empeño en la elaboración de los finales que en la construcción de sus personajes. Con ello provoca que el espectador se mantenga a raya, sin sentir compasión, odio, temor -o cualquier otro tipo de emoción- por ninguno de los tres personajes sino hasta que se revela la otra realidad.

Sucede lo contrario en el caso del unipersonal –sigo odiando la palabra- de Elí Montemayor, Los hijos de Esperanza, donde se nos relatan algunas anécdotas en las que niños pequeños se meten en problemas, y cómo se libran de ellos heroicamente.

Elí Montemayor –también autor de Pastillas para dormir y un vestido rojo– imita a su madre –quizá en verdad nos habla de su propia madre… no distingo la línea divisoria entre la auto confesión y el artificio-, y logra hacerla presente tanto como a sus hijos.
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Éste es el acierto del unipersonal –ya no quiero usar esta palabra- porque nos lleva de la risa a la seriedad, a veces melodramáticamente, desarrollando el carácter de la madre y de los hijos. Sin embargo, el final es flojo. Está hecho –lo infiero- más para despedir al espectador que para resolver la historia.

Ambos dramaturgos y directores dan consistencia a sus obras por medio de su dirección, que hace de las actuaciones algo suficientemente bueno para ser visto.

Y también, ambos directores –que ya llevan un par de obras escritas y montadas, quiero resaltarlo- se encuentran en un problema creativo. Ella debe hallar la forma de darles mayor carácter a sus personajes, y él tiene que aprender a finalizar lo que plantea.

Hay que esperar a que se den cuenta de ese problema –si es que quieren, porque aquí no se le obliga a nadie, nomás decimos-, y que procedan en consecuencia, corrigiendo las mismas obras –porque es válido arreglar lo que ya se montó-, o haciendo otras variaciones de formas y contenidos.

Y es que, pongo sobre la mesa lo siguiente: es la misma Casa Aquelarre la que nos está problematizando y no hemos reparado en ello. Me explico. Dada su impronta estructural, todo dramaturgo que escriba para montajes en esta casa debe ser lo suficientemente creativo, preciso y contundente, como para no perderse en alocuciones sin sentido, ni como para caer en omisiones de construcción de personajes, historia y conflicto.

Pienso en obras como El ángel que perturbó las aguas de Thorton Wilder, y en El tercer Fausto de Salvador Novo, por ser eso, precisas y contundentes. Además, también se me viene a la mente Historias desde adentro que se presentó en Aquelarre, hace ya tiempo.

También pienso en los unipersonales –juro que es la última vez que lo menciono-, que versan sobre la nada, que no cuidan su lenguaje, que ponen toda su energía en la estridencia, en los que los actores se echan sus propios orines en la cara, o sangre de marrano, o un taco de barbacoa de res y que luego lo cagan… Eso, para que vean, sí que es una pinche pérdida de tiempo, de talento, de dinero, de paciencia… en fin… ¿Se imaginan esta clase de “teatro” en Casa Aquelarre? Yo, ni por un pinche segundo.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.